Por José María Ruiz Soroa en El Correo de 9 de junio de 2009
La debacle de la izquierda en las elecciones europeas responde, sin duda, a múltiples causas. Podrían citarse, entre ellas, el peso de los países del Este europeo, con una experiencia histórica reciente que les inspira desconfianza ante el discurso socialista; también la acusada carencia de liderazgo y descomposición del discurso socialista en países centrales como Francia, Italia o Reino Unido. Incluso, el hecho de que la izquierda socialdemócrata no parezca muy inspirada a la hora de superar la crisis económica: la gente confía más en la experiencia de los gobernantes conservadores que en una izquierda un tanto alegre y demagoga. Por ello, la crisis pasa factura a la izquierda tanto allí donde gobierna (Reino Unido, España, Alemania) como donde ejerce de oposición (Italia, Francia), mientras que a los conservadores les afecta favorablemente en ambas situaciones.
También influyen aspectos más estructurales, como el hecho de que se trata de unas elecciones en las que la desmotivación para participar incide sobre todo en el votante menos instruido y más joven, precisamente por la lejanía y relativa abstracción de las instituciones comunitarias. Y ése es el electorado propicio a la izquierda. Es curioso que las elecciones europeas sean en parte unos comicios «muy inteligentes», que atraen más al votante instruido de nivel alto y medio que entiende de su importancia, y que porcentualmente vota más al centro y a la derecha. Mientras que son por otra parte unos comicios «muy alegres», que atraen al votante gamberro que quiere castigar al sistema, pero que tampoco vota a la socialdemocracia.
Pero si existe una razón determinante, desde mi punto de vista, para explicar el repetido fracaso de la izquierda europea en sus elecciones es sencillamente el de «la profecía que se realiza a sí misma». Europa es electoralmente de derechas hoy, porque los socialistas europeos se han hartado durante años de proclamar, quizás sin darse cuenta de su propio error al hacerlo, que «Europa es el mundo de la derecha». La votación de estos días no ha hecho más que plasmar en votos su previa afirmación ideológica y política. Y me explico.
La izquierda europea se ha complacido, durante el último decenio, en presentar una descripción del ámbito institucional, económico y político propio de la Unión Europea como algo construido por los intereses de la derecha y siempre favorable a estos intereses. El repertorio de descalificaciones arrojadas sobre Europa es inagotable: está construida como un mercado, está inspirada en los intereses de los mercaderes, está repleta de burócratas fríos e inhumanos atentos sólo a la lógica de la libre competencia, y se halla dominada por una elite de políticos lejanos y distantes. Se ha descrito la europea como una muy particular esfera pública: la esfera donde había triunfado el egoísmo de los empresarios, donde sólo se tenían en cuenta los intereses de éstos, donde había que acudir para defenderse, sólo defenderse, del predominio de las lógicas capitalistas antitrabajadores. La izquierda se ha empeñado en pintar Europa como el universo donde la derecha, las empresas, los intereses inconfesables, se mueven como pez en el agua. Como un mundo hostil para los trabajadores, los campesinos, los pescadores, los seres humanos. Según ella, las políticas sociales las defendía siempre el gobierno nacional propio, de Europa sólo venían políticas economicistas o decisiones de un sanedrín bancario socialmente insensible. Es ciertamente sorprendente que, después de establecer este sesgado retrato de la esfera europea, cargado de tintes peyorativos, la izquierda se sorprenda ahora de que sus votantes no acudan en masa a las urnas europeas. Porque lo más lógico es, precisamente, que no lo hagan, que se abstengan de participar en un asunto tan execrable, tan «de derechas». Si Europa es el ámbito construido por y para la derecha, que se lo quede la derecha, ésta parece ser la reacción natural del votante de izquierdas. Nos gusta lo transnacional, las Naciones Unidas, Greenpeace y la UNESCO, incluso nos gustaría votar en USA; pero Europa nos suena mal. La izquierda se ha convertido así en víctima de su propia profecía.
En el fondo, se trata de un severo fracaso ideológico de la izquierda europea, precisamente por su incapacidad de construir un discurso sobre Europa que no esté teñido de desconfianza, lejanía y sospecha. Por no ser capaz de sentir Europa como su propio ámbito natural y de trasladar ese sentimiento a sus votantes. En este abuso de la crítica y el negativismo, hay que reconocerlo, la izquierda ha estado eficazmente acompañada por las burocracias nacionales de cada país, incluidas las de los partidos correspondientes, así como por el discurso de los medios de comunicación. Se ha llegado a afirmar, con estúpido desparpajo, que «Europa» (¿quién?) quería imponer a los trabajadores la semana laboral de sesenta horas. Es sólo un ejemplo, pero vale por mil. Dando una versión tan distorsionada del asunto, nunca se conseguirá atraer a la mayoría del electorado. Sólo votarán los que sí entienden de qué va la cosa, y los gamberros de turno.
La izquierda sólo puede recuperar Europa si, en primer lugar, la acepta como lo que es: uno de los logros más ilusionantes del pasado siglo. Y, en segundo lugar, si se embarca en propuestas europeístas de calado real y efectivo, no meramente retóricas y grandilocuentes. Europa no se crea mediante explicaciones desde arriba, sino ejercitando desde abajo la ciudadanía. Se crea haciendo real una arena europea de debate y confrontación mediante partidos europeos a los que los ciudadanos puedan afiliarse directamente (¿sabe usted que no puede afiliarse hoy al Partido Socialista Europeo, ni a ningún otro de ese ámbito, amable lector, sino que sólo puede hacerlo al de su país?). Hay que reclamar unas elecciones de verdadero ámbito europeo, con circunscripción paneuropea y actores paneuropeos, en las que se presenten partidos y líderes transnacionales. Hay que acabar con esa estúpida machaca de que «vamos a Europa a defender nuestros intereses» (como españoles... vascos... bilbaínos... o los de mi barrio, pongan lo que toca): como si nuestros diputados fueran nuestros embajadores en un lugar ajeno. Así no se edifica sino, precisamente, aquello que se dice querer evitar: la mentalidad de los intereses en lugar de la mentalidad de ciudadanos. Habría que reconstruir la ciudadanía común desligándola de la nacionalidad respectiva y fundándola sobre la residencia, abriendo así la ciudadanía a millones de inmigrantes hoy preteridos.
Habría que hacer mucho pero, lo primero de todo, es ver Europa como un ámbito político cargado de positividad. Y en esto, la izquierda tiene una vía de agua gigantesca.
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