Por
Emilio Lamo de Espinosa en Claves de la Razón Práctica, nº 121 [pdf], de abril de 2002
“El prejuicio es bueno porque hace feliz. Empuja a los pueblos hacia su centro, fortalece los lazos de la raza, hace florecer a los pueblos en su forma propia, los hace más ardientes y, consiguientemente más felices”.
Herder.
Otra filosofía de la historia para la educación de la humanidad. 1774.
“El Estado comienza cuando el hombre se afana por evadirse de la sociedad nativa dentro de la cual la sangre lo ha inscrito. Y quien dice la sangre dice también cualquier otro principio natural; por ejemplo, el idioma. Originariamente el Estado consiste en la mezcla de sangres y lenguas. Es superación de toda sociedad natural. Es mestizo y plurilingüe”.
Ortega y Gasset.
La rebelión de las masas, 1929.
1. Territorios, pueblos, Estados y lenguas
¿Quién es ciudadano, es decir, quién forma parte del pueblo de un Estado? Todo Estado tiene al menos dos elementos, territorio y pueblo, que se refieren mutuamente.
Pero la primacía de uno u otro varía grandemente en el tiempo. En el Antiguo Régimen los súbditos se vinculan directamente a la Corona por una relación de subordinación y lealtad. Se es pueblo de un Estado porque se tiene el mismo soberano, de modo que la conexión política es vertical, no horizontal. El Estado construye el pueblo; no al revés.
La democracia supone, por el contrario, un previo pacto preconstituyente horizontal entre ciudadanos (no súbditos) sobre el que se construye el Estado, y por ello tiene como prerrequisito un grupo humano, un demos, un pueblo, una comunidad en su sentido clásico (Gemeinschaft) que ha generado una solidaridad interna, una confianza ab intra, previa a y base del pacto constituyente. Eso es la nación: un grupo con la suficiente solidaridad como para generar un proyecto de vida política en común (Renan).
Pues bien, a la hora de pensar la relación entre pueblo y Estado el pensamiento político europeo y, por supuesto el español se ha estructurado a partir de una simple y sencilla fórmula que funciona en el pensamiento como una creencia más que como una idea, por retomar la distinción de Ortega: más que pensar esas ideas somos pensados por ellas. Y la fórmula dice que una Nación es un Estado y un Estado es una Nación, de modo que ni la moderna idea del Estado plurinacional ni la de nación de naciones encajan fácilmente en esa tradición. Que por el contrario –y no sin importantes excepciones, que veremos– se ha ajustado a un doble modelo, aparentemente contradictorio pero finalmente coincidente en la identidad lengua=nación=Estado. Es decir, allí donde hay una lengua hay una nación; y allí donde hay una nación, hay (o debe haber) un Estado. Pero también viceversa, de modo que la fórmula no debe leerse sólo de abajo arriba, de la lengua hacia el Estado, sino también de arriba abajo, desde el Estado a la lengua. Y ahora lo que resulta es que allí donde hay un Estado debe haber una nación; y para que haya una nación debe haber una sola lengua. Así, cuando se dice que el hecho diferencial de una lengua otorga derechos de autodeterminación se argumenta desde la nación al Estado, de abajo arriba. Pero cuando un Estado trata de imponer una lengua (como intentaba en Francia en 1794 el Abbé Gregoire), la lógica funciona de arriba abajo: si queremos tener una democracia viable debemos crear una nación a través de la lengua.
Los modelos de Francia y Alemania
Es importante entender que ambos modelos reproducen específicas experiencias históricas de construcción del Estadonación: la francesa y la alemana. Y así encontramos, de una parte, el modelo francés que, partiendo de la preexistencia del Estado Absoluto francés, trastocado por los revolucionarios de 1789 en voluntad del pueblo, construye la nación francesa imponiendo la lengua desde el mismo Estado y utilizando como instrumentos privilegiados la escuela y el cuartel, de modo que ser francés –más allá de razas, religiones u otros símbolos identificadores– es pertenecer a la nación francesa cuyo rasgo determinante es hablar una lengua. Tarea nada sencilla pues, como mostró Eugen Weber, la transformación de los campesinos en franceses no culminaría sino con la brutal sacudida de la Gran Guerra[1].
Y de otra parte el modelo alemán de nacionalidad étnica, que parte de otra experiencia histórica: la nación precede al Estado (no al revés, como Francia), de modo que se es alemán porque se habla alemán y la pertenencia a esa nación hace a uno ciudadano. Francia es Estado ya en el siglo XVIII o incluso antes, mucho antes de ser nación, cosa que solo alcanza a lo largo del XIX; Alemania es ya nación a comienzos del XIX (véanse los Discursos a la nación alemana de Fichte), mucho antes de la unificación de Bismarck de 1870. Aunque, incluso en este caso, Bismarck necesitó lanzar una Kulturkampf tras la unificación para reforzar la nación desde el Estado.
Pero lo paradójico es que el resultado, ya sea porque el Estado hace a la nación o porque la nación hace al Estado, es el mismo: Estado, nación y lengua coinciden. Bien porque los ciudadanos deben ser nacionales o porque los nacionales deben ser ciudadanos, en la fórmula ilustrada de la civilización cosmopolita y republicana francesa o en la fórmula romántica de la cultura casticista y étnica, la tradición ilustrada del ius soli y la tradición historicista del ius sanguinis acaban coincidiendo: el Estado lo forman ciudadanos culturalmente homogéneos; el demos que sustenta al Estado es culturalmente homogéneo y extrae su solidaridad política –aquella sobre la que se asienta el Estado– de esa misma homogeneidad. Y por supuesto, ambos nacionalismos se caracterizan porque, al tiempo que niegan diferencias hacia dentro, exigen el reconocimiento de ellos mismos como diferentes hacia fuera.
Por supuesto, más allá de la similitud, hay diferencias muy importantes. Así, el modelo germánico está abierto a la diversidad de culturas (incluso las fomenta) y no tiene el pathos imperialista o “civilizador" del francés que, asentado como cree estar en una única Raison universal, no reconoce otra forma de ser hombre que la del citôyen. De modo que las actitudes hacia el reconocimiento de la diversidad son muy distintas, lo que muestra la profunda ambivalencia que late detrás de ambos modelos: el aparente multiculturalismo y respeto a la diversidad del germánico esconde malamente una voluntad identitaria, xenófoba o incluso racista, mientras que el imperialismo del modelo francés abre amplias vías para la integración y es respetuoso con el principio de igualdad.
El esquema alemán tiende, pues, a un multiculturalismo de la separación, mientras el francés, que tiende a la homogeneidad, lo hace desde la perspectiva de la incorporación y la asimilación.
Por lo demás, el argumento de que sólo un demos culturalmente homogéneo puede sostener la democracia no está lamentablemente muerto y renace no sólo dentro de los viejos o nuevos Estados sino también a la hora de abordar procesos de articulación política supraestatal. Así, y como recordaba hace poco Luis María Díez Picazo, la famosa sentencia del Tribunal Constitucional alemán de 12 de octubre de 1993 relativa al tratado de Maastricht se basaba justamente en la idea de que “la democracia sólo puede llegar a funcionar allí donde existe una previa realidad nacional; y ello, por supuesto, no en un sentido étnico, sino predominantemente cultural: sólo quienes comparten un núcleo de tradiciones, creencias y valores estarían en condiciones de organizar su vida colectiva democráticamente.
A falta de ese acuerdo básico, de naturaleza eminentemente prepolítica, no cabría la democracia”. Europa, por tanto, sólo podrá ser democrática cuando sea una nación, requisito que, si ha sido de difícil cumplimiento dentro de los Estados, lo será más aun en este marco más vasto.
Los imperios
En todo caso, los modelos tienden a imponerse por su propia sencillez; y este que equipara lengua, nación y Estado, más simple que sencillo, alcanzó una popularidad abrumadora impulsado por el romanticismo, el historicismo e incluso la ilustración, para recibir su espaldarazo tras la Gran Guerra. A lo que sin duda contribuyó el que las excepciones más conocidas a la regla lengua=nación=Estado fueran todas ellas Imperios y no democracias, justamente los derrotados en aquel campo de batalla.
Al analizar las lenguas de los Estados Universales (de los Imperios) el gran historiador Arnold Toynbee ya puso de manifiesto que, salvo raras excepciones (el shogunato Tokugawa en Japón o el Imperio zarista), éstos se caracterizan por su pluralismo lingüístico. “En la Administración de los Estados Universales parece constituir la regla una pluralidad de lenguas oficiales, y la que goza de la primacía legal puede no ser, en la práctica, la más usada”. Es el caso del Raj británico en la India, que conservo el persa inicialmente para aceptar después el hindustaní o el urdo. En el Imperio otomano, aun cuando declaró el turco lengua oficial, la lingua franca de la Administración fue el serbocroata mientras que en la marina se usaba el italiano. También los romanos se resistieron a eliminar el griego en las provincias orientales y se contentaron con hacer del latín la lengua del mando militar, al tiempo que en la Administración se usaban ambas. Y Toynbee cita el caso del Imperio español en el que se predicaba el evangelio en quechua, la lingua franca del mundo andino que había sido impuesta por los incas. Y así, los imperios modernos, el Austrohúngaro, el Ruso, el Británico, el Otomano y en no poca medida el Español, fueron todos multilingüisticos.
Pero en todo caso, si en ellos cabía un demos plurinacional y/o plurilingüístico era por dos razones que les diferencian claramente de la fórmula política de los Estados-nación. La primera es que ese demos no constituía una comunidad sino una pluralidad de ellas: una pluralidad de “naciones” unificadas solo y únicamente por la común dependencia del poder imperial. No podemos hablar de Imperios-nación. Pero además en los modelos imperiales no había ciudadanos propiamente dichos sino más bien –como en el Antiguo Régimen– súbditos, carentes de derechos políticos en cuanto no fueran otorgados por la Corona, fuente única de legitimidad.
Estas dos razones (falta de fusión interna y falta de igualdad) explican que tan pronto se derrumban los Imperios emergen de nuevo como sujetos políticos las nacionalidades en cuanto demos básico sobre el que construir la arquitectura política. Así ocurrió en España tras el 98; en el Imperio Austrohúngaro o el Otomano tras la Primera Guerra Mundial; en el Británico tras la segunda y de nuevo recientemente tras el hundimiento del Imperio soviético: los Estadosnación devoran al Imperio.
Estados Unidos
Decía que casi todas las excepciones a las reglas fueron Imperios. Cierto, casi todas pero no todas. Estados Unidos muestra, finalmente, aunque de modo imperfecto, la posibilidad ausente: una nación constituida alrededor de una pluralidad de etnias y sin lengua oficial alguna, multicultural pues pero igualitaria y democrática, cosa que no fueron los Imperios. Cierto que el pluralismo americano se limitó inicialmente a emigrantes de algunos pocos países europeos; que la emigración del sur (italiana sobre todo) tuvo serias dificultades para su integración; y que, finalmente, la población no europea, los afroamericanos, han tenido y aún tienen serios problemas de integración.
Cierto también que el multiculturalismo americano no ha sido de integración, sino de asimilación por una base anglosajona preexistente. Pero aún con éstos y otros matices sigue siendo cierto que su amplio multiculturalismo, acentuado desde la desmovilización posterior a la Segunda Guerra Mundial y reforzado a partir de la lucha por los derechos civiles de 1968, no impide la existencia de una poderosa nación que extrae no poco de su fuerza y vigor de la variedad y diversidad internas, una nación que integra numerosas nacionalidades en su seno sin que éstas se planteen jamás como objetivo llegar a ser Estado, una “nación de nacionalidades”, como la denomina Sartori[5].
2. De cómo Dios hizo un mundo complejo
No obstante, y aun cuando seguimos pensando en términos de Estado-nación considerando a los otros como excepción, la realidad es la contraria. Pues desde luego, y a pesar de su gran Sabiduría, Dios no organizó el mundo distribuyendo la totalidad del territorio entre diversas culturas o etnias con claras y nítidas fronteras, supuesto de notable simpleza, pero que es, según Tilly, nada menos que el primero de los Ocho Postulados Malignos de la ciencia social del siglo XX:
“La sociedad es una entidad separada; el mundo como un todo se divide en ‘sociedades’ distintas, cada una con su cultura, Gobierno, economía y solidaridad, mas o menos autónoma”.
No podía ser de otro modo si consideramos que hay no menos de 1.500 etnias, algo más de 6.700 lenguas y algo menos de 200 Estados. Veamos los datos de la composición étnica y lingüística de los Estados para poder formarnos una idea del grado de realización efectiva de ese postulado maligno.
a. La complejidad étnica de los Estados: Estados-nación y naciones-Estados
Comencemos analizando la relación entre nación y Estado. Por fortuna disponemos de una muy valiosa cuantificación de la composición étnica de la población del mundo y de su organización política elaborada por G. P. Nielssen a finales de los años ochenta a partir del estudio de la distribución de 575 etnias, agregado de las más de 1.500 principales que pueden identificarse. Datos que permiten ya aventurar una hipótesis pues de ellos podemos deducir que la media de población por etnia es de poco más de ocho millones de personas. Pues bien, lo primero que se pudo constatar es la amplia dispersión de las categorías étnicas. Muy pocas categorías étnicas (sólo 12 de 575) comprendían más de la mitad de la población mundial, mientras que en el extremo opuesto, 383 categorías comprendían menos del 4% del total.
Pues bien, si analizamos la distribución de estas categorías en Estados encontramos un cuadro que dista mucho de la idílica correspondencia puntual entre etnias y Estados. Pues el análisis de Nielssen ponía de manifiesto, de una parte, que la mayoría de los Estados tienen más de una categoría étnica (no son Estados-nación).
Pero el análisis no debe pararse ahí pues, de otra parte, encontramos que un buen número de etnias están a su vez distribuidas entre varios Estados (no son nacionesEstado). Y es este juego entre el Estadonación de una parte, y la nación-Estado de otra, lo que debe ser objeto de atención.
Para ello Nielssen distingue entre Estados-nación (donde más del 90% de la población del Estado esta formada por miembros de una sola categoría étnica), naciones-Estados (en los que una categoría étnica representa entre el 40% y el 90% de la población) y Estados multinacionales (en los que la etnia más numerosa abarca menos del 40% de la población). Con ello puede analizar la composición étnica de los Estados existentes. Pero es necesario combinar esas tres categorías con otras que discriminen la composición estatal de las etnias, de modo que las tres categorías anteriores se dicotomizan en monoestatales y multiestatales: lo primero si más del 90% de los miembros de la etnia residen dentro de ese Estado; y lo segundo en otro caso. De este modo obtenemos una clasificación continua cuyos extremos son:
Estados-nación monoestatales, en los que el 90% de la población del Estado corresponde a una etnia y el 90% de la población de esa etnia reside en ese Estado; es decir, Estados-nación que son al tiempo naciones- Estado y que son los únicos que realizan plenamente el ideal del Estado-nación.
Estados multinacionales y multiestatales, en los que la etnia más numerosa del Estado representa menos del 40% de su población y menos del 90% del total de esa etnia; es decir, Estados propiamente multiétnicos.
Pues bien, el resultado que obtiene es que sólo 28 Estados de los 161 existentes cuando se confeccionó el censo responden al ideal de correspondencia biunívoca entre nación y Estado, es decir, un 17,3% del total de Estados. O por leerlo al contrario, de las 575 etnias identificadas, sólo 28 han realizado la ecuación mágica del Estado-nación y de la nación-Estado, una lectura que reduce el porcentaje de éxito a menos del 5% de las etnias.
El trabajo de Nielsson pone sobre la mesa todo un campo de análisis nuevo: no ya el de los Estados multinacionales, sino el de las naciones multiestatales, sin cuya comprensión el fenómeno queda incompleto. De modo que podemos concluir con el que “el número de Estados que se enfrentan a presiones para la acomodación política entre varias naciones es lo suficientemente grande para sugerir que existen más relaciones internacionales dentro de los Estados que entre ellos”.
b. Lengua y Estado
Pero analicemos ahora la otra parte de la ecuación, la que relaciona lengua y Estado.
Para comenzar, la diversidad lingüística no es menor que la étnica, pues se estima que hay unas 6.700 lenguas vivas en el mundo, de las que sólo 78 tienen alguna literatura escrita en uno de los 106 alfabetos inventados a lo largo de la historia[10]. De esas casi siete mil lenguas, más de la mitad corresponden a Asia y África. No obstante, la mayor diversidad lingüística le corresponde al Pacífico que, con solo el 1% de la población, tiene el 19% de las lenguas, seguido por África (con el 15% de la población tiene el 30% de las lenguas).
Fuente: ‘Ethnologue’, 13ª edición, Bárbara F. Grimes Editor, Summer Institute of Linguistics Inc., 1996..
No obstante la diversidad de lenguas, de nuevo encontramos que la concentración de hablantes en unas pocas es clara, consecuencia sin duda, de las múltiples ventajas que tiene el uso de una lengua común, de modo que las 10 lenguas más habladas cubren la mitad de los hablantes considerados.
Dada la extensión de estas 10 principales lenguas podríamos sospechar que la mayoría de los Estados deberían ser monolingüísticos. Pero la realidad de la distribución lingüística de los Estados es justamente la contraria. Pues a partir del dato de los más de 5.000 millones de habitantes del mundo se deduce que la media de hablantes por lengua es de poco más de 700.000 personas y que, inversamente, la media de lenguas por Estados es nada menos que 30[11]. Datos agregados que, como siempre, encubren una tremenda dispersión. Así, el continente con una media de lenguas por país menor y un mayor número de hablantes por lengua (es decir, el más “normalizado”) es, con gran diferencia, Europa. La media europea de hablantes de cada lengua, 4,4 millones, es cuatro veces mayor que la media mundial de hablantes de cada lengua. A su vez, la media europea de lenguas por país, sólo 4,6, es casi la sexta parte de la media mundial, aproximadamente 30 lenguas por país.
Podemos, pues, decir que, por las razones que sean, la complejidad lingüística de Europa es incomparablemente menor que la del resto del mundo; y quizá por eso Europa, y sólo Europa, ha podido creer durante tanto tiempo en la ecuación lengua-naciónEstado, que resulta ser así otro más de los esquemas eurocéntricos con los que malpensamos el mundo.
Fuente: ‘Ethnologue’, 13e edición, Bárbara F. Grimes Editor, Summer Institute of Linguistics Inc., 1996.
Fuente: ‘Ethnologue’, 13ª édition, Barbara F. Grimes Editor, Summer Institute of Linguistics Inc., 1996.
Esta fuerte normalización u homogeneización lingüística de Europa contrasta con la fuerte dispersión en otros continentes, singularmente Oceanía, donde la media de lenguas por país es casi 50 y la media de hablantes por lengua ¡no llega a 25.000! Estos dos extremos, Europa y Oceanía, no deben hacernos olvidar que América, por ejemplo, tiene una media de casi 22 lenguas por Estado y menos de un millón de hablantes por lengua.
El resultado final (siempre según estimaciones de Jacques Leclerc, del Centre International de Recherche en Aménagement Linguistique [CIRAL] de la Universidad Laval de Canadá), es que sólo habría 25 Estados lingüísticamente homogéneos13, más otros 9 Estados no soberanos. Y llama poderosamente la atención el que casi todos ellos (salvo Bangla Desh, Japón, Corea y Polonia) son de escaso número de hablantes, 10 millones o menos. El sorprendente resultado es que, contra una extendidísima creencia, menos del 15% de los Estados (que engloban menos del 10% de la población del mundo) son lingüísticamente homogéneos, mientras el 85% restante, los Estados multilingües, engloban a más del 90% de la población. Vivir en un Estado lingüísticamente homogéneo tiene, pues, una probabilidad de 1 a 10.
3. Y los humanos lo complicamos más aún
De modo que Dios sí hizo un mundo complejo en identidades, lenguas y Estados. Y por si fuera poco los humanos nos hemos entretenido en complejizarlo aún más.
La globalización
Sabemos que la actual historia mundial (lo que, desde otra perspectiva, llamamos hoy “globalización”) comenzó con la expansión europea del siglo XVI iniciada por los pioneers ibéricos (la expresión es de Toynbee), que llevó la culturacivilización occidental a todo el mundo, colonizándolo, y cuyo momento de inflexión fue la Segunda Guerra Mundial.
La descolonización subsiguiente implicó la transformación de las colonias en Estados soberanos que intentaron e intentan recobrar sus viejas culturas, lenguas o “identidades” anteriormente menospreciadas y oprimidas por la potencia colonizadora. Y así, lo que el pensamiento del XIX concibió como el avance de la “civilización” (única y europea, por supuesto) sobre la “barbarie" (que sólo merecía ser estudiada por la antropología) pasó a ser concebido, no sin dificultades, como la interacción entre diferentes “culturas”. La “civilización occidental” es poco a poco entendida como “otra cultura”, de modo que aquélla dejó de monopolizar la posesión de principios cognitivos, éticos o estéticos de validez universal. Al contrario, también en ella había y hay particularis mo y no poco etnocentrismo. En resumen, la descolonización ha supuesto restablecer la diversidad. El libro de Huntington The Clash of Civilizations tiene al menos esta verdad: las viejas culturas colonizadas viven de nuevo y orientan hoy la política de Estados (y de regiones de Estados) hacia caminos específicos, unificando sus actuaciones tanto más que el comercio o internet.
Nota: el asterisco indica que el Estado no es soberano
Y por ello, si en una lectura superficial la dinámica de la cultura mundial es la americanización, por debajo observamos una revitalización de viejas culturas, muchas (la mayoría) más antiguas y ampliamente extendidas geográficamente, impulsadas/inventadas por nuevos Estados descolonizados que recrean/inventan tradiciones como sistemas de legitimación[16].
Las migraciones
Y es sobre un mundo culturalmente diversificado sobre lo que trabaja el proceso globalizador. Tendemos a analizar la globalización sólo en términos económicos; y cuando la observamos desde una perspectiva cultural parece que sólo percibimos otra occidentalización más, aunque esta vez liderada por Estados Unidos más que por Europa: la MacDonaldización o Cocacolización de la cultura mundial[17]. Ambas perspectivas son simplificaciones. Cierto que la globalización comenzó en los mercados financieros, pero detrás de ella ha avanzado imparable la circulación de mensajes de todo orden (comunicación); detrás de ellos la circulación de mercancías (comercio); y detrás, inevitablemente, la circulación de personas (emigración).
Y así, asistimos a una nueva oleada migratoria mayor incluso que la de comienzos del siglo pues afecta a todas las regiones del globo. El Informe sobre el Desarrollo Humano de las Naciones Unidas de 1999 nos recuerda que en 1975 había sólo 84 millones de personas viviendo fuera de sus países de origen: digamos emigrantes “legalmente inscritos”.
Esta cifra subió a 104 millones 10 años más tarde y a 145 en 1998. Si a ellos añadimos un desconocido pero alto volumen de “ilegales” y comparamos la suma resultante (sin duda superior a los 200 millones) con el tamaño de los países del mundo podríamos concluir que los “emigrantes” son hoy uno de los “países” más poblados del mundo. Una migración impulsada por motivos y razones variadas. Ciertamente la búsqueda de oportunidades de vida y bienestar mayores sigue siendo el móvil principal, pero encontramos detrás de esa etiqueta circunstancias variadas: estudiantes o profesores buscando conocimiento; investigadores que buscan datos o intercambio de ideas; ejecutivos o trabajadores cualificados movilizados por sus empresas; jubilados buscando lugares al sol de bajo coste de vida y un largo etcétera.
Tan variadas son ya las razones para el nomadismo que incluso la etiqueta “emigración “ comienza a ser obsoleta y se habla de emigración transnacional o “transmigración”. Y a medida que las fronteras se hacen porosas (la expresión es del filósofo canadiense Charles Taylor[20]) y los Estados pierden soberanía descubrimos que la regla no es ya tanto la sedentariedad dentro de las fronteras de los Estados sino el nomadismo, concomitante con la globalización.
Pero además, y paradójicamente, una de las más importantes causas de las actuales emigraciones es el intento de purificación étnica en muchas zonas, que expulsa población “impura”, que pasa a reforzar la diversidad étnica o cultural de otras zonas “polucionandolas”, de modo que el intento de generar Estados-nación en algunas partes es la causa de la pérdida de ese mismo carácter en otras.
“La persecución racial” –señala la ACNUR– “es una de las principales causas de que los refugiados huyan… Irónicamente, estos mismos flujos de refugiados se citan como una de las causas de las nuevas tendencias xenófobas”.
En todo caso, la gente que emigra o simplemente se traslada geográficamente ya no lo hace como “bárbaro” a la búsqueda de la “civilización”, sino como miembro de otra cultura y junto con ella, y espera ser respetado en esa adscripción del mismo modo que en su país se respeta la cultura occidental. Hasta hace pocos años se podía esperar que el inmigrante (salvo que fuera un gestarbeiter, trabajador temporalmente invitado) acabaría integrándose, lo que era tanto como decir asimilándose a la sociedad receptora, según la pauta tradicional de desarrollo en dos o –como mucho– tres generaciones.
Sabemos que, por múltiples razones (y la facilidad de comunicación con sus sociedades de origen, otro efecto de la globalización, es la más importante), esta disposición a la asimilación es cada vez más débil y la tendencia es, por el contrario, conservar (o incluso acentuar) las diferencias como símbolos de identidad. La consecuencia es la emergencia de “ciudades globales”, literalmente microcosmos del mundo (usualmente de áreas de influencia política de esa metrópolis) en los que las fronteras políticas se dislocan en relación con las fronteras culturales.
Aquellas, las fronteras políticas, son relativamente estables; pero las culturales devienen lo que hace años llamé microfronteras[23], a saber, gentes con variadas creencias religiosas, lenguas maternas, perteneciendo a distintos grupos étnicos, con variados hábitos culinarios, vestidos y modos de amar, cantar o llorar, que viven juntos coexistiendo (y eventualmente conviviendo) en los mismos espacios sociales, fábricas, oficinas, universidades, supermercados, hoteles, museos o discotecas.
Una tendencia a la emergencia de espacios de coexistencia multicultural sin duda creciente, que continuará incluso si el desarrollo económico hiciera innecesaria la emigración económica pues sus raíces están en la globalización misma por la que el mundo deviene un solo mundo.
Es por ello por lo que los tradicionales melting-pots, es decir, lugares de mezcla y fusión de etnias o culturas están pasando a ser salad-bowl, una mezcla abigarrada de tipos humanos con las más plurales referencias.
Veamos algunos ejemplos generados por las fortísimas inmigraciones internacionales.
Se estima que en 1995 emigraron a Estados Unidos unos 90.000 mexicanos, algo bien conocido. Pero se ignora que también emigraron 55.000 rusos, 51.000 filipinos, 42.000 vietnamitas, 39.000 dominicanos y unos 35.000 chinos. El fenómeno se repite en otras muchos Estados. A Japón emigraron ese mismo año 39.000 chinos, 30.000 filipinos, 27.000 americanos, 12.000 brasileños y unos 6.000 tailandeses.
A Canadá emigraron 32.000 chinos de Hong Kong, 16.000 indios, 15.000 filipinos, 13.000 chinos y 9.000 de Sri Lanka.
Y se estima que anualmente emigran permanentemente 1,5 millones de personas y que otros tantos solicitan asilo, unos procesos de movimiento de población sólo comparables (aunque mayores) a los que se produjeron a finales del siglo pasado. Esta complejidad de los movimientos de población (de los flujos) modifica poderosamente la composición de los stocks, de modo que si en Madrid hay un 3% de población extranjera y un 10% en El Ejido, son el 16% en París, el 20% de Londres o el 56% de Nueva York. Hay colegios de Madrid y Barcelona con más de 30 minorías lingüísticas, pero hay más de 200 minorías en los de Nueva York. Ésta es la verdadera globalización puesto que, más allá del regusto positivo o negativo que pueda producirnos el vocablo multiculturalismo, y más allá de repetidas discusiones filosóficas sobre el relativismo o los valores occidentales, el multiculturalismo es un hecho, una realidad que se juega cotidianamente en la coexistencia de personas con adscripciones culturales variadas conviviendo en andamios, invernaderos, supermercados, bares, plazas, discotecas o simples rellanos de la escalera.
El mundo se está llenando de espacios sociales de convivencia multicultural, nos guste o no.
4. Conclusión: la democracia de la diversidad
De modo que Dios sí hizo un mundo complejo en identidades, lenguas y Estados.
Y por si fuera poco los humanos nos hemos entretenido en complejizarlo.
¿Qué conclusiones podemos sacar de todo ello?
La primera es que el problema es cómo gestionamos la diversidad cuando la arquitectura de la política no puede ya basarse en una previa ciudadanía culturalmente homogénea. Aceptar que sólo en matemáticas ser diferente de algo (#) quiere decir ser más o menos; que algo diferente es sólo eso y no mejor o peor; que la libertad es también la libertad de expresión y esta la de expresar la propia cultura, una actitud que choca con hábitos centenarios etnocéntricos de rechazo de la diferencia. Las democracias, los Estados mismos, serán (son) crecientemente multiculturales, multiétnicos y multilingüisticos pues todo ello es, antes de nada, un hecho, un dato de la modernidad avanzada, fácilmente perceptible en las grandes urbes de todo el mundo o en los resorts turísticos, pero que avanza imparable en todas direcciones.
La segunda conclusión es que hay muchos modos de gestionar la diversidad.
La homogeneidad es simple pero la diversidad es, ciertamente, diversa. Podemos encontrar una sola minoría, dentro de una sola mayoría, o diversas minorías que, unidas, serían mayoría. Las minorías pueden ser de incorporación reciente o no; las distancias culturales entre las minorías o entre éstas y la eventual mayoría pueden ser grandes o pequeñas. En ciertos casos las distancias lingüísticas son enormes y en otros el aprendizaje de la nueva lengua (el bilingüismo) es fácil de alcanzar. No tiene nada que ver la situación de los cubanos en Florida con la de los argelinos en Francia, los turcos en Alemania, los catalanes en España, los aymara o quechua en Bolivia, y un largo etcétera. Los paisajes sociales son muy distintos y por ello, aunque no es imposible encontrar una filosofía común y es quizá sencillo definir lo que no se debe hacer, es dudoso que encontremos una única solución.
En todo caso, la formula del Estadonación se ha quedado obsoleta, si es que alguna vez fue algo más que ideología.
Pretender que los 188 Estados hoy existentes se asienten sobre un demos culturalmente homogéneos es un sin sentido.
Pues o bien multiplicamos los Estados para ajustarlos a las naciones/lenguas hasta hacer el mundo políticamente inmanejable (y ya lo es con los existentes), justo cuando a consecuencia de la acelerada globalización económica el mundo necesita un fuerte control político. O bien abandonamos la idea del Estadonación.
La conclusión es pues obvia: si deseamos crear Estados viables que no estén sometidos a tensiones separatistas o violencias sobre/contra minorías étnicas, no hay más alternativa que separar la lealtad y la pertenencia a un Estado de la identidad cultural: separar, pues, la arquitectura política, el modo como el mundo se organiza políticamente, de la arquitectura cultural, diferenciar entre fronteras políticas y fronteras culturales. Debemos visualizar la relación entre cultura y política no como espacios que se solapan sino como realidades secantes: la misma identidad cultural se asentará sobre una pluralidad de Estados. Pero también a la viceversa: la misma realidad estatal se asentara sobre una pluralidad de culturas. Los Estados pluriculturales y/o plurilinguisticos son y serán la regla. Algo similar a lo que ocurre con las regiones o incluso, las áreas metropolitanas, pues también éstas saltan por encima de las fronteras para ser pluriestatales. Es tanto como profundizar en la tendencia de secularización del Estado que comenzó ya en el siglo XVII tras las guerras de religión. Pues al igual que entonces se rompió con el principio tardomedieval un roi, une foi, une loi, que forzaba a los súbditos de las viejas monarquías a seguir la religión del Príncipe, se trata ahora de llevar ese pluralismo cultural mas allá del estricto espacio de la religión para hacer Estados laicos también en lo cultural. Pues si los Estados no tienen religión, ¿cómo pueden tener culturas propias, que son en todas partes un derivado de las religiones? Limitar la secularización del Estado a las identidades religiosas es un primer paso, que debe continuar en todos los ámbitos de la cultura.
Pero desacoplar cultura y política es tanto como decir que la lealtad a un pueblo (y la misma identidad como pueblo) se expresa de muchos modos y se dice en muchas lenguas. Que se puede ser norteamericano en inglés, pero también en español, en yoruba, en tagalo o en urdo. En todas esas identidades deberá haber lealtad a la Constitución como presupuesto mínimo sobre el que crear una identidad de nación, pero de nación plurinacional, variada, diversa. Estoy, pues, hablando de naciones complejas que, mas allá del modelo del Estado-nación, resultan de la fusión dinámica de una pluralidad de naciones, identidades y lenguas en un proyecto de vida en común.
Y hablamos también de democracias de la diversidad, no de la homogeneidad, donde la igualdad legal no debe presuponer la igualdad cultural.
La imposibilidad del Estado-nación romántico no debe, sin embargo, conducirnos a demonizar todas las formas de nacionalismo. Y ello porque –regresando al principio– todo Estado estable debe reposar en un demos, una comunidad o una Gemeinschaft, que se caracteriza por una mayor solidaridad interna, reposa en una ciudadanía que mentalmente traza una frontera entre “nosotros" y los “otros”: no tanto con ánimo de expulsar o rechazar a los otros, sino con ánimo de fusionar o unir a quienes forman parte de ese “nosotros”. Hay, pues, una nación debajo de todo Estado, al menos debajo de todo Estado estable y viable. El limite mínimo de esa comunidad, de ese nacionalismo posnacionalista, es el patriotismo constitucional de Habermas, la lealtad a la Constitución como marco de convivencia y tolerancia en libertad. Creo, sin embargo, con Luis María Díez Picazo, que la propuesta de Habermas es más un diagnostico que una terapia y obvia el difícil problema de la articulación de sentimientos que se oculta tras el término patriotismo. Pues leído como solidaridad, empatía, proximidad, y por tanto, como generosidad y ayuda mutua, el nacionalismo es una fuerza extraordinariamente positiva. La fraternidad universal que predican las grandes religiones –y que es también la base expansiva de la lógica democrática– sólo puede ser la resultante final de un proceso dinámico de ampliación del espacio de la solidaridad.
Pretender que desde ya nuestra solidaridad abarque por completo a toda la población del globo, que se vierta igual sobre los próximos que sobre los lejanos, sobre quienes llevan conviviendo siglos que sobre quienes han vivido de espaldas, sobre quienes hablan la misma lengua y se entienden que sobre quienes hablan lenguas distintas, pretender pues la fusión instantánea en una fraternidad universal es no sólo una utopía sino una utopía peligrosa si no es gestionada con prudencia. Ciertamente, el objetivo final sólo puede ser un Estado democrático universal y cosmopolita; pero la postulación de ese objetivo no nos exime de realizar las tareas diarias que lo puedan hacer posible. Mientras tanto, la fórmula propuesta en 1966 por Roy Jenkins, entonces ministro de Interior del Reino Unido, es más que razonable para orientar nuestro camino:
“No creo que necesitemos en este país un melting pot, que haga de cada uno una copia de la visión estereotipada del Englishman… Por ello defino la integración, no como un proceso plano de asimilación sino como igualdad de oportunidades conjuntamente con diversidad cultural en una atmósfera de tolerancia mutua”.
Nótese que los datos de número de Estados incluyen, por razones que se me escapan, 30 Estados no soberanos.