jueves, 26 de junio de 2008

La negación del nacionalismo español

Por Josep Ramoneda en El País de 26 de junio de 2008

“Yo no soy nacionalista y el Partido Popular nunca será nacionalista ni caminará por sus sendas como hacen otros”. Lo dijo Mariano Rajoy en su discurso de presentación de candidatura ante el congreso del PP. Poco importa, por lo que parece, que minutos antes se preguntara: “¿Qué es lo que yo defiendo?”. Y respondiera así: “Que la nación española no es ni discutible ni interpretable. Yo no estoy dispuesto a permitir que se interprete”. Poco importa que acto seguido dijera que estaba dispuesto a dialogar con los nacionalistas “dejando a salvo la unidad de España, la soberanía nacional y la igualdad de los españoles”. Cuestiones “sobre las que no vamos a aceptar ninguna consideración porque ellos están tan obligados a respetarlas como nosotros”. Poco importa que defina al PP como “un partido nacional y coherente con sus principios y su idea de España”. Pese a este ramillete de sentencias, y otras muchas más esparcidas a lo largo del discurso, Rajoy dice que él no es nacionalista. Realmente es ver la paja en el ojo ajeno y no ver la viga en el ojo propio. ¿Qué es este discurso, por otra parte el del PP de toda la vida, si no nacionalismo español? ¿Por qué Mariano Rajoy no se reconoce como tal? Al fin y al cabo, ¿qué tendría de extravagante que el que cree en la nación española como realidad “ni discutible ni interpretable” se proclame nacionalista español?

Esta confusión -deliberada o no- no es patrimonio exclusivo de Rajoy. Está muy extendida en todo el espectro ideológico español. Y se basa en el razonamiento siguiente: el nacionalismo es por definición excluyente; los nacionalismos periféricos son excluyentes porque definen unos paradigmas identitarios que convierten en figurantes o ciudadanos de segunda a los que no se identifican con ellos; la nación española no excluye a nadie, incluye a todos. Basta moverse dentro del propio discurso de Rajoy para comprender la falacia de este argumento. ¿No es excluyente un discurso que niega a los ciudadanos que ponen en cuestión la unidad nacional el derecho a discutirla?

Pero hay otro argumento falaz muy repetido para negar la existencia del nacionalismo español, que Rajoy también utiliza en su discurso: “No reconocemos los derechos colectivos sino los individuales”. Yo también creo que los derechos son individuales, pero, por lo general, se conquistan y se defienden colectivamente. Lo cual no es un detalle menor. ¿Reconoce Rajoy a los ciudadanos de Cataluña la posibilidad de que en el ejercicio del derecho a la libertad de expresión y de asociación política proclamen que Cataluña tiene carácter de nación, como hicieron en su Estatuto, o esto no vale porque es un derecho colectivo? ¿Proclamar que España no es ni discutible ni interpretable, e imponer a todos la obligación de aceptarlo así, es la afirmación de un derecho colectivo o la negación de derechos individuales?

No deja de ser un poco obsceno -o abusivo- que el único de los nacionalismos triunfantes de todos los hispánicos, es decir, el único que ha conseguido pasar de potencia a acto y tener un Estado, sea también el único que se niega a reconocerse en la condición de nacionalista. ¿Por qué se niega? Por varias razones: porque negarlo es una manera de eludir su carácter impositivo (cómo se puede pretender que se ha impuesto una cosa que no existe); porque el nacionalismo español lleva un lastre pesado de la época en que era componente esencial del sistema ideológico del franquismo; porque reservar la etiqueta de nacionalismo para los nacionalismos periféricos es una manera de marcarles, de situarles en un estadio ideológico arcaico alejado de la música liberal contemporánea; y porque atribuyendo, por definición, a los nacionalismos periféricos un carácter excluyente, niegan que el nacionalismo español también lo tenga porque no existe.

No se me ocurre que Sarkozy, como cualquiera de sus antecesores, tenga vergüenza de llamarse nacionalista francés o cualquier presidente de Estados Unidos, nacionalista americano. Es impensable lo contrario. Sin embargo, ¿por qué se avergüenzan los nacionalistas españoles? Porque en el fondo hay cierta conciencia del carácter precario -y complejo- de la nación española. Porque saben que es un sentimiento muy extendido pero no compartido por todos y mucho menos indiscutido. Y porque creen que así satanizan mejor a los nacionalismos periféricos.

El discurso de Rajoy ha coincidido con los éxitos de la nación española de fútbol. Los rituales de la tribu se han desplegado alcanzando momentos de insoportable ruido sideral. Como en todos los nacionalismos. Nada se parece más a la celebración de una victoria de la selección española que la celebración de una victoria del Barça. Si alguna diferencia hay es de idiosincrasia: los españoles son un poco más exhibicionistas y extrovertidos que los catalanes. Pero, a mí por lo menos, me parecen igual de fatuas, igual de horteras, igual de nacionalistas. Ni más ni menos.

La lengua y los mediocres

Por Francesc de Carreras en La Vanguardia de 26 de junio de 2008 (leído en Reggio)

Como suelo dar mis clases en catalán, lamentablemente no tengo alumnos de Erasmus, ese programa para estudiantes extranjeros que facilita el intercambio entre estudiantes de la UE. Sin embargo, en cierta ocasión, al finalizar la primera clase del curso vinieron a verme un grupo de estudiantes europeos. Me dijeron que la facultad les había asegurado que yo daba la clase en castellano y por ello se habían apuntado a mi grupo. Efectivamente, la profesora encargada de informarles cometió un error. Yo arreglé las cosas diciéndoles lo que me pareció más natural y sensato: “No se preocupen, a partir de ahora utilizaré el castellano, lo importante es comunicarse bien, no el instrumento que se usa para comunicarse”.

Al cabo de unos días, hablando con estudiantes holandeses y suecos les pregunté ingenuamente por algo que me suscitaba curiosidad: “¿Los alumnos Erasmus que van a sus países conocen el holandés y el sueco como para entender a los profesores en clase?”. Sonriendo, me respondieron que obviamente no, casi ningún erasmus tenía idea del holandés o sueco, pero más de la mitad de las clases se impartían en inglés dado que los profesores procedían de países muy diversos y el inglés se había convertido en la lengua vehicular común. Me sentí bastante ridículo y provinciano al escuchar esta respuesta. Debía dar por supuesto que las autoridades universitarias de estos países eran personas cultas e inteligentes, preocupadas por el conocimiento y no por el vehículo en el que se trasmite, interesadas en atraerse a los mejores profesores, aunque hubiera que ir a buscarlos más allá de las estrechas fronteras de sus países.

Pues bien, en Catalunya estamos en las antípodas de esta posición, nuestras autoridades políticas y universitarias tienen todavía la mentalidad de otros tiempos. Como ha informado este periódico, las universidades catalanas aprobaron en el seno del Consell Interuniversitari de Catalunya, la propuesta del Govern de la Generalitat según la cual a todos los nuevos profesores, o a los antiguos que pretendan ascender en su carrera académica, deberá exigírseles el nivel C de catalán. De este acuerdo se ha desmarcado mi universidad, la Autònoma: ¡felicidades, rector y equipo de gobierno!

Recordemos que el nivel C de catalán implica un conocimiento perfecto de la lengua, de su ortografía y sintaxis. Tras él, solo queda el nivel D, que muy pocos poseen, exigible tan sólo a especialistas para que realicen funciones lingüísticas muy específicas, trabajos de traducción o corrección gramatical. ¿Tienen tanto atractivo nuestras universidades como para que profesores del resto de España o de países extranjeros hagan el esfuerzo de obtener el nivel C? Evidentemente, esto disuadirá a muchos universitarios de venir a Catalunya. Ya sucede ahora, desde hace años, y no sólo en la universidad, sino también en otras profesiones: médicos, notarios, jueces, fiscales, altos ejecutivos. Nunca en Catalunya había habido carencias en estas profesiones, por el contrario las plazas estaban siempre muy buscadas. Sólo ahora, las fronteras lingüísticas nos aíslan y empobrecen.

Pero cuidado: la culpa no es del catalán, la culpa es de la política lingüística, de los excesos que el fanatismo comete en nombre del catalán.

La sociedad catalana, en su inmensa mayoría, es bilingüe y tolerante. Asimismo, excepto algún intransigente, los que aquí se desplazan para vivir y trabajar se esfuerzan en comprender -hablarlo, a cierta edad, ya es otra cosa- rápidamente el catalán, sobre todo si son personas con una mínima base cultural. En definitiva, en la sociedad no hay problemas. El problema está en una política lingüística mal enfocada y, como es el caso de la universidad, en ciertos intereses inconfesables. Lo ha dicho con exactitud el profesor Joaquim Molins, en referencia al caso que nos ocupa: “Lo que quiere la gente mediocre de las universidades catalanas es restringir la competencia. Poner tantos obstáculos como sea posible para evitar que gente del resto de España o extranjeros les quiten sus plazas. Esto es lo que subyace en esta decisión. Y si hay un lugar donde la movilidad es fundamental es en la universidad”.

El catalán, como dijo hace años un poeta conservador, es un vaso de agua clara, es decir, debe mantenerse vivo, con las ayudas e incentivos necesarios, pero con naturalidad, coexistiendo en paz con el castellano, como siempre había sido en Catalunya. La lengua debe ser un elemento de comunicación, no un elemento de identidad excluyente que nos enfrente unos a otros. El filósofo Fernando Savater ha encabezado un manifiesto -al que en pocas horas nos hemos adherido más de 40.000 ciudadanos- lleno de sentido común, espíritu de tolerancia y sensatez. Mientras, la Generalitat hace cosas insensatas: se pelea con Madrid por una miserable tercera hora de castellano a la semana en las escuelas, exige el nivel C a los profesores de universidad y, ya en el colmo del surrealismo, no renueva la licencia a una radio cultural extremeña ¡por no emitir emisiones en catalán!

La Catalunya tolerante y cívica debe reaccionar, en lugar de callarse, mientras los fanáticos y los mediocres nos van hundiendo en una visible decadencia.

Europa

Por Enric González en El País de 19 de junio de 2008

No aspiro a ser justo, ni siquiera digno. Soy europeo y sólo aspiro a seguir siéndolo. Aspiro a una vida sin sobresaltos. Aspiro a la sanidad gratuita, al subsidio de desempleo, a que mis hijos gocen de la mejor educación posible a un precio simbólico, a una pensión generosa cuando me retire. Aspiro a la máxima seguridad y a unas calles limpias. Aspiro a que el paisaje rural sea hermoso y apacible, y a unos alimentos accesibles y de la máxima calidad. Aspiro a preservar la naturaleza que me rodea.

Ya, ya sé que la política agraria europea, con sus casi 50.000 millones en subsidios anuales, crea un paraíso artificial y frena las importaciones africanas. También sé que aplicamos aranceles sobre los productos más competitivos de los países en desarrollo. Y sé, por supuesto, que de vez en cuando inundamos el mercado mundial con nuestros excedentes alimentarios, y acabamos de arruinar a los países pobres. Pero eso es indispensable para que Europa siga siendo la dulce Europa, con su campiña, su paz social y sus segundas residencias. Los inmigrantes seguirán llegando, no crean que lo ignoro. Necesitamos bastantes para hacer ciertos trabajos y para aplicar sin grandes conflictos la jornada semanal de 60 horas. Nuestro objetivo ahora, como europeos, consiste en ponerles las cosas difíciles a los clandestinos, o sea, a esos que de momento no necesitamos. Que sepan que Europa, la cumbre de la civilización, sabe ser dura cuando conviene. Que sufran el desprecio, el encierro y la deportación. Que se vayan a otra parte. Resulta desagradable, por supuesto. Pero es indispensable para que Europa siga siendo la dulce Europa, la Europa que amamos.

Me gustó que el Telediario de La Primera, ayer, no concediera rango de portada a la ley contra la inmigración clandestina, aprobada por el Parlamento Europeo. Tenemos la Eurocopa. ¿Para qué crisparnos? No aspiro a ser justo, ni siquiera digno, ya lo he dicho. Soy europeo.