martes, 30 de septiembre de 2008

Almudena Carracedo: "El Emmy es un peligro, parece un arma terrorista"

Por Barbara Celis en El País de 30 de septiembre de 2008

Casi todos los premios Emmy se los llevan series catódicas producidas con muchos millones de dólares. Pero una cineasta española, Almudena Carracedo, acaba de hacer historia al conseguir el oscar de la televisión por Made in LA, un documental que arrancó hace seis años con mucho idealismo y ningún presupuesto, combativo, cargado de humanidad y que describe el desarrollo personal y la lucha profesional de un grupo de inmigrantes latinas por hacer valer sus derechos frente a la brutal industria textil de Los Ángeles. A sus tres protagonistas les dedicó Almudena un premio que dos días después aún escondía en su caja. "El Emmy es peligroso. La estatuilla pesa un montón y tiene unas alas que pinchan. Me da miedo que en el avión de camino a Los Ángeles piensen que es un arma terrorista".

Carracedo, de 36 años, de hablar atropellado pero ideas precisas, piercing en la nariz y más aire de irlandesa que de española, bromea frente a un té verde a la hora de la merienda en un pequeño restaurante del Lower East Side neoyorquino. Ese barrio pronto podría convertirse en el suyo si consigue dar el salto desde la Costa Oeste, donde ha residido desde hace siete años. "Ser inmigrante es muy extraño porque llega un momento en que no sabes de dónde eres y no te sientes de ningún sitio. Quiero mudarme a Nueva York, está más cerca de España que Los Ángeles". Remueve el té. Le da un sorbo. Sonríe.

Aterrizó en esa ciudad huyendo de Gran Hermano, donde trabajó como realizadora en la primera temporada. "Fue una experiencia interesantísima porque era un fenómeno completamente nuevo y tratábamos de entender su impacto y consecuencias". Involucrada desde muy joven en el ámbito del activismo social, dejó un buen sueldo y ese trabajo "que no me llenaba" para viajar a Los Ángeles con la intención de hacer una tesis doctoral sobre documentales fronterizos. Nunca llegó a terminarla pero se convirtió en profesional del género. Primero hizo un corto sobre Tijuana y después, tras leer sobre la situación de explotación de las latinas en la industria textil de Los Ángeles, se lanzó a grabarlas cámara en mano, bolsillos vacíos. "Tu papel de inmigrante te ayuda a buscar cosas que quizás no te hubieras planteado en tu país. Le debo mucho a mi experiencia en EE UU".

Sus condiciones como inmigrante eran muy diferentes a las de Lupe, Maura y María, las tres protagonistas de Made in LA. "Pero esa sensación de indefensión, de que llegas a una sociedad diferente y en la que tienes que aprender casi todo, es igual para todos los extranjeros. Por eso fue fácil conectar con ellas. Además, yo hablaba español y encima era mujer. Eso permitió crear una relación de intimidad fundamental". Por el camino conoció a Robert Bahar, su marido, productor y aliado en la búsqueda de financiación para un proyecto que además del Emmy lleva un año recogiendo premios por el mundo y difundiendo a través de universidades y colectivos sociales un mensaje: los inmigrantes también tienen derechos y deben reclamarlos. En Made in LA las protagonistas desafían a la empresa Forever 21 en los tribunales y ganan la partida. Con la sonrisa que llena su rostro desde que consiguió el Emmy, se plantea otro desafío: conseguir distribución en España. Dice que "la fama es temporal y geográfica", pero quizás ahora juegue a su favor.

sábado, 27 de septiembre de 2008

Tan guapo, tan listo, tan cine... el mejor

Por Carlos Boyero en El País de 13 de junio de 2008

Leo en este periódico que el irremplazable Apolo está seriamente enfermo. Lo ha contado su amigo y su socio. Lo desmiente el agente de una de las mayores empresas publicitarias del progresismo, de la belleza combinada con la inteligencia, de un tipo llamado Paul Newman. Y pienso que cada uno hace su trabajo, pero lamento que tu colega íntimo vaya de chota con los cuervos si tú no le has dado permiso para constatar la presencia del monstruo. Son cosas privadas. Tu enfermedad, tu decrepitud, tu adiós.

Me enseñan fotografías publicadas en The Independent en las que percibes el ensañamiento del ogro con el rostro del hombre más bello (me he vuelto cursi, pero no encuentro definición más precisa) que ha existido, de alguien que representó durante infinitos años el esplendor en la hierba, de unos ojos espectacularmente azules que estaban coordinados con la inteligencia, del hombre más guapo, más sexy, más complejo, más inteligente, más fiable, que ha llenado la apetencia y los sueños del personal femenino desde que la cámara se enamoró de su jeta, de sus armónicos movimientos, de una gestualidad hipnótica, de un fondo de credibilidad, de una forma de ser y de estar. Era escandalosamente guapo sin ser ofensivo para los tíos. Era listo, era ágil mentalmente, podía encarnar nuestras incertidumbres y nuestros miedos, podía encarnar la derrota existencial a pesar de ser apolíneo, era alguien cercano a pesar de su condición divina.

No habiendo disfrutado por desarreglos genéticos y vocacionales de la condición homosexual o bisexual, tan de moda ellas, confieso sentir el placer de la hermosura cuando veo y escucho en una pantalla a Cary Grant, a Brando, a Bogart, a Mitchum, a Nolte, a Connery. Y haciendo esfuerzos épicos incluso encuentro en el cine moderno a un chulazo sensible como Matt Dillon recogiendo esa herencia de machos. Pero, ante todos, flipo con la hermosura del Newman joven, admiro cómo consolida su talento cuando el físico amenaza con el deterioro, y cuando se hace definitivamente viejo posee el respeto, la admiración y el amor de las leyendas perdurables, del incontestable veredicto del jamás existió un actor tan guapo, tan magnético, tan deseable.

Siempre desconfié del Newman joven. Demasiado narcisismo, demasiada interiorización, demasiado tributo a ese invento fatuo, prestigioso y sobrevalorado (quería decir asqueroso, pero el maximalismo sin causa ya no queda bien a mis años) que se inventó el intocable Stanislasvki, esa cuna de impostores que podían disimular con adornos la falta de auténtico talento, de simulacros obsesionados con la expresión corporal, de tanto sentimiento vistoso y hueco.

Pero un tal Robert Rossen, un chivato de la caza de brujas, alguien simplemente eficiente que a raíz de su sentido de culpa, del pecado y la necesidad de explicarlo se inventa dos películas tan atormentadas como geniales llamadas El buscavidas y Lilith le ofrece que interprete a Eddie Felson, ese virtuoso del billar que no sabe beber, ese genio arrogante que tendrá que sufrir el templado e implacable machaqueo del Gordo de Minnesota, el suicidio de esa borracha coja que intenta convencerle de que un artista jamás es un perdedor, la necesidad de la redención para sobrevivir en el infierno. Y a partir de ese momento sublime, entre humo, resaca, tormento, peligro, desolación, Newman encarna la épica más dolorosa, la resistencia moral frente al capitalismo inteligente y depredador. Le recordaría durante toda mi vida aunque solo hubiera interpretado a esa piltrafa que aprende dignidad y desafía a su amo con un sobrecogedor: "Dime Bert: ¿Cómo puedo perder? Ya sé lo que es tener carácter".

Nadie ha envejecido mejor que Newman. A partir de los 40 años todo en él es veracidad, ritmo, matices, gracia, aroma, seducción, profundidad. Se despidió del cine con una interpretación memorable en Camino de Perdición, la de ese patriarca irlandés que tiene que salvar a Caín aunque ame a Abel. Qué grande es usted, señor Newman. La demostración de ese milagro de que el más guapo también puede ser el más listo.

miércoles, 17 de septiembre de 2008

Diminuendo

Por Fernando Savater en El País de 16 de septiembre de 2008

Siempre he considerado una mala jugada de las musas el estar tan pésimamente dotado para el género aforístico. ¡Me gusta tanto leer breverías y otras microcosas! Pero para escribirlas hace falta algo más que ingenio y fervor por la concisión, un no se qué contrario a desparramar, unido a saber empaquetar con elegancia la lucidez. También contentarse con una perspectiva verídica, renunciando a la opuesta que quizá no le es menos: de éso nunca he sido capaz. Me consuelo pensando que un talento en teoría tan propicio al género como Voltaire tampoco lo practicó, pese a que su obra inmensa está llena de aforismos digamos involuntarios (hace años me deleité en fabricar con ellos una antología). Pero antes y después de él, así como en su época ilustrada, tuvo compatriotas que destacaron en el cincelado de incomparables miniaturas: Pascal, La Rochefoucauld, La Bruyère, Chamfort, Vauvenargues, Joubert. Todos están hoy al alcance del lector español en un solo volumen (que merece vaciar media estantería para hacerle sitio) preparado con mimo y saber por José Antonio Millán Alba para la Biblioteca de Literatura Universal, por encargo del inolvidable Claudio Guillén. No imagino compañía mejor para todas las estaciones y todas las edades.

Regresando de los clásicos, el género breve también tiene ahora excelentes cultivadores en lengua castellana, a quienes los aficionados valoramos quizá más que a los autores de obras copiosas. Desde hace más de una década disfruto particularmente con las sucesivas entregas de Ramón Eder, la última de las cuales se llama Ironías (Eclipsados). En ocasiones logra auténticos micropoemas inspirados: "Muchas veces he intentado echar raíces, pero siempre me lo han impedido las alas". Sin duda, otro de los mejores es Andrés Neuman, nacido en Buenos Aires y afincado en Granada, que con cierta frecuencia publica sus aforismos en el suplemento cultural de ABC y que hace tres años reunió unos cuantos en El equilibrista (Acantilado). Suele ser tan certero en sus consejos ("No confundir la moral con quienes la defienden") como en sus definiciones: "Religión: asombro mal encauzado". También en Granada radica la editorial Cuadernos del Vigía, que ha lanzado una colección dedicada al aforismo que se inicia muy satisfactoriamente con Electrones, de Carlos Marzal. El libro se abre con una constatación inmejorable: "A nadie le resultan demasiado graves sus defectos, en especial el de no considerar sus defectos demasiado graves".

A veces el género mínimo se pone al servicio de alguna causa intelectual específica: por ejemplo los "afuerismos" -así los llama él- que Ángel de Frutos Salvador reúne en Puentes en el desierto (Junta de Castilla y León), dispositivos ingeniosos para ilustrar sapiencia psicoanalítica y, sobre todo, lacaniana. El notorio gusto por el calembour de Frère Jacques encuentra aquí numerosas réplicas afortunadas ("Lo que falta. Lo fatal") aunque cuanto más cautivado esté el lector por la doctrina freudiana más disfrutará de ellas. Por supuesto, uno de los santos patronos en nuestra lengua de la brevería es el Juan de Mairena de Antonio Machado. Y se le siguen tributando homenajes cuya excelencia les salva a veces de caer en el simple pastiche, como es el caso de La razón y otras dudas (Pretextos) del jerezano José Mateos. Los dos maestros de docencia improbable que se inventa en la traza de Mairena, don Juan Espectro y don Eugenio Liendres, cubren las suplencias del maestro con sabrosa donosura y personalidad propia, aportando algo menos de racionalismo y algo más de melancolía. De vez en cuando desafían al espíritu de los tiempos, como cuando don Juan Espectro define lo políticamente correcto que es "la mojigatería del demócrata y consiste en estirar lo sensato hasta la estupidez".

¿Lo mejor del aforismo? Que a diferencia de la novela, el ensayo, el drama en tres actos y hasta la poesía, no admite ni la dilación ni el relleno, las dos trabajosas muletas del oficio literario.

viernes, 5 de septiembre de 2008

Balance

Por Fernando Savater en El País de 5 de septiembre de 2008

Recuerdan la anécdota del orador que se levanta para pronunciar su alocución tras el banquete y pregunta a un comensal remoto: "Usted, allí al fondo, ¿me escucha bien?". Y el otro responde: "Perfectamente, pero voy a cambiarme con aquel señor, porque parece que allí ya no se oye". También yo he estado esperando hasta que han respondido al Manifiesto por la Lengua Común incluso los que se sentaban voluntariamente allí donde es imposible escuchar lo que dice. Pensando a veces, con cierto desaliento, que es una seria objeción contra la existencia de la lengua común el que muchos que parecen comprenderla malinterpreten tan patentemente un texto sencillo como ése. Pero en todo caso me parece una obligación de cortesía intentar finalmente hacer balance y responder a quienes se han molestado en hacer objeciones inteligibles a esa propuesta. Desde luego, sólo voy a tomar en cuenta las de cierto calado, que no han sido las más numerosas. En cuanto a las demás... bueno, a pesar de la artritis estoy dispuesto a agacharme ocasionalmente un poco para quedar a la altura de ciertos argumentos y seguir la discusión, pero no pienso ponerme a cuatro patas, como se requeriría para responder a otros. Asumo mis limitaciones por arriba... y por abajo.

Tampoco me detendré en algunos reproches que considero desenfocados. Por ejemplo, los de quienes han insistido en recordar que la lengua castellana -pujante y cada vez más extendida por el planeta- no necesita defensa ninguna. El Manifiesto confirma ese punto desde su primer párrafo y evidentemente trata de otra cosa, por lo que sólo puedo rogar a los obstinados que se molesten en leer al menos sus cinco primeras líneas. Por cierto, es curioso que en el pasado mes de julio -cuando día sí y día no se nos recordaba en todos los medios de comunicación la invulnerabilidad del castellano- la Junta de Castilla-La Mancha y la Fundación Santillana otorgasen un merecido premio a Carlos Fuentes y a Lula de Silva, "por su defensa del idioma español", según dijo la prensa. Esperé sobrecogido una lluvia de protestas o la universal rechifla ante tarea tan superflua, pero nadie dijo ni pío: por lo visto, entonces no tocaba. Otros han expresado su recelo ante el apoyo que mostraron al manifiesto ciertos medios de comunicación y personas conocidas que no les parecen con suficiente garantía de salubridad progresista: por lo visto, para ellos todo lo que no se promueve desde la izquierda oficial está políticamente "manipulado", pecado grande. Reconozco ser poco sensible ante esta grave imputación. Es la costumbre: si los movimientos cívicos más activos del País Vasco, en los que he militado, hubiésemos esperado el apoyo o tan siquiera el permiso de los medios de comunicación y los intelectuales llamados "progresistas" para ponernos en marcha, todavía estaríamos en vísperas de salir por primera vez a la calle... Aún peor: si hubiéramos escuchado luego a bastantes de ellos, aún estaríamos dándonos golpes de pecho por haber salido. De modo que miren: no.

Pero pasemos a las objeciones que merecen mayor atención. Una de las más frecuentes asegura que en cualquiera de las autonomías bilingües sigue siendo el castellano la lengua mayoritariamente utilizada por los hablantes. Personalmente no lo dudo, pero... ¿es esto un pecado? ¿Es una injusticia que debe ser corregida o una enfermedad que ha de ser curada? Por razones históricas y culturales, el castellano no sólo es la lengua común de España, así establecida constitucionalmente, sino también uno de los idiomas internacionales de mayor peso presente y futuro. Ofrece ventajas evidentes respecto a otras a los empresarios y comerciantes, a los viajeros y a quienes buscan bibliografía. Los medios de comunicación de masas suelen preferirla por razones de eficacia económica: hay inmersión lingüística en la escuela, pero no en la prensa, y La Vanguardia sigue publicándose en castellano. Se trata de una primacía práctica perfectamente razonable, no de un monopolio dictatorial: las otras lenguas oficiales siguen teniendo su debido reconocimiento y su viabilidad a todos los niveles en las áreas regionales que les corresponden. Lo que resultaría un poco raro es llamar "normalización" al empeño de corregir por las bravas, a base de prohibiciones e imposiciones, esta preferencia de tantos hablantes, bilingües o no... como si se tratase de un atropello. Puede que no haya un precepto constitucional que establezca que cada cual pueda ser educado en la lengua que prefiera -es lo que el Manifiesto propone corregir-, pero aún menos en ninguna parte de la Constitución se dice que en las comunidades bilingües la lengua co-oficial deba alcanzar forzosamente un uso igual o mayor que el castellano.

Otros de nuestros críticos (por ejemplo, el propio ex presidente Pujol, en una entrevista reciente) nos recuerdan que los niños en Cataluña conocen perfectamente el castellano, aunque estudien en catalán. Incluso podríamos añadir que en los exámenes para determinar los resultados del informe PISA, los estudiantes vascos -aunque estudien en euskera- hacen las pruebas en castellano para mejorar sus resultados. Pero nada de esto tiene que ver con el fondo del asunto. No se trata de que los niños (o los ciudadanos adultos, tanto da) sepan o no castellano: lo aprenderán sin duda de un modo u otro, como terminarán adquiriendo nociones de inglés a través de las letras de sus grupos preferidos de rock, porque se trata de idiomas de comunicación internacional cuya pujanza no podrá ser cortocircuitada por ninguna burocracia etnicista local. Pero no es lo mismo conocer una lengua de modo más o menos sobrevenido que estudiar en ella y aprovechar todos sus recursos expresivos o bibliográficos, así como utilizarla habitualmente para recibir información de las autoridades o comunicarse institucionalmente. Y lo más importante, está en juego el derecho a poder utilizar siempre que uno lo desee la lengua oficial del país del que somos ciudadanos, aun allí dónde coexiste con otras regionales. Invocar este derecho no es una reminiscencia franquista, salvo para quienes han olvidado lo que estipulaba la Constitución republicana de 1931 en su artículo 4 (bastante más perentoria y nítida al respecto que la actual). Por cierto, cuando uno ve los obtusos y sectarios que son respecto al presente ciertos adalides de la memoria histórica, entran dudas respecto a la exactitud de la visión del pasado que tratan de oficializar.

¡Ah, pero hablar de derechos lingüísticos es embrollar las cosas, según dicen algunos sabios del establishment! ¡La "demagogia de los derechos" no soluciona nada! Es mejor resolver esos temas por medio de acuerdos consuetudinarios y confiar en el sentido común. Dejemos a un lado los derechos y volvamos a los apaños: insólito consejo, por cierto, para venir de profesionales de la filosofía política... Sin embargo, perdón por la insistencia: ¿hay algún otro país en la CE -dejemos a un lado la nada envidiable Bélgica- en que los ciudadanos se vean impedidos para usar normal y culturalmente la lengua mayoritaria en determinadas regiones de su territorio? ¿no es lógico que entonces invoquen su derecho a algo tan elemental, sean cuales fueren las "costumbres" que otros tratan de imponerles?

Con todo, hay algo de verdad en la teoría de los "apaños": es cierto que en las comunidades bilingües los ciudadanos conviven y se entienden con pocos roces en las lenguas co-oficiales. Los problemas vienen cuando allí se legisla de tal modo que esa armonía se rompa para obstaculizar institucionalmente el derecho a usar una de ellas. Porque el busilis de la cuestión no es el bilingüismo, desde luego, sino el biestatismo que los nacionalistas pretenden imponer en sus autonomías. Es decir, que haya dos Estados superpuestos, el local que ellos controlan más y más, junto al general que soportan y al que sólo acuden cuando esperan beneficios. En tal empeño biestatal, la marginación de todo elemento común con el resto del país -empezando por la lengua- es una herramienta esencial. Como esencial resulta para quienes pensamos de otro modo oponernos a tal tendencia y denunciarla. Se trata, en efecto, de una cuestión política, como con rara clarividencia han señalado algunos de nuestros críticos...

martes, 2 de septiembre de 2008

Una presencia peligrosa

Por Antonio Muñoz Molina en El País de 30 de agosto de 2004



En el cine, la interpretación de un actor es en gran medida su presencia. Una película es una proyección espectral de luces y sombras sobre un lienzo blanco, o detrás de una superficie lisa o curvada de cristal, apenas un espejismo fundado en el engaño óptico de unas fotografías que se suceden a la velocidad precisa para sugerir el movimiento. Pero el cine, tan intangible, tan mentiroso, tan hecho de la sustancia impalpable de la luz, contiene una sugestión de presencia más poderosa que el peso mineral de la escultura. Lo que nos sobrecoge cuando vemos caminar solo y erguido a Gary Cooper en un mediodía abrasado de sol es la pura presencia de un hombre cuyos pasos casi nos parece que resuenan en el mismo suelo que pisamos nosotros. El pánico de los primeros espectadores del invento de barraca de feria de los hermanos Lumiére, aterrados por la locomotora que parecía abalanzarse hacia ellos, esconde el mismo hechizo que sigue actuando sobre cualquiera de nosotros más de cien años después en cuanto nos quedamos atrapados por las imágenes de una pantalla: muy por debajo de nuestra sofisticación actúa un infalible mecanismo primitivo, el mismo que une al niño que escucha un cuento en la penumbra de su dormitorio con el lector adiestrado en las dificultades narrativas de James Joyce o de Marcel Proust.

James Gandolfini, que lleva años encarnando a Tony Soprano, el gánster de la televisión más memorable que casi todos los mafiosos del cine, tiene muchos talentos sutiles, pero todos ellos se suman en un poderío de presencia que es intensamente físico y también contenidamente emocional. Se levanta airado de un sillón y parece que viene hacia nosotros. Emerge de su dormitorio en camiseta, en calzoncillos, descalzo, envuelto en un flojo albornoz, y su irrupción es una inmediata amenaza, una ocupación inapelable del espacio disponible, del aire que se puede respirar. Quieto, mirando de soslayo, el labio inferior ligeramente caído, emite una tensión magnética, una cruenta posibilidad de violencia que estallará ante la provocación más trivial. Basta verlo comer para que dé miedo: el torso muy adelantado, la cabeza inclinada entre los hombros, en una actitud de embestida, los gruesos codos bien hincados sobre la mesa. La mano sujeta el tenedor como si fuera una navaja automática, el tenedor atraviesa el plato de comida con un impulso de agresión, las grandes mandíbulas mastican ejercitando la urgencia depredadora de la especie. James Gandolfini, Tony Soprano, es una presencia que gravita densamente en el mundo, un organismo entregado a la satisfacción de las necesidades físicas más antiguas y de las apetencias golosas del consumo más al día, el que requiere televisores enormes sobre capiteles de falso mármol, vehículos todoterreno con cristales ahumados y envergadura de carros de combate, casas enormes y vulgares con piscina en urbanizaciones para magnates de la recogida de basuras y constructores enriquecidos por la especulación inmobiliaria.

Pero James Gandolfini no es Tony Soprano, aunque lo encarne con tanta perfección que nos induce siempre a la creencia de que estamos viendo a una persona real, no a un fatigoso arquetipo del cine, uno de los más reiterados, tan familiar que ya sólo parecía posible su parodia, el capo de una familia mafiosa. Cuando uno lo escucha en una entrevista lo primero que sorprende es que su cara, tan reconocible, tiene una expresión distinta, igual que su voz se parece muy poco a la de su personaje. Incluso ha confesado los escrúpulos que le provoca interpretar continuamente a un individuo tan violento y tan desalmado como Tony Soprano. "No me parezco nada a él", dice, con la parte de asombro y también de cansancio que ha de sentir el que se ve confundido con la figura que representa: "Soy más bien como un Woody Allen que pesara ciento treinta kilos". Como Tony Soprano, nació en el Estado de New Jersey, en cuyo tejido caótico se mezclan los ríos y los bosques inmensos con los laberintos de túneles, carreteras y puentes de autopistas y las extensiones desoladas de ruinas industriales, los suburbios de mansiones blancas y campos de golf y los barrios populares gangrenados por la delincuencia y la pobreza. A diferencia de su personaje, Gandolfini terminó los estudios graduándose en la universidad del Estado, cuyo antiguo alumno más célebre, aparte de él, fue el cantante negro Paul Robeson, militante de izquierdas y activista de los derechos civiles, que cantó muchas veces con majestad abrumadora el Old man river de Jerome Kern.

Quizás porque empezó a actuar a una edad relativamente tardía, James Gandolfini no es muy proclive a esa clase de declaraciones vagas, profundas y algo místicas que suelen repetir los actores cuando les preguntan sobre los papeles que interpretan. "Actuar es un trabajo, nada más. A un camionero nadie le pregunta nada sobre el trabajo que hace". Un hombre cultivado que se ha hecho rico interpretando a un peligroso patán, un pacifista que lleva años fingiendo la violencia súbita y homicida de un mafioso tiránico, un actor que vive en el Village de Nueva York mientras su personaje no sale nunca del provincianismo suburbano de New Jersey, Gandolfini ha creado una figura carnal y verdadera y a la vez muy irónica, una rotunda presencia que tiene casi siempre en la expresión de la mirada y en las esquinas de la boca un matiz de incertidumbre y también de desamparo y casi de trastorno mental.

Para interpretar a Tony Soprano dice que tuvo presentes como modelos a Robert Mitchum y a Cary Grant: dos de las presencias mayores del cine, ajenas entre sí, en apariencia, incluso antitéticas, pero de algún modo también complementarias. Mitchum lento, letárgico en los gestos de la cara y en la mirada, en el deje arrastrado de la voz; Grant rápido, liviano, cortante, como una canción de Cole Porter; pero también, cuando era necesario -en Sospecha, en Encadenados- la zalamería cortesana y la mundanidad de Cary Grant revelaban de pronto una hondura de desesperación, una cualidad secreta de cinismo y de malevolencia. La gravitación corporal de Mitchum, la comedia afilada y tramposa de Cary Grant se conjugan en el grandullón Tony Soprano, tosco pero también veloz cuando hace falta, tan escaso de compasión hacia sus víctimas como un asesino a sueldo y a la vez tan incapaz de imponer autoridad a sus hijos adolescentes como cualquier padre desconcertado y confusamente culpable.

En El hombre que no estaba allí, la presencia de James Gandolfini daba veracidad a uno de los pocos personajes de los hermanos Cohen que no parecen maniquíes para trajes de época o siluetas recortadas de cómic. En vísperas de la sexta temporada de serie -que dicen de nuevo que es la última- probablemente tendrá miedo de no poder desprenderse nunca de Tony Soprano, igual que Arthur Conan Doyle no pudo escapar de la sombra rentable y detestada de Sherlock Holmes. En cualquier caso, su presencia en la galería de los capos legendarios del cine ya es tan segura como la de Marlon Brando, Al Pacino o Robert de Niro. Sólo que ahora, acostumbrados a la vulgaridad premeditada, amenazadora y sarcástica de James Gandolfini, en esos tres actores a los que hemos admirado tanto descubrimos las costuras y las trampas de una artificiosidad que se nos vuelve incómoda. Se sabe que los mafiosos de la realidad han imitado siempre a los de las películas, y que ninguno de ellos tuvo nunca la solemnidad de patriarca de don Vito Corleone. El monarca indiscutible del cine de la Mafia es Tony Soprano: quizás a James Gandolfini le producirá inquietud saberse imitado en sus modales y en su acento por algún capo de New Jersey.