jueves, 12 de febrero de 2009

Ex presidentes americanos piden que se despenalice la marihuana

Por Juan Arias (Río de Janeiro) en El País (Sociedad) de 12 de febrero de 2009

Los ex presidentes de Brasil Fernando Henrique Cardoso; México, Ernesto Zedillo; y Colombia, César Gaviria, pidieron ayer en Río de Janeiro la despenalización de la marihuana para uso personal, al mismo tiempo que han abogado por un "cambio de estrategia", en la lucha contra las drogas.

La intervención de los tres ex presidentes tuvo lugar durante la reunión, en calidad de líderes, de la tercera y última sesión de la Comisión Latinoamericana sobre Drogas y Democracia, integrada por personalidades de 17 países y creada por los tres ex presidentes. Todos ellos insistieron en la necesidad de acabar con los prejuicios y los miedos que siempre rodean el problema del combate a las drogas sin llegar nunca a tomas de posición concretas y eficaces. El documento final, firmado por todos los participantes, pide que se rompa el silencio sobre las drogas, que se acabe con el tabú y que se abra un debate en todo el mundo. "La violencia y el crimen organizado asociado al tráfico de drogas constituye uno de los problemas más graves de América Latina" y "frente a una situación que se deteriora cada día con altísimos costos humanos y sociales, es imperativo rectificar las estrategias de la guerra a las drogas, aplicadas en la región durante los últimos 30 años", afirma el texto. Convencidos de que la despenalización del uso personal de la marihuana sólo podrá ser realizado con eficacia a nivel mundial, los ex presidentes Cardoso, Gaviria y Zedillo se van a dirigir no sólo a los responsables de sus respectivos países, sino también a todos los gobiernos de América Latina, así como a los EE UU y a la Unión Europea.

[Edito: La declaración puede obtenerse aquí]

El primer ciudadano

Por José María Ruiz Soroa en El Correo de 24 de enero de 2009

El discurso de Obama en el Capitolio [Edito: aquí en versión interactiva del New York Times], un discurso que es más para ser leído que escuchado, trae al recuerdo uno de los más famosos discursos de la historia, la llamada 'oración fúnebre' de Pericles, pronunciada en Atenas en el año 431 a.C. Aunque quizás no sea conocido por el gran público, es objeto de estudio apasionado en las facultades de ciencias políticas. Baste señalar que nuestra tristemente no nacida Constitución europea comenzaba citando como pórtico un fragmento de esa oración.

Pericles era el jefe ateniense en la recién comenzada guerra entre Atenas y Esparta (aunque su cargo fuera sólo el de 'estrategos'), una guerra en la que poco después moriría. Aquel primer invierno de la guerra se celebraba un epitafio por los ciudadanos caídos en combate. Los ánimos estaban bajos en la polis, pues la táctica militar de Atenas era encerrarse en sus murallas y dejar a los espartanos devastar sus campos, aguantando y confiando a la larga en su poder marítimo. Pericles pronunció un discurso que su contemporáneo Tucídides (el primer historiador en nuestra cultura occidental) anotó con esmero para la posteridad, pues le admiraba profundamente a pesar de que no fiaba demasiado en la democracia ateniense.

Pericles y Obama son políticos que perciben que su gente está decaída, que corren tiempos de crisis, que hablan «entre nubes y tormentas». Y pronuncian un discurso para elevar la moral común, para incentivar a su pueblo. Esta es la primera coincidencia. La segunda, más significativa, es que ambos recurren a los mismos registros oratorios para conseguir el efecto que buscan, que utilizan similares argumentos y recursos para reilusionar a los ciudadanos.

En primer lugar, desde luego, no engañan al público acerca de las dificultades del momento: son sinceros y descarnadamente claros: estamos en una crisis profunda dice Obama, la guerra será larga y dura, dice Pericles. Pero lo declaran sin rubor: la superaremos y saldremos fortalecidos. ¿Cómo? En primer lugar, con autoestima colectiva como país: «No imitamos a nadie, sino que somos la escuela de la Hélade», proclama orgulloso Pericles. «No pediremos perdón por nuestra forma de vida, seguimos siendo el país más próspero y poderoso de la Tierra», ha dicho Obama. Pero esa autoestima no se funda sólo, ni principalmente, en el poderío material alcanzado por Atenas o Estados Unidos, sino en la convicción de que los valores que sustentan su convivencia son los mejores: «El poderío de la ciudad lo hemos logrado con esta forma de ser».

Cuando Pericles va describiendo esa forma de ser peculiar de los atenienses que les convierte en una sociedad preferible a cualquier otra su discurso se convierte en una hábil enumeración de antinomias que consigue concordar. En efecto, va citando los valores contrarios que en toda sociedad coexisten, pero los va concordando en una síntesis armoniosa: riqueza/pobreza, público/privado, reflexión/valor. Exactamente el mismo recurso que utilizó Obama, que huyó cuidadosamente de focalizar su proclama en cualquiera de los lados de los problemas: mercado/Estado, fuerza/negociar, individualismo/solidaridad, convencer/luchar, justicia/seguridad. Es un recurso que está al alcance de muy pocos, pues es muy difícil hacer creíble esa asunción de los cuernos de un dilema y su superación por el único arte de la ilusión y el entusiasmo. Pero puede hacerlo quien tiene claro cuál es el valor final potente que la sociedad debe perseguir: «La felicidad se basa en la libertad y la libertad en el atrevimiento», según el ático. «La promesa hecha por Dios es que todos somos iguales, todos somos libres y todos merecemos una oportunidad de buscar la felicidad posible», dice el estadounidense.

Pericles destacaba de los atenienses una diferencia de carácter: que eran inquietos, que eran unos aficionados a quienes el interés por crecer no les permitía estarse quietos sino que les exigía cambiar el mundo en su derredor. Obama lo llama «curiosidad» en el caso americano, pero también lo destaca. Es la disposición anímica de quienes creen que, a pesar de los males y desilusiones que muestra la experiencia humana, hay espacio todavía para entusiasmarse. Lo contrario tanto del tradicionalismo como del escepticismo. Es una postura deliberadamente ingenua, que resulta presa fácil para la crítica posmoderna que disfruta desmontando y deconstruyendo el relato de progreso humano sobre el que se funda. Tiene una textura que linda con el buenismo bobalicón y que se arriesga a ser silbada por el público como impostación ridícula del orador. Por eso muy pocos, y en muy pocos momentos, son capaces de hacerla creíble. Pericles lo hizo hace veinticuatro siglos, Obama lo ha hecho hoy.

El discurso de hace unos días repite unas cincuenta veces las palabras 'nosotros' o 'nuestro', el plural colectivo. La oración fúnebre más aún. Pero no es grupalismo en bruto, sino apelación a la nación cívica, al patriotismo republicano. Obama lo dijo claro hace unos meses: «Nunca hemos sido simplemente una colección de individuos, ni una colección de Estados rojos y azules. Somos, y siempre seremos, Estados Unidos de América». Orgullo de país, pero fundado en valores cívicos heredados y compartidos, no en pasados míticos ni en superioridades étnicas. «Tenemos un sistema político que no imita las leyes de otros; en cuanto a su nombre, al no ser objetivo del gobierno los intereses de unos pocos, sino los de la mayoría, le llamamos democracia» (la frase de Pericles que los europeos quisimos poner de pórtico a la Constitución).

Y, sobre todo, lo que más llama la atención (y la envidia) del europeo escéptico y descreído: esa capacidad de invocar el pasado, desde los padres fundadores en adelante, como una historia de todos. Durante siglos los europeos miramos con negligente superioridad a los norteamericanos y les acusamos de no tener historia, de ser un país tan joven que no tenía pasado. Resulta que era al revés: ellos tienen una historia en la que son capaces de sentirse unidos, a pesar de la Guerra Civil, del racismo separador, de la opulencia insultante de unos pocos y de tantos y tantos desencuentros. Obama puede citar Gettysburg, pero también Khe Sahn en Vietnam, pues lo asume como pasado común. Entre nosotros, sin embargo, ¿quién se atrevería a invocar ese campo de minas que llamamos nuestro pasado y al que sólo proyectamos desgarro y desunión? ¿Quién de entre nuestros conciudadanos es capaz de contarse una historia coherente del país de que formamos parte?

Tucídides anotaba en su libro: «Con Pericles, Atenas era de nombre una democracia, pero era de hecho el gobierno del mejor hombre» ('protos aner'). Porque él, influyente por su prestigio e inteligencia y manifiestamente insobornable, «contenía a la multitud aunque le daba libertad, y no se dejaba guiar por ella sino que la guiaba él, no hablaba para agradar sino para oponerse a sus pasiones, como podía hacer gracias a su reputación». Tucídides estaba describiendo, sin saberlo, el modelo de lo que hoy llamamos liderazgo democrático. Algo que los meses y días pasados hemos contemplado con envidia en Estados Unidos: cómo se construye una ilusión común simplemente con valor y razón retórica. Cómo se impulsa el cambio sin desgarro, cómo se supera lo mal hecho sin herir a nadie. Por una vez (y seguramente por un corto plazo) hemos sido llamados a ver un doble fenómeno: cómo un líder construye un pueblo, y cómo un pueblo construye un líder. Quizás sea a la larga uno de los que Stefan Zweig llamaba «momentos estelares de la Humanidad»; quizás quede en nada a la postre y haya sido un fogonazo pasajero; pero ha merecido la pena vivirlo.

¿Cuándo comienza la vida humana?

Por José María Ruiz Soroa en El Correo de 5 de febrero de 2009

En ocasiones es preciso distinguir entre una causa justa, como lo es la de establecer una regulación del aborto que garantice razonablemente la libertad y la seguridad jurídica de la mujer, y las razones que se dan para sostenerla, como la de que es sólo la mujer la que puede decidir sobre su cuerpo y su vida. Porque bien puede suceder, y creo que éste es uno de los casos en que eso ocurre, que una cierta manera de defender una causa justa sea total y absolutamente inaceptable. No la causa, pero sí la manera.

Un difundido criterio, sedicentemente progresista, sostiene que la mujer es la única titular de derechos en relación a su embarazo, puesto que el feto no puede ser considerado como persona humana y, por ello, carece de derecho alguno. Para este radical planteamiento, existe una vida humana y no dos en la problemática situación que plantea el aborto y, por ello, no hay ningún conflicto serio a resolver. Se trata sólo de respetar el más amplio derecho de la mujer a decidir sobre su cuerpo y su vida, exactamente igual que el que poseemos el resto de los seres humanos sobre nuestro soporte biológico. De seguirse fielmente el razonamiento hasta su final, la ley no tendría por qué regular el aborto, igual que no se inmiscuye en el derecho de las personas a ser intervenidas, a cortarse el pelo o a modificar su cuerpo.

Es curioso señalar que este mismo pensamiento, que defiende que el 'nasciturus' carece de derecho alguno, no tiene reparo lógico alguno para admitir que las futuras generaciones son titulares de derechos efectivos sobre o en contra de nosotros los actuales vivientes, en materias tales como la conservación del medio ambiente o el equilibrio sostenible. Lo cual resulta una contradicción insostenible: ¿Cómo sería que las generaciones humanas ni siquiera concebidas pudieran ser titulares de derechos actuales mientras que el ya concebido pero todavía no nacido carecería de derecho alguno?

Hay algo que intuitivamente se nos impone sin necesidad de mayor argumentación y es que el aborto es una situación que afecta directamente a algo o alguien más que a la mujer que lo sufre. Todos intuimos que el feto que se destruye en un aborto tiene algo que ver con la vida humana, que no es lo mismo amputarse una oreja que amputarse un feto. Y que, precisamente por ello, la regulación del aborto debe tomar en consideración la existencia del feto como factor limitativo de la voluntad absoluta de la mujer.

¿Está usted insinuando que el feto es una persona humana y que, por tanto, el aborto es un asesinato? ¿Defiende usted, como la doctrina católica oficial, que existe vida humana desde el momento mismo de la fecundación del óvulo? Pues no, ni mucho menos. Lo que afirmo es sólo que el feto tiene que ver con la vida humana y que este particular 'tener que ver' debe ser examinado con cuidado cuando se discute sobre la regulación del aborto.

Verán, y por decirlo directamente, es un error plantear la cuestión como un dilema binario, el de si el feto es o no persona. Porque así planteada, la cuestión lleva indefectiblemente a respuestas arbitrarias y apriorísticas. Unos dicen que lo es ya desde la concepción, otros desde que es viable, otros desde que puede vivir independientemente, otros sólo desde que nace. Todos tienen una respuesta tajante para una cuestión que sin embargo, y éste es el meollo del asunto, es imposible de contestar. Esto es lo que afirmo: que no existe forma de responder a la pregunta de cuándo exactamente, en qué concreto momento, comienza a existir la vida humana. Porque es una pregunta falaz en su mismo planteamiento. Y que la religión, la ciencia, o la medicina, cuando ponen aquí o allí, en algún concreto momento, ese comienzo de la vida humana, están siendo arbitrarias en grado sumo.

Los griegos llamaban 'sorites' a un tipo de planteamientos falaces que conviene recordar ahora: si de un montón de trigo quitamos un grano, ¿sigue existiendo el montón? Obvio que sí. ¿Y si quitamos mil, o cien mil, o un millón? ¿Cuántos granos hay que quitar (o poner) para que un montón deje de ser (o llegue a ser) un montón? O planteado de otra forma, ¿cuánto es un montón de trigo, o cuánto es una pizca de sal? Pues bien, si sustituimos cantidad por tiempo, observaremos que intentar fijar el comienzo de la vida humana en un momento exacto lleva a incurrir en una falacia similar. La formación de la vida humana no es un momento sino un proceso, y cualquiera que pretenda fijar un punto exacto de ese proceso como comienzo de ella se encuentra con la misma dificultad lógica: el segundo, el minuto, el día antes de ese momento que elija, ¿no era persona el feto? ¿Y al siguiente sí? ¿No era persona en el preciso segundo anterior al parto pero sí en el segundo posterior? ¿No había vida humana hasta las doce semanas pero sí a partir de ellas? ¿Y qué pasaba a las once semanas, seis días y veintitrés horas y media?

El problema, de esto sabe mucho la filosofía, está en la forma en que usamos la cópula verbal 'es' cuando hablamos de cuestiones como ésta. Es decir, cuando discutimos acerca de cuándo el feto 'es' una persona. Porque sucede que, como estableció Aristóteles, el ser se dice de muchas maneras y no de una sola; y, sin embargo, nosotros utilizamos la copulativa 'es' en nuestras discusiones como si sólo significara una cosa, como si fuera unívoca. Y no es así. Un óvulo fecundado en el seno materno 'es una persona humana' en cierto sentido puesto que ese germen tiende a constituirse finalmente como tal. Pero 'no lo es' en otro sentido, puesto que carece de casi todos los requisitos que consideramos como constituyentes del ser humano (no es un individuo dotado de reflexividad consciente). Una semilla es un árbol en cierto sentido, pero no lo es en otro. Lo es en potencia, pero no en acto, por usar los clásicos términos escolásticos que designan las dos categorías del ser. Un feto es un ser humano en potencia, como lo es todavía un niño recién nacido o uno de seis meses. Pero ninguno de ellos es un ser humano en acto, como lo es ya un niño de cinco años.

Pues bien, la pregunta que se frustra a sí misma es la cuestión del momento exacto en que la potencia se transforma en acto, la de establecer un momento cronológico para ese paso de la una al otro. No hay respuesta para esa pregunta, como tampoco la hay para preguntas de similar índole tales como: ¿Cuándo, que día y hora, aprendí a hablar? ¿Cuándo exactamente empecé a amar? ¿Cuándo en concreto empecé a ser viejo? Nuestro lenguaje, que es nuestro pensamiento, no puede responder a preguntas así. El principio de contradicción, que es el que articula el uso de nuestra razón, establece sí que una cosa no puede 'ser y no ser' pero esa imposibilidad sólo se da cuando se pretende ser y no ser 'a la vez': 'ser blanca y negra a la vez', 'ser persona y no serlo a la vez'. Pero la pregunta que obviamente sigue a esa afirmación es: ¿Y cuánto es 'la vez'? Y no hay respuesta, porque esa vez no es un momento, ni un instante, ni una parte exacta del tiempo. La búsqueda del momento exacto en que el ser en potencia se transforma en ser en acto está condenada al fracaso, pues es tanto como intentar aplicar el tiempo de la cronología a un proceso que no es cronológico sino dialéctico.

Y, sin embargo, no podemos huir del problema porque la realidad sufriente nos exige atenderlo y darle soluciones, provisionales y tentativas, pero soluciones claras. Debemos regular en qué momento el aborto es lícito y desde qué momento deja de serlo por chocar con el interés del 'nasciturus'. La política no consiste en quedarnos hablando de los problemas, sino en encauzarlos mediante decisiones.

Lo importante a mi modo de ver (y de ahí este comentario quizás excesivamente abstruso) es tener muy en cuenta que, como escribió John Dewey, la cuestión no es tanto qué hacer sino cómo decidir qué hacer. Y ese cómo implica en este caso ser conscientes de que nos movemos en un terreno misterioso, que sólo Dios -si existiera- podría zanjar con clarividencia. Que no existen en esta materia 'verdades previas' (sean la de que el feto es persona desde la concepción, o que no lo es hasta nacer, o cualquiera intermedia) que puedan ponerse sobre la mesa de discusión como argumentos ganadores 'a priori'. Que un poco de respeto por los propios límites del ser humano, esos que lindan con el misterio, es altamente recomendable para tratar con la cuestión.

miércoles, 11 de febrero de 2009

Pidan perdón a Beppino Englaro

Por Roberto Saviano en El País de 11 de febrero de 2009

Como italiano, siento la necesidad de esperar que mi país pida perdón a Beppino Englaro. Perdón porque a los ojos del mundo ha demostrado ser un país cruel, incapaz de comprender el sufrimiento de un hombre y de una mujer enferma. Y que se ha puesto a gritar, y a acusar, animando a uno y otro bando. Pero no había bandos. No se trata de apostar por la vida o la muerte. No es así.

Beppino Englaro no era partidario de la muerte de su hija, y hasta su mirada muestra las huellas del dolor de un padre que ha perdido toda esperanza y felicidad, e incluso belleza, a través del sufrimiento de su hija. Beppino debía ser respetado como hombre y como ciudadano independientemente de lo que cada uno piense. También, y sobre todo, si no pensaba como Beppino. Porque ha sido un ciudadano que se ha dirigido a las instituciones, y porque luchando dentro de las instituciones y con las instituciones sólo ha pedido que se respetase la sentencia del Tribunal Supremo.

Sin duda, quienes no comparten la postura de Beppino (y la que Eluana había transmitido a su padre) tenían el derecho y el deber, impuesto por su propia conciencia, de manifestar su oposición a que se interrumpiesen la alimentación mediante sonda y la hidratación. Pero la batalla debía hacerse siguiendo la conciencia de cada uno, y no intentando intervenir poniendo trabas al Tribunal Supremo. Beppino ha preguntado a la ley y la ley le ha confirmado que tenía derecho. ¿Ha bastado esto para desencadenar la rabia y el odio contra él? ¿Es la caridad cristiana la que hace que le llamen asesino? Hace que un grupo de personas que no saben nada del dolor de una hija inmóvil en una cama le increpen como a un conde Ugolino que, igual que en el Infierno de Dante, devora a sus hijos por el hambre. Y dicen estas idioteces en nombre de un credo religioso.

Pero no es así. Yo conozco una iglesia que en mi pueblo es la única que se encuentra en territorios más complejos, junto a las situaciones más desesperadas, la única que ofrece dignidad de vida a los inmigrantes, a quienes son ignorados por las instituciones, a quienes no consiguen salir a flote en esta crisis. La única que proporciona alimento y que está presente entre aquellos que no encontrarían a nadie que les escuchara. Los padres combonianos, igual que la comunidad de San Egidio, el cardenal Sepe, y también el cardenal Martini, son órdenes, asociaciones y personalidades cristianas fundamentales para la supervivencia de la dignidad de mi país.

Conozco esta historia cristiana. No la de la acusación a un padre indefenso y solo y con la fuerza del derecho. Beppino, por respeto a su hija, ha difundido fotos de Eluana sonriente y bellísima, precisamente para recordarla en vida, pero podría mostrar el rostro hinchado y deformado de los últimos años que ha pasado tumbada en una cama, sin expresión y sin pelo. Pero no quería vencer con la fuerza del chantaje de la imagen, sino sólo con la fuerza del derecho que hace que una persona decida su propio destino. A quienes pretenden hacer méritos con la Iglesia fingiendo a menudo afecto hacia la pobre Eluana les pregunto: ¿dónde estaba la Iglesia cuando atronaba la guerra contra Irak? ¿Dónde están los políticos cuando la Iglesia pide humanidad y respeto para los inmigrantes apiñados entre Lampedusa y los abismos del Mediterráneo? ¿Dónde están estos políticos cuando la Iglesia, a menudo en ciertos territorios la única voz de resistencia, solicita una intervención decisiva en el sur y contra las mafias? Sería bonito poder pedir a los cristianos de mi país que no crean en quienes sólo se sienten con ánimos para especular sobre debates en los que no hay que demostrar nada con hechos, sino sólo tomar partido.

Lo que ha faltado estos días, como siempre, ha sido la capacidad de percibir el dolor. El dolor de un padre. El dolor de una familia. El dolor de una mujer inmóvil desde hace años y en una situación irreversible y que había expresado a su padre una voluntad. Y que personas que ni siquiera la conocían y que no conocen a Beppino ahora pongan en duda esa voluntad. Y que demuestran poco o ningún respeto al derecho. Incluso cuando se considera que no es posible compaginar este derecho con la moral de uno, y precisamente porque es un derecho se puede ejercer o no. Ésta es la maravilla de la democracia. Comprendo la voluntad de empujar a las personas a no disfrutar de este derecho. Pero no a negar el derecho en sí. El espectáculo que en España, igual que en Europa, ha dado Italia de un país que ha especulado por enésima vez. Muchos políticos han vuelto a utilizar el caso Englaro para tratar de crear consenso y distraer a la opinión pública, en un país al que la crisis ha puesto de rodillas, y en el que la crisis está permitiendo a los capitales criminales devorar a los bancos, donde los sueldos están congelados y no parece que haya solución.

Pero ésta es otra historia. Precisamente en un momento de crisis, de frases hechas, de poco respeto, Beppino Englaro ha dado fuerza y sentido a las instituciones italianas y a la posibilidad de que un ciudadano de nuestro país aún pueda tener esperanza en las leyes y en la justicia. Creo que esto debe ser evidente también para quienes no aceptan que se quiera suspender un estado vegetativo permanente y consideran que cualquier forma de vida, incluso la más inerte, debe ser tutelada. Quizá el error de Beppino haya sido la ingenuidad y la corrección de creer en las posibilidades de justicia en Italia. Y en cambio, debía emigrar, igual que emigran todos los que quieren una vida mejor y distinta. Desde Italia ya no se emigra sólo para encontrar trabajo, sino también para nacer y para morir. Y para obtener justicia.

Me he preguntado por qué Beppino Englaro, como, por otra parte, alguien le había sugerido, no consideró oportuno resolverlo todo a la italiana. En los hospitales muchos susurraban: "¿Por qué convertirlo en una batalla simbólica? Se la lleva a Holanda y asunto concluido". Otros aconsejaban el acostumbrado método silencioso, dos billetes de 100 euros a una enfermera experta y todo se habría resuelto enseguida y en silencio. Eutanasia clandestina.

Como en la película Las invasiones bárbaras [Denys Arcand], en la que un profesor canadiense con una enfermedad terminal y presa de horribles dolores se reúne con sus amigos y familiares en una casa junto a un lago y, gracias al apoyo económico de su hijo y de una enfermera competente, practica la eutanasia de forma clandestina.

Y quizá sólo en estas circunstancias consigues explicarte la historia de Sócrates y sólo ahora entiendes, después de haberla escuchado miles de veces, por qué bebió la cicuta en lugar de escapar. Todo esto se vuelve actual y resulta evidente que ese querer permanecer, esa vía de escape ignorada, y de hecho aborrecida, es mucho más que una campaña a favor de una muerte digna individual; es una batalla en defensa de la vida de todos.

Beppino Englaro, con su batalla, ha abierto un nuevo camino, ha demostrado que en Italia no existe nada más revolucionario que la certeza del derecho. Si en mi tierra fuera posible dirigirse a un tribunal para ver reconocido, en un plazo de tiempo adecuado, la base del propio derecho, no sentiríamos la necesidad de recurrir a otras soluciones.

Y a él le corresponde el mérito de habernos enseñado a allanar el camino de las instituciones, y a recurrir a la magistratura para ver afirmados los derechos de uno en un momento de profunda y tangible desconfianza. Y a pesar de todas las peripecias burocráticas, al final ha demostrado que en el derecho tiene que existir la posibilidad de encontrar una solución.

Por una vez en Italia la conciencia y el derecho no emigran. Por una vez no hay que salir fuera para obtener algo, o solamente para pedirlo. Por una vez no buscamos que nos escuchen en otro lugar; es imposible que un ciudadano italiano, independientemente de su forma de pensar, no considere a Beppino Englaro un hombre que está devolviendo a nuestro país esa dignidad que a menudo nosotros mismos le quitamos.

Imagino que Beppino Englaro, al mirar a su Eluana, sabía que el dolor que ha sentido su hija es el dolor de cualquier individuo que lucha por la afirmación de sus derechos. Ha hecho que se descubra de nuevo una de las maravillas olvidadas del principio democrático, la empatía, cuando el dolor de uno es el dolor de todos. Y así, el derecho de uno se convierte en el derecho de todos.

Estas palabras mías terminan dando las gracias a Englaro, porque si mañana en Italia cualquiera puede decidir si en caso de encontrarse en estado neurovegetativo quiere ser mantenido en vida por las máquinas durante décadas o elegir su final sin emigrar, como siempre, se lo deberemos a él. Es esta Italia del derecho y de la empatía la que permite respetar y comprender también elecciones distintas en las que sería hermoso reconocerse.

lunes, 9 de febrero de 2009

Los maestros del relato

Por Enric González en El País de 9 de febrero de 2009

Hay grandes futbolistas que no saben jugar al fútbol. Y futbolistas mediocres, o poco más, que juegan como los ángeles. Son casos minoritarios, pero existen.

¿En qué consiste saber jugar al fútbol? En conocer el juego, simplemente. En conocerlo desde dentro, en dominar (y anticipar) los movimientos colectivos propios y ajenos, en intuir espacios que aún no existen. En comprender el sentido del relato que se desarrolla durante 90 minutos. En resumen, en saber por qué pasa lo que pasa. Hay grandes futbolistas que ignoran todo eso. Recuerden a Rivaldo, por ejemplo. Tenía, y dentro de lo que cabe mantiene, un toque exquisito, una técnica individual refinada y una notable capacidad para inventar regates y disparos difíciles. No creo, sin embargo, que sea un buen jugador de fútbol. No creo que sepa por qué pasa lo que pasa durante un partido. El fútbol de Rivaldo comienza y acaba en sí mismo.

Otro ejemplo: Beckham, un deportista encomiable en muchos sentidos. Vive en un ambiente que eleva lo pijo a niveles grotescos; cuando salta al campo, sin embargo, se esfuerza como un debutante. Ha sobrevivido a múltiples defunciones futbolísticas y, ya en la decadencia, resulta todavía útil. Ahora bien, es un tipo de una sola jugada y de un solo pie: dobla el tobillo derecho y saca un centro estupendo. Y otro. Y otro. Es una máquina de golpear el balón. Háganle hacer otra cosa, y Beckham naufraga. No alcanza a comprender el intríngulis del juego. Luego están los otros, los que carecen de características sobresalientes, los que no han nacido para acariciar el balón, pero entienden de qué va la cosa. Guardiola, sin ir más lejos. Guardiola fue un futbolista lento, frágil, sin especial talento para el pase larguísimo (comparado con especialistas como Schuster) y sin llegada a puerta. En términos estrictamente técnicos, Guardiola no valía la mitad que Xavi o Pirlo. El talento de Guardiola era, y debe seguir siendo, básicamente mental. Guardiola siempre daba la impresión de saber por qué pasaba lo que pasaba en un partido, y qué había que hacer para que las cosas siguieran igual, o cambiaran a favor de su equipo. Los ritmos, las distancias, los espacios, esos elementos que definen el futuro inmediato de un balón en movimiento, estaban en su cabeza.

Y no es cuestión de centrocampismo. Piensen en Romario, una de las cumbres estéticas del fútbol. Era un tipo que jugaba de espaldas al partido: cuando se procuraba un balón, inventaba un gol. Él se lo guisaba, él se lo comía.

De Hugo Sánchez podría decirse que fue futbolista de una sola jugada, el remate: toque y gol. En realidad, era lo opuesto a Romario: sabía desde dónde partiría el centro, dónde iría a parar y en qué posición y postura debía encontrarse él para tocar y marcar, sin más florituras. Leía el partido y participaba en él como el centrocampista más iluminado. No se perdía ni una línea de la narración, aunque sólo apareciera en la última página. No hubo futbolistas más distintos que Guardiola y Hugo Sánchez. Pero ambos compartían una misma cualidad: cada uno en su estilo, fueron maestros del relato.

Llorar de Audrey

Maruja Torres en El País Semanal de 8 de febrero de 2009

Es bueno comprobar, conforme pasa el tiempo, que hay personas que permanecen. Audrey Hepburn cumpliría ochenta años en mayo -¿se lo pueden creer?-, y una nutrida población de seguidores -pues con nosotros se podría fundar un pequeño Estado bastante hermoso- la seguimos recordando y seguimos emocionándonos a causa de las lecciones de belleza, bondad y gran clase que de ella recibimos. Audrey cuenta con un récord único en el mundo del cine: no tuvo que morir a los veinte para que el suyo fuera un cadáver -cómo odio esta palabra relacionada con ella- hermoso. Fue lo que siempre fue hasta que murió, por enfermedad y serenamente, a una edad ya avanzada aunque no la suficiente. Ojalá estuviera viva.

Pero lo está. Con motivo de la exposición de parte de su vestuario en ese estupendo espacio de cine que tiene lugar en Granada -hasta el 31 de marzo: merece una peregrinación-, en el programa de la SER La ventana, Gemma Nierga y Jaume Figueras le hicieron una entrevista a su hijo mayor, Sean Hepburn Ferrer, encargado de preservar y compartir el patrimonio-memoria de su madre. Me la pasé, la entrevista, llorando. No de pena ni de nostalgia. Llorando de Audrey, que es una preciosa forma de llorar, como se llora leyendo un poema o escuchando una música, o recordando a los que amamos cuando su evocación ya no nos duele.

Contó Sean Hepburn Ferrer una anécdota preciosa. Y es que, cuando los encargados de casting (la palabra inglesa me gusta mucho más que la española reparto, que parece ir en camión) de la película Always, de Steven Spielberg, se reunieron para determinar quién haría el papel de Ser del Otro Mundo, alguien planteó la siguiente pregunta: "¿Y si Dios fuera mujer?". Y todos a una respondieron: "¡Audrey Hepburn!". Y así fue como la eligieron. Por Dios, no por Santurrona. Ella, que hizo dos veces de monja, nunca nos dejó esa imagen de intocada o de pureza. Lo suyo era otra cosa. Humanidad. En Historia de una monja era una mujer con dudas y dilemas que acaba dejando el convento. Y en Robin y Marian era una malcasada con el Señor que aguardaba el regreso -o lo añoraba- de aquel truhán que la dejó por Ricardo Corazón de Sabandija y la Cruzada de los Necios.

Billy Wilder, que la dirigió en Sabrina y Ariane, era un hombre sumamente ingenioso que a veces se perdía por una buena frase. Solía decir que a Audrey no se le podía poner a hacer el amor en una película, que nadie lo creería o no lo soportarían. Se equivocaba. Stanley Donen la convirtió en adúltera en Dos en la carretera, y en amarga esposa a ratos, después de haberla metido en la cama en memorables escenas, llenas de romanticismo unas, y de doloroso cinismo otras, con Albert Finney. Donen lo hizo con tanta maestría que sólo nos quedó para la memoria un filme que es real como la vida y maduro como el arte, y una protagonista que trascendía la banalidad de las convenciones para transmitir, con la intensidad de su rostro anguloso, el peso de la experiencia. Dos en la carretera es una de sus mejores películas y quizá la más dura (aunque Ariane tampoco sea una comedia, pese a sus apariencias), y, según su hijo, hoy día se estudia el vestuario que Audrey luce porque determina las épocas en que transcurren los diferentes flash-backs. Junto con los modelos de automóviles, añadiría yo.

En la entrevista mencionada se abrió el micrófono y compareció una niña de diez años, creo recordar que se llamaba Victoria, que, emocionada, contó que quería ser como Audrey Hepburn (Sean le prometió recibirla en Granada y contarle cosas exclusivas de su madre), y otra oyente explicó que había crecido viendo Guerra y paz. ¡Aquella Natasha!

Quizá fue por su experiencia de hambre y bombardeos en la Europa de la II Guerra Mundial, de aquella infancia tan dura, que Audrey Hepburn obtuvo el don de emocionarnos desde que su sonrisa y su capacidad para entender la desdicha iluminaron la pantalla en Vacaciones en Roma.

Sí, llorar de Audrey es una de las mejores terapias que pueden ocurrirnos.