martes, 23 de junio de 2009

El debate de las lenguas en España

Por Joseba Arregi, en El Mundo de 19 de junio de 2009 (pero leído en almendron.com)

No hace falta falta mucha perspicacia para darse cuenta de que la convivencia de las lenguas en España se está convirtiendo en un problema considerable. Es probable que la realidad diaria no sea tan alarmante como lo puedan hacer parecer ciertos casos individuales que existir, existen, y son reflejados por los medios de comunicación, pero también es más que probable que la alarma no se deja reducir al empeño de algunos medios de comunicación, y de algunos partidos, especialmente el PP, a crear alarma donde no existe más que perfecta armonía. Sin engarce en la realidad no se pueden construir comunicativamente ni alarmas ni problemas.

Llama la atención que quienes de un lado hablan de la nación española en el sentido de la nación etnolingüística construida por el romanticismo alemán, y que quienes, por otro lado, se sirven de la diversidad y de la diferencia lingüística para derivar de ellas consecuencias políticas de tipo nacionalista, recurran permanentemente a la necesidad de despolitizar la cuestión lingüística. El tratamiento de las lenguas se ha convertido en cuestión política por excelencia con la constitución de los estados nacionales.

El hecho de que la constitución española establezca una jerarquía entre las lenguas españolas -el español cuyo conocimiento es un deber, y las lenguas españolas que pueden ser cooficiales si así lo determinan los respectivos estatutos de autonomía- es un hecho político por excelencia. Y la declaración de cooficialidad del euskera o del catalán y del gallego, afirmando además que el catalán o el euskera son, a diferencia del español, lenguas propias de las correspondientes comunidades autónomas -con el añadido del deber de conocimiento en el nuevo estatuto catalán-, son también hechos políticos por excelencia.

Estamos, pues, ante un debate ciertamente político. Un debate que tiene mucho que ver con la estructura del Estado, con el discurso de la España plural, con la integración o no de los nacionalismos periféricos en un proyecto estatal común. Un debate que tiene que ver con derechos básicos de los ciudadanos, con obligaciones también importantes de los ciudadanos, con la cohesión social, con el derecho al trabajo, con la libertad lingüística dentro de los parámetros fijados por la declaración de cooficialidad de las lenguas. No es un debate estrictamente cultural, ni un debate puramente lingüístico. Es un debate político y es mejor tomarlo como tal.

Como este debate corre el riesgo de ser malinterpretado por la situación lingüística de los participantes, vaya por delante que quien esto firma es vascoparlante monolingüe de familia, alguien que aprendió español o castellano en la escuela. Pero también alguien para quien el castellano no es lengua extraña, para quien el castellano es tan lengua propia como el euskera, lengua ésta de relación familiar casi en exclusividad, y de trabajo en la universidad. Alguien que no tendría inconveniente alguno en sustituir la obligatoriedad constitucional del conocimiento del castellano por la constatación del valor de lengua franca del español para la cohesión del estado. Y alguien que no tendría inconveniente en cambiar el calificativo aplicado por el estatuto vasco al euskera como lengua propia, a diferencia del español.

España es diversa y plural. Es un hecho. En España se hablan varias lenguas, además del español. También es un hecho que la diversidad de lenguas en España no es como en Suiza, que no cuenta con una lengua franca, o como en Bélgica, donde tampoco existe una lengua común. En España sí existe una lengua común. Por eso, el discurso de la España plural no tiene sentido, ni responde a la realidad, si no se completa con el discurso de la pluralidad de Cataluña, de Euskadi y de Galicia: estas comunidades autónomas no son homogéneas en términos lingüísticos, sino plurales. Como lo son, por cierto, también, en el sentimiento de pertenencia.

Existe, sin embargo, una diferencia en lo que al hecho de la pluralidad de España y de la pluralidad de Cataluña, Euskadi y Galicia se refiere: desde el punto de vista lingüístico existen amplios territorios y amplias demografías en España que son homogéneas en castellano, y la pluralidad se refiere a que existen zonas en las que está presente, además del castellano, otra lengua. En Cataluña, Euskadi y Galicia no existe prácticamente ningún kilómetro cuadrado, ni ningún segmento o zona poblacional homogéneo en cuanto a la presencia de una única lengua: estas comunidades autónomas son estructuralmente mucho más plurales que lo es España en su conjunto.

En los debates recientes muchos se han referido a que el español no está en peligro en Cataluña. Pero no es ésa la cuestión: la cuestión no está en los derechos de la lengua, sino en los derechos de los hablantes. De la misma forma que un hablante bilingüe puede en Cataluña o Euskadi reclamar la satisfacción de su derecho a ser atendido por la administración en la lengua de entre las oficiales que elija, el mismo derecho le asiste a un ciudadano monolingüe, por lo que no puede haber, en este contexto de derechos, una lengua privilegiada de la administración.

En el contexto educativo, no existe un derecho a ser escolarizado en la lengua materna, y menos por razones supuestamente pedagógico-psicológicas. Pero sí existe el derecho de los padres a que la lengua de su elección de entre las cooficiales sea también lengua vehicular. Y ante este derecho fallan los argumentos de que la otra lengua cooficial está en situación de debilidad, de que ya aprenderán esa lengua de elección en la calle o en los medios de comunicación, entiéndase la televisión, que el monolingüismo de inmersión es el único medio que garantiza la cohesión social, y está dando buenos resultados. Ninguno de estos argumentos anula el derecho de los padres a reclamar que la lengua que quieren sea también vehicular en la enseñanza de sus hijos. Dicho simplemente: no hay razón alguna, y menos técnicas, para esconder en la enseñanza ninguna de las lenguas cooficiales de una comunidad autónoma como lengua vehicular.

Otra cosa es que en una sociedad con la presencia de dos lenguas, los monolingües sí debieran reconocer su obligación de facilitar la comunicación en cualquiera de las dos lenguas, siempre desde la constatación de que no existen sociedades bilingües perfectas, unas en las que todos los ciudadanos fueran igual de competentes en las dos lenguas.

En el ámbito del trabajo, se enfrentan dos derechos -y la política es el arte de priorizar unos derechos sobre otros- el derecho de los bilingües a ser atendidos en la lengua de su elección, y el derecho de los monolingües o de los bilingües imperfectos a que muchos puestos de trabajo, además los mejor cualificados -por seguridad de empleo y también por condiciones económicas-, no les estén vedados. El derecho al trabajo debe primar sobre el derecho electivo a ser atendido en una determinada lengua oficial, máxime cuando este derecho puede ser atendido sin dañar el otro.

Todas las políticas lingüísticas se encuentran con un problema crucial: es bastante fácil instrumentar desde la administración los mecanismos necesarios para asegurar que las generaciones futuras tengan un conocimiento básico suficiente de la lengua en situación de minoría o de debilidad. El problema surge cuando al aumento en el conocimiento no le sigue un aumento en el uso social de la lengua aprendida y minorizada.

Es en ese momento en el que todos los responsables de política lingüística se ponen muy nerviosos. Y la reacción más común ante ese problema crucial de las políticas lingüísticas es dar una vuelta más de tuerca, pasar de la planificación posible y aceptable de los instrumentos que garanticen el conocimiento de una lengua por parte de las nuevas generaciones, a intentar planificar por medios de promoción y ayuda, pero también por medios coercitivos lo que ni es posible ni es lícito planificar desde la administración pública: el uso de una lengua, pues esta planificación choca con la libertad básica y fundamental de los individuos. Y ahí está la frontera de lo democráticamente aceptable.

miércoles, 10 de junio de 2009

El cambio ante el espejo

Artículo firmado por Alberto López Basaguren, Javier Corcuera Atienza, Joseba Arregi, Andrés de Blas, Teresa Echenique, Juan Manuel Eguiagaray, Juan Pablo Fusi, Luis Haramburu, Juan José Laborda, Francisco Llera, José María Ruiz Soroa, Juan José Solozabal y Carlos Trevilla en El Correo de 31 de mayo de 2009

Patxi López ha sido elegido nuevo lehendakari por el Parlamento vasco y ha nombrado su Gobierno. El cambio que para muchos era casi inimaginable está aquí; ese cambio que algunos se resisten a aceptar, cuya legitimidad han pretendido minar o, incluso, negar.

El acceso de los socialistas vascos al Ejecutivo pone fin a treinta años ininterrumpidos de poder nacionalista, pero, sobre todo, acaba con las pretensiones soberanistas del nacionalismo como política de gobierno. Un cambio trascendental que, como un espejo, va a reflejar la naturaleza más profunda de cada uno de los protagonistas políticos.

El reto es extremadamente difícil. Y deben afrontarlo en una de las peores situaciones que cabría imaginar. La debilidad parlamentaria del partido del Gobierno; la coyuntura económica; y, muy especialmente, la actitud de un nacionalismo enrabietado por la pérdida del poder.

El nuevo lehendakari ha reiterado mensajes conciliadores, con el reto de una integración sin exclusiones que evite la confrontación entre identidades diferentes. Sólo quedan excluidos quienes pretenden la legitimidad de la cobertura política a ETA, al terrorismo, a la eliminación física de quienes no comparten el objetivo independentista. Es un reto de naturaleza casi constituyente por el deterioro de los fundamentos de la convivencia democrática provocados por los doce años de apuesta por el soberanismo.

Las condiciones en que los socialistas acceden al poder les imponen muchas renuncias. Es el precio de la excepción democrática de Euskadi, cuyo dramático significado, y cuya responsabilidad, no parecen haber sido captados en toda su trascendencia por el nacionalismo.

El reto no es menos arduo para quienes están fuera del Gobierno. En primer lugar, para el Partido Popular, que ha apoyado la investidura parlamentaria del nuevo lehendakari y del que depende, en última instancia, su estabilidad. Los dirigentes populares vascos están poniendo de manifiesto una madurez y una capacidad para entender el futuro que superan las expectativas de muchos.

Sigue habiendo riesgos que sólo podrán evitarse si los protagonistas actúan en consonancia con el carácter excepcional de lo que se pretende. El Gobierno de Patxi López no puede desconocerlo, pero los populares no pueden actuar como si se tratara de un pacto de legislatura ordinario, sin dejar un amplio margen de confianza a la actuación del Gobierno. El mayor riesgo procede de la confrontación política general, en el Estado, entre socialistas y populares. Salvaguardar la experiencia exige al Partido Popular una sabia administración de la debilidad añadida que el cambio en Euskadi provoca al Gobierno de Rodríguez Zapatero y una mesurada gestión de la contribución del PNV a la política de acoso al Gobierno socialista en Madrid. Pero a éste también le exige responsabilidad y mesura en la relación con los populares.

También para el PNV el reto es trascendental. Debe reflexionar sobre los efectos de la política de acumulación de fuerzas nacionalistas, que ha fracturado profundamente la sociedad vasca y le ha hecho perder el poder. Necesita reorientar su proyecto político eludiendo la apuesta por la desestabilización. Y está obligado a desvincularlo de las fuerzas que se mueven en la cobertura política del terrorismo, sin cuyo amparo no se hubiese sostenido la estrategia soberanista de estos años.

El nacionalismo se ha enfrentado al cambio mostrando su peor cara: esa tendencia que parece endémica a la descalificación de todo lo que queda fuera de su mundo, de su estrategia política, de sus intereses. Se ha adentrado por el peligroso camino de la deslegitimación del cambio de gobierno y de sus protagonistas; ha socavado de forma irresponsable la legitimidad misma de los resortes del sistema parlamentario, reincidiendo en una comprensión simplista de la democracia. Ha puesto de manifiesto la más profunda carencia del sentido de la proporción y del límite.

El PNV tiene que decidir cuándo retoma su mejor tradición. Y haría bien en reflexionar sobre la advertencia que hace Pedro de Aguerre, Axular, en Guero: «Eta harc bere coleran eguin dituen desordenuez, eta erhokeriez, adiskidec hartu dutela damu eta atsecabe, eta etsaiec atseguin eta placer»; porque las locuras, los actos insensatos provocados por la rabia crean disgusto y preocupación en el amigo y satisfacción y placer en el enemigo. El PNV puede estar facilitando el camino a sus enemigos; y estos no están en el Gobierno.

El entendimiento básico con el nacionalismo resulta indispensable para construir un futuro político sólido para nuestro país; un entendimiento entre todas las fuerzas políticas que quieren que vivamos en democracia y en libertad. Pero no podemos olvidar las lecciones del pasado; hay que impedir que la insistencia en la necesidad de entendimiento haga creer al PNV que tiene una capacidad política especial para determinar sus condiciones; porque así llegó a creer que podía aventurarse por el camino soberanista. No podemos repetir los mismos errores.

El futuro exige mesura y voluntad de integración. Estamos obligados a convivir y la alternativa es inimaginable. Asumirlo nos exige transformar la necesidad en deseo de convivencia. Todos tenemos que contribuir a que se haga realidad.

Europa es de derechas

Por José María Ruiz Soroa en El Correo de 9 de junio de 2009

La debacle de la izquierda en las elecciones europeas responde, sin duda, a múltiples causas. Podrían citarse, entre ellas, el peso de los países del Este europeo, con una experiencia histórica reciente que les inspira desconfianza ante el discurso socialista; también la acusada carencia de liderazgo y descomposición del discurso socialista en países centrales como Francia, Italia o Reino Unido. Incluso, el hecho de que la izquierda socialdemócrata no parezca muy inspirada a la hora de superar la crisis económica: la gente confía más en la experiencia de los gobernantes conservadores que en una izquierda un tanto alegre y demagoga. Por ello, la crisis pasa factura a la izquierda tanto allí donde gobierna (Reino Unido, España, Alemania) como donde ejerce de oposición (Italia, Francia), mientras que a los conservadores les afecta favorablemente en ambas situaciones.

También influyen aspectos más estructurales, como el hecho de que se trata de unas elecciones en las que la desmotivación para participar incide sobre todo en el votante menos instruido y más joven, precisamente por la lejanía y relativa abstracción de las instituciones comunitarias. Y ése es el electorado propicio a la izquierda. Es curioso que las elecciones europeas sean en parte unos comicios «muy inteligentes», que atraen más al votante instruido de nivel alto y medio que entiende de su importancia, y que porcentualmente vota más al centro y a la derecha. Mientras que son por otra parte unos comicios «muy alegres», que atraen al votante gamberro que quiere castigar al sistema, pero que tampoco vota a la socialdemocracia.

Pero si existe una razón determinante, desde mi punto de vista, para explicar el repetido fracaso de la izquierda europea en sus elecciones es sencillamente el de «la profecía que se realiza a sí misma». Europa es electoralmente de derechas hoy, porque los socialistas europeos se han hartado durante años de proclamar, quizás sin darse cuenta de su propio error al hacerlo, que «Europa es el mundo de la derecha». La votación de estos días no ha hecho más que plasmar en votos su previa afirmación ideológica y política. Y me explico.

La izquierda europea se ha complacido, durante el último decenio, en presentar una descripción del ámbito institucional, económico y político propio de la Unión Europea como algo construido por los intereses de la derecha y siempre favorable a estos intereses. El repertorio de descalificaciones arrojadas sobre Europa es inagotable: está construida como un mercado, está inspirada en los intereses de los mercaderes, está repleta de burócratas fríos e inhumanos atentos sólo a la lógica de la libre competencia, y se halla dominada por una elite de políticos lejanos y distantes. Se ha descrito la europea como una muy particular esfera pública: la esfera donde había triunfado el egoísmo de los empresarios, donde sólo se tenían en cuenta los intereses de éstos, donde había que acudir para defenderse, sólo defenderse, del predominio de las lógicas capitalistas antitrabajadores. La izquierda se ha empeñado en pintar Europa como el universo donde la derecha, las empresas, los intereses inconfesables, se mueven como pez en el agua. Como un mundo hostil para los trabajadores, los campesinos, los pescadores, los seres humanos. Según ella, las políticas sociales las defendía siempre el gobierno nacional propio, de Europa sólo venían políticas economicistas o decisiones de un sanedrín bancario socialmente insensible. Es ciertamente sorprendente que, después de establecer este sesgado retrato de la esfera europea, cargado de tintes peyorativos, la izquierda se sorprenda ahora de que sus votantes no acudan en masa a las urnas europeas. Porque lo más lógico es, precisamente, que no lo hagan, que se abstengan de participar en un asunto tan execrable, tan «de derechas». Si Europa es el ámbito construido por y para la derecha, que se lo quede la derecha, ésta parece ser la reacción natural del votante de izquierdas. Nos gusta lo transnacional, las Naciones Unidas, Greenpeace y la UNESCO, incluso nos gustaría votar en USA; pero Europa nos suena mal. La izquierda se ha convertido así en víctima de su propia profecía.

En el fondo, se trata de un severo fracaso ideológico de la izquierda europea, precisamente por su incapacidad de construir un discurso sobre Europa que no esté teñido de desconfianza, lejanía y sospecha. Por no ser capaz de sentir Europa como su propio ámbito natural y de trasladar ese sentimiento a sus votantes. En este abuso de la crítica y el negativismo, hay que reconocerlo, la izquierda ha estado eficazmente acompañada por las burocracias nacionales de cada país, incluidas las de los partidos correspondientes, así como por el discurso de los medios de comunicación. Se ha llegado a afirmar, con estúpido desparpajo, que «Europa» (¿quién?) quería imponer a los trabajadores la semana laboral de sesenta horas. Es sólo un ejemplo, pero vale por mil. Dando una versión tan distorsionada del asunto, nunca se conseguirá atraer a la mayoría del electorado. Sólo votarán los que sí entienden de qué va la cosa, y los gamberros de turno.

La izquierda sólo puede recuperar Europa si, en primer lugar, la acepta como lo que es: uno de los logros más ilusionantes del pasado siglo. Y, en segundo lugar, si se embarca en propuestas europeístas de calado real y efectivo, no meramente retóricas y grandilocuentes. Europa no se crea mediante explicaciones desde arriba, sino ejercitando desde abajo la ciudadanía. Se crea haciendo real una arena europea de debate y confrontación mediante partidos europeos a los que los ciudadanos puedan afiliarse directamente (¿sabe usted que no puede afiliarse hoy al Partido Socialista Europeo, ni a ningún otro de ese ámbito, amable lector, sino que sólo puede hacerlo al de su país?). Hay que reclamar unas elecciones de verdadero ámbito europeo, con circunscripción paneuropea y actores paneuropeos, en las que se presenten partidos y líderes transnacionales. Hay que acabar con esa estúpida machaca de que «vamos a Europa a defender nuestros intereses» (como españoles... vascos... bilbaínos... o los de mi barrio, pongan lo que toca): como si nuestros diputados fueran nuestros embajadores en un lugar ajeno. Así no se edifica sino, precisamente, aquello que se dice querer evitar: la mentalidad de los intereses en lugar de la mentalidad de ciudadanos. Habría que reconstruir la ciudadanía común desligándola de la nacionalidad respectiva y fundándola sobre la residencia, abriendo así la ciudadanía a millones de inmigrantes hoy preteridos.

Habría que hacer mucho pero, lo primero de todo, es ver Europa como un ámbito político cargado de positividad. Y en esto, la izquierda tiene una vía de agua gigantesca.