Por Antonio Muñoz Molina en El País (BABELIA) de 19 de julio de 2008
Hay un haiku de Borges del que me acuerdo cada vez que abro To the Lighthouse: "En el desierto / acontece la aurora. / Alguien lo sabe". La interpretación puede ser teológica, o sólo literaria, y en cualquier caso ya se sabe que para Borges la teología era una rama de la literatura fantástica. Ese alguien que sabe algo de lo que ningunos ojos humanos son testigos sería el Dios omnisciente o ese narrador no menos fantasmal de las novelas al que se viene aplicando el mismo calificativo: el que lo ve todo, el que espía todos los pensamientos, el que ha leído unas palabras escritas en arena y borradas a los pocos minutos por una ola, el que está en el retrete donde Leopold Bloom se alivia voluptuosamente leyendo el periódico y en la alcoba donde Anita Ozores se revuelve de misticismo y deseo en el insomnio, el único, aparte de la mujer asesinada, que ha visto la mirada en los ojos de Raskolnikov en el momento en que levantaba el hacha, el que ha acompañado al capitán Nemo cuando se cerraban por última vez las escotillas del Nautilus.
A los profesores, a los teóricos, a los arbitristas de cómo han de ser o no ser las novelas, el narrador omnisciente les irrita mucho, tanto como el Dios que lo sabe todo y lleva la cuenta de todos los pecados nos irritaba a los librepensadores precoces cuando queríamos desprendernos de la capa de ceniza sombría del catolicismo franquista. De vez en cuando se leen diatribas indignadas: el narrador, en una novela, no debería saber más que sus personajes; el único narrador posible es el personaje que cuenta en primera persona, etcétera. Ahora que lo pienso, es una actitud muy propia en una época de hipertrofia del yo, alimentada y fortalecida por tantas tecnologías que le permiten a uno vivir cada vez más en una burbuja de egolatría caprichosa y comunicar al mundo de manera inmediata cada valiosa ocurrencia en el querido diario de un blog. La aurora del desierto no necesita testigos para suceder; de hecho, las auroras, igual que los anocheceres, o que las apariciones de la luna, o que la floración de los almendros, han sucedido sobre la tierra a lo largo de millones de años antes de que ningunos ojos humanos pudieran mirarlas. Pero esa idea es irritante, incluso inaceptable, para la nueva época del yo absoluto, que imagina que nada existe fuera de él, con la misma convicción con que un aficionado al horóscopo considera verosímil que las estrellas se ordenen con la finalidad de predecirle si su novia dejará de quererlo o si le subirán el sueldo el año que viene. Cada artefacto nuevo lleva en el nombre la marca del yo, de lo mío, del tú que no es el otro sino el reflejo narcisista de la propia identidad: I-pod; I-phone; My-Space; YouTube.
To the Lighthouse, como Mrs. Dalloway, pertenece a una época en la que la literatura aspiraba con igual vehemencia a retratar el alma humana y el mundo. Es una novela hecha de íntimas percepciones personales que sin embargo excluyen por completo el narcisismo y los caprichos del yo. En la conciencia de cada personaje los pensamientos y las sensaciones fluyen a una velocidad de sombras proyectadas en una pared, y aunque la mayor parte de ellos permanecen secretos, alguien sabe. No Dios, desde luego, ni el novelista metijón que unas veces mueve los hilos tan descuidadamente como Maese Pedro en su retablo y otras se esconde detrás de una cortina para espiarlo todo. Es Virginia Woolf la que escribe, pero la voz narradora no es la suya: su arte es tan supremo, tan limpio de gesticulación o de vanidades de estilo, que nos parece asistir, página tras página, a un acontecer como el de la aurora impersonal del poema de Borges. Cada conciencia es única, el centro exacto de una experiencia, el ángulo de un punto de vista, pero a las pocas líneas ya se ha disuelto en otra, como una ola va a disolverse en el filo de espuma de la que la precedía, y al poco rato parece que ha vuelto, pero ya no es la misma. Cada personaje cavila y observa en el reino de su propia soledad y a la vez es parte de una polifonía o de uno de esos retratos colectivos en los que observamos el aislamiento en la expresión de cada una de las caras que nos parecieron casi idénticas. Todos ellos, en algún momento, miran hacia el faro, o se acuerdan de él, o se imaginan que lo visitan, pero a cada uno su lejanía y su luz le afectan de manera distinta; llega un momento, incomparable en la literatura, en que no hay nadie que observe la luz del faro, nadie en la casa junto al mar que estuvo llena de presencias y de voces, nadie que escuche el crujido de las maderas del suelo o que presencie el movimiento suave de un chal colgado en una percha, o que perciba cómo la humedad va estropeando las páginas de los libros en una estantería o la ropa colgada en la oscuridad de un armario. Las cosas siguen existiendo, aunque nadie las mire o se acuerde de ellas. Los cristales de la casa deshabitada vibran con un retumbar muy lejano que es el de la guerra que está sucediendo en Europa.
Vuelvo una y otra vez a esa novela, que en español suele titularse Al faro, aunque a mí me gusta más y me parece más preciso Hacia el faro, que da mejor la idea de un deseo de llegar, de un estar mirando desde lejos. Vuelvo desde hace poco, porque, para mi vergüenza, he tardado mucho en leer a Virginia Woolf con la atención maravillada que merece. Vuelvo a la novela pero sobre todo a su parte central, la titulada Time passes, la más breve y sin embargo el eje de su simetría, de su admirable arquitectura sin peso, hecha de fluidez y claridad. El paso del tiempo no nos lo cuentan las palabras: lo sentimos casi físicamente fluyendo en ellas, en las frases tan hechas de tiempo como pasajes musicales, tan perceptibles en su fugacidad como una corriente de agua o de brisa, como la luz del sol y la luz del faro que recorren día tras día y noche tras noche las habitaciones de la casa cerrada. Muy lejos, los personajes continúan sus vidas, se hacen mayores, van a la guerra, mueren de parto o de cáncer, piensan en volver, posponen para otro año el regreso. Y mientras ellos no están, cada uno ausente en la novela de una vida que se esboza apenas en un dibujo muy rápido, en el interior de la casa acontece otra novela, una de las más difíciles y de las más asombrosas que yo he leído nunca, la del espacio deshabitado, la del agua de la lluvia que se filtra por una ventana cuyo marco ha empezado a pudrirse, la de los insectos que chocan contra los cristales o la lluvia que los golpea en una noche de invierno sin que nadie oiga ese sonido. Pero alguien lo sabe.
sábado, 30 de agosto de 2008
jueves, 21 de agosto de 2008
Catástrofes
Por Enric González en El País de 21 de agosto de 2008
Las catástrofes con muchos muertos ofrecen un gran escenario para las miserias del periodismo. Son miserias legítimas, inevitables. El propio periodista suele ser consciente de ellas, pero tiene que hacer su trabajo. Que, en un primer momento, consiste básicamente en estorbar. Hay gente que se ocupa de rescatar heridos y transportar cadáveres, hay médicos que intentan salvar vidas, hay familiares que esperan con una angustia indescriptible. La misión del periodista consiste en conseguir un dato, una frase, aunque ello suponga retrasar unos instantes el traslado de una víctima. No es un bonito espectáculo. Da lo mismo que alguien esté en una camilla: si se pone a tiro, se le acerca el micrófono. Una vez, tras un incendio forestal con víctimas, vi a un periodista radiofónico que insistía en arrancarle una declaración a un muerto. Supongo que el periodista le creía vivo, pero no pondría la mano en el fuego. Se trabaja en un ambiente de histeria y la lucidez sólo llega cuando acaba la urgencia.
A veces, los equipos de rescate y los servicios médicos se muestran asqueados por la avidez de los buitres de la prensa. Es cierto: en esa circunstancia, el reportero ejerce de bestia carroñera. El servicio público es así, señores. Y ustedes quieren información inmediata. Se agarran al televisor o al ordenador y exigen saber cuánta gente ha muerto, a ser posible con abundancia de detalles terroríficos. Todas las reglas quedan en suspenso. ¿El derecho de los familiares a la intimidad? No hay derecho que valga: les verán llorando, diciendo frases entrecortadas a un micrófono, asaltados en el momento en que son más frágiles.
No culpen al periodista. Hace su trabajo, contempla escenas que durante años poblarán sus pesadillas, asiste de cerca a la muerte y al dolor que la muerte causa, ayuda cuando le es posible. Si es concienzudo y permanece en su puesto hasta el final, cuando el dolor ya se ha ido, comprueba que incluso en las peores tragedias se cuela el sarcasmo. En el camping Los Alfaques, hace casi 30 años, murieron 215 personas carbonizadas. Fueron muchas horas retirando cadáveres negros y rígidos. A alguien se le ocurrió llevar comida a los exhaustos equipos de rescate: la cena, que nadie tocó, consistió en pollo asado.
Las catástrofes con muchos muertos ofrecen un gran escenario para las miserias del periodismo. Son miserias legítimas, inevitables. El propio periodista suele ser consciente de ellas, pero tiene que hacer su trabajo. Que, en un primer momento, consiste básicamente en estorbar. Hay gente que se ocupa de rescatar heridos y transportar cadáveres, hay médicos que intentan salvar vidas, hay familiares que esperan con una angustia indescriptible. La misión del periodista consiste en conseguir un dato, una frase, aunque ello suponga retrasar unos instantes el traslado de una víctima. No es un bonito espectáculo. Da lo mismo que alguien esté en una camilla: si se pone a tiro, se le acerca el micrófono. Una vez, tras un incendio forestal con víctimas, vi a un periodista radiofónico que insistía en arrancarle una declaración a un muerto. Supongo que el periodista le creía vivo, pero no pondría la mano en el fuego. Se trabaja en un ambiente de histeria y la lucidez sólo llega cuando acaba la urgencia.
A veces, los equipos de rescate y los servicios médicos se muestran asqueados por la avidez de los buitres de la prensa. Es cierto: en esa circunstancia, el reportero ejerce de bestia carroñera. El servicio público es así, señores. Y ustedes quieren información inmediata. Se agarran al televisor o al ordenador y exigen saber cuánta gente ha muerto, a ser posible con abundancia de detalles terroríficos. Todas las reglas quedan en suspenso. ¿El derecho de los familiares a la intimidad? No hay derecho que valga: les verán llorando, diciendo frases entrecortadas a un micrófono, asaltados en el momento en que son más frágiles.
No culpen al periodista. Hace su trabajo, contempla escenas que durante años poblarán sus pesadillas, asiste de cerca a la muerte y al dolor que la muerte causa, ayuda cuando le es posible. Si es concienzudo y permanece en su puesto hasta el final, cuando el dolor ya se ha ido, comprueba que incluso en las peores tragedias se cuela el sarcasmo. En el camping Los Alfaques, hace casi 30 años, murieron 215 personas carbonizadas. Fueron muchas horas retirando cadáveres negros y rígidos. A alguien se le ocurrió llevar comida a los exhaustos equipos de rescate: la cena, que nadie tocó, consistió en pollo asado.
jueves, 7 de agosto de 2008
Haciendo su trabajo
Por Antonio Muñoz Molina en El País (Babelia) de 2 de agosto de 2008
Charles Simic me contó que una vez, cuando era muy joven, una noche de finales de los años cincuenta, se atrevió a acercarse a Thelonious Monk en la barra del club Five Spots para decirle cuánto lo admiraba. Era una noche entre semana y el club estaba bastante vacío. Para los aficionados de ahora, educados en los discos y en los libros, en el romanticismo de las fotografías en blanco y negro, el Five Spots es un remoto lugar de leyenda. Para el hombre muy joven que vivía pobremente en Nueva York y tenía aún recuerdos muy cercanos de la guerra y del miedo en Europa, el jazz había sido, escuchado en la radio en Belgrado, la promesa de un mundo más jovial, mucho más amplio, menos hostil a la vida. Iba a los clubes y por el precio escaso de una cerveza que podía marear entre las manos hasta que se le quedaba caliente escuchaba a aquellos músicos prodigiosos cuya singularidad verdadera casi nadie advertía, porque la daban por supuesta, y porque eran muchos y tocaban en sitios que sólo la distancia del porvenir ha ennoblecido: clubes angostos, llenos de humo y de ruido, regentados por gánsteres, marcados por un grosero racismo. Una vez, a Miles Davis, que acababa de estrenar un traje nuevo, le dieron una paliza que lo dejó sin conocimiento unos policías a los que les había parecido sospechoso o provocador que un negro anduviera tan bien vestido.
En el Five Spots, con su cerveza mustia en la mano, Charles Simic escuchaba y veía hechizado a Thelonious Monk. Era muy joven, dice, agradecía las cosas pero ahora comprende que no les daba la importancia que merecían. Después de un aplauso anémico que resonaba más tristemente en la sala medio vacía, Monk, oscilando con su volumen y sus andares de plantígrado, con un sombrero estrambótico en la cabeza, se acercó a la barra en la que sólo estaba Charles Simic y se sentó en el taburete contiguo al suyo.
Simic tenía la timidez del fervor y de los veinte años. Escribía versos y se pasaba las noches leyendo, pero los músicos de jazz le parecían mucho más atractivos que los escritores. Thelonious Monk estaba inclinado montañosamente sobre la barra muy cerca de él, solo, bebiendo en silencio. Simic se armó de valor, tragó saliva y se acercó un poco más, diciendo el nombre, "Mr. Monk", tal vez en una voz demasiado baja para que Monk lo oyera, tan sumergido en ese mundo de niebla del que no salía nunca del todo, y en el que pasó recluido los últimos diez años de su vida. Por fin se volvió despacio, mirando al hombre mucho más joven con sus grandes ojos lentos y bovinos. Lo siguió mirando así, sin variar la expresión, sin hacer ni un gesto, sin parpadear, mientras Simic hablaba, mientras le decía cuánto había disfrutado el concierto, cuánta admiración sentía por él. Amedrentado, tal vez dominado por el sentimiento juvenil de ridículo, se quedó sin saber qué más decir. Monk seguía mirándolo, como se observa una rareza. En ningún momento despegó los labios. El hombre joven sonrió como pudo, apuró su cerveza ya caliente, pagó y se marchó del club.
Hará unos veinte años, en el club Clamores de Madrid, yo me atreví a acercarme a Johnny Griffin al final de una actuación imborrable. Sonrió, todavía exhausto, con sus ojos achinados, el saxo tenor colgando del cuello; me estrechó la mano con gratitud y dijo, con la incomodidad con que ciertas personas pudorosas reciben los elogios: "Es mi trabajo". Ayer, escuchando la radio, me enteré de que Johnny Griffin acababa de morir, a los 80 años, y me acordé de su figura menuda y de la fiera energía con que tocaba el saxo aquella noche en Madrid, la misma que hay en tantos de sus discos, que raramente aparecen entre los más celebrados del jazz, pero en los que brilla siempre la inspiración y la entereza de un músico que se pasó la vida trabajando en un oficio tan hermoso como sacrificado. A finales de los años cincuenta tocaba en el cuarteto de Thelonious Monk: es posible que Charles Simic lo escuchara en el Five Spots y no se acordara de él. Su cabeza pequeña y sonriente aparece en esa foto colectiva que tomó Art Kane delante de un edificio de Harlem en 1958 y en la que puede verse, sin la menor duda, la mayor concentración de talento musical del siglo pasado.
No recuerdo ahora si estará en esa foto otro de los más tenaces trabajadores del jazz, el batería Jimmy Cobb, que entonces era sólo un año más joven que Johnny Griffin, y que estaba a punto de participar en la grabación de Kind of Blue, uno de esos pocos discos que por más que se escuchen siempre quedan por encima de su propia leyenda. Cómo no va a tener algo de mitológico un tiempo en el que Miles Davis, John Coltrane, Cannoball Adderley, Wynton Kelly, Paul Chambers, Bill Evans, se juntaban para grabar en la misma sesión. De todos ellos, sólo Jimmy Cobb está vivo.
En la barra del club Smoke, uno de estos días finales de julio, lo veo tomando una cerveza. Jimmy Cobb, que está en la gran historia de la música, ha tocado esta noche no como una estrella, sino acompañando a un pianista muy joven, Dan Nimmer, que tiene apenas 26 años, y a un contrabajista que también podría ser su nieto, John Webber. Dan Nimmer viene de la escuela del pianismo suntuoso de Art Tatum, pero también sabe ser rápido y seco, con esa cercanía lacónica a los blues que hay siempre en Duke Ellington y Count Basie. Con su traje y su corbata, a pesar de la noche de julio, con sus gafas de concha, Dan Nimmel tiene algo de ese empollón apasionado que esconde un alma de gamberro. Cincuenta y tantos años mayor que él, ancho y fornido, con una cara saludable, con una camisa azul y una gorra que le dan aspecto de cartero, Jimmy Cobb roza los platillos como si dibujara una acuarela, haciéndolo todo resonancia, y da unos golpes breves en el filo de los tambores o en los mástiles metálicos que se enredan en una especie de telegrafía con las notas sueltas del piano y la pulsación del contrabajo: igual podría golpear delicadamente con las baquetas la columna de hierro que hay junto a la batería o los ladrillos de la pared. No hay ni rastro de exhibicionismo, ni pirotecnias de percusión, nada que sugiera que ese hombre es un maestro. Al terminar toma algo en la barra cerca de mí, con los otros músicos, relajado y sonriente, con el alivio de quien ha hecho bien su trabajo, y yo no me atrevo a felicitarlo.
Músicos que para nosotros ahora son parte de una historia tan gloriosa como inaccesible, cuyos discos coleccionamos como reliquias y acerca de los cuales leemos en los libros, tocaban hace treinta o cuarenta años en los clubes de Nueva York sin que nadie les hiciera demasiado caso, en una época en la que el jazz había perdido el favor de la moda.
Charles Simic me contó que una vez, cuando era muy joven, una noche de finales de los años cincuenta, se atrevió a acercarse a Thelonious Monk en la barra del club Five Spots para decirle cuánto lo admiraba. Era una noche entre semana y el club estaba bastante vacío. Para los aficionados de ahora, educados en los discos y en los libros, en el romanticismo de las fotografías en blanco y negro, el Five Spots es un remoto lugar de leyenda. Para el hombre muy joven que vivía pobremente en Nueva York y tenía aún recuerdos muy cercanos de la guerra y del miedo en Europa, el jazz había sido, escuchado en la radio en Belgrado, la promesa de un mundo más jovial, mucho más amplio, menos hostil a la vida. Iba a los clubes y por el precio escaso de una cerveza que podía marear entre las manos hasta que se le quedaba caliente escuchaba a aquellos músicos prodigiosos cuya singularidad verdadera casi nadie advertía, porque la daban por supuesta, y porque eran muchos y tocaban en sitios que sólo la distancia del porvenir ha ennoblecido: clubes angostos, llenos de humo y de ruido, regentados por gánsteres, marcados por un grosero racismo. Una vez, a Miles Davis, que acababa de estrenar un traje nuevo, le dieron una paliza que lo dejó sin conocimiento unos policías a los que les había parecido sospechoso o provocador que un negro anduviera tan bien vestido.
En el Five Spots, con su cerveza mustia en la mano, Charles Simic escuchaba y veía hechizado a Thelonious Monk. Era muy joven, dice, agradecía las cosas pero ahora comprende que no les daba la importancia que merecían. Después de un aplauso anémico que resonaba más tristemente en la sala medio vacía, Monk, oscilando con su volumen y sus andares de plantígrado, con un sombrero estrambótico en la cabeza, se acercó a la barra en la que sólo estaba Charles Simic y se sentó en el taburete contiguo al suyo.
Simic tenía la timidez del fervor y de los veinte años. Escribía versos y se pasaba las noches leyendo, pero los músicos de jazz le parecían mucho más atractivos que los escritores. Thelonious Monk estaba inclinado montañosamente sobre la barra muy cerca de él, solo, bebiendo en silencio. Simic se armó de valor, tragó saliva y se acercó un poco más, diciendo el nombre, "Mr. Monk", tal vez en una voz demasiado baja para que Monk lo oyera, tan sumergido en ese mundo de niebla del que no salía nunca del todo, y en el que pasó recluido los últimos diez años de su vida. Por fin se volvió despacio, mirando al hombre mucho más joven con sus grandes ojos lentos y bovinos. Lo siguió mirando así, sin variar la expresión, sin hacer ni un gesto, sin parpadear, mientras Simic hablaba, mientras le decía cuánto había disfrutado el concierto, cuánta admiración sentía por él. Amedrentado, tal vez dominado por el sentimiento juvenil de ridículo, se quedó sin saber qué más decir. Monk seguía mirándolo, como se observa una rareza. En ningún momento despegó los labios. El hombre joven sonrió como pudo, apuró su cerveza ya caliente, pagó y se marchó del club.
Hará unos veinte años, en el club Clamores de Madrid, yo me atreví a acercarme a Johnny Griffin al final de una actuación imborrable. Sonrió, todavía exhausto, con sus ojos achinados, el saxo tenor colgando del cuello; me estrechó la mano con gratitud y dijo, con la incomodidad con que ciertas personas pudorosas reciben los elogios: "Es mi trabajo". Ayer, escuchando la radio, me enteré de que Johnny Griffin acababa de morir, a los 80 años, y me acordé de su figura menuda y de la fiera energía con que tocaba el saxo aquella noche en Madrid, la misma que hay en tantos de sus discos, que raramente aparecen entre los más celebrados del jazz, pero en los que brilla siempre la inspiración y la entereza de un músico que se pasó la vida trabajando en un oficio tan hermoso como sacrificado. A finales de los años cincuenta tocaba en el cuarteto de Thelonious Monk: es posible que Charles Simic lo escuchara en el Five Spots y no se acordara de él. Su cabeza pequeña y sonriente aparece en esa foto colectiva que tomó Art Kane delante de un edificio de Harlem en 1958 y en la que puede verse, sin la menor duda, la mayor concentración de talento musical del siglo pasado.
No recuerdo ahora si estará en esa foto otro de los más tenaces trabajadores del jazz, el batería Jimmy Cobb, que entonces era sólo un año más joven que Johnny Griffin, y que estaba a punto de participar en la grabación de Kind of Blue, uno de esos pocos discos que por más que se escuchen siempre quedan por encima de su propia leyenda. Cómo no va a tener algo de mitológico un tiempo en el que Miles Davis, John Coltrane, Cannoball Adderley, Wynton Kelly, Paul Chambers, Bill Evans, se juntaban para grabar en la misma sesión. De todos ellos, sólo Jimmy Cobb está vivo.
En la barra del club Smoke, uno de estos días finales de julio, lo veo tomando una cerveza. Jimmy Cobb, que está en la gran historia de la música, ha tocado esta noche no como una estrella, sino acompañando a un pianista muy joven, Dan Nimmer, que tiene apenas 26 años, y a un contrabajista que también podría ser su nieto, John Webber. Dan Nimmer viene de la escuela del pianismo suntuoso de Art Tatum, pero también sabe ser rápido y seco, con esa cercanía lacónica a los blues que hay siempre en Duke Ellington y Count Basie. Con su traje y su corbata, a pesar de la noche de julio, con sus gafas de concha, Dan Nimmel tiene algo de ese empollón apasionado que esconde un alma de gamberro. Cincuenta y tantos años mayor que él, ancho y fornido, con una cara saludable, con una camisa azul y una gorra que le dan aspecto de cartero, Jimmy Cobb roza los platillos como si dibujara una acuarela, haciéndolo todo resonancia, y da unos golpes breves en el filo de los tambores o en los mástiles metálicos que se enredan en una especie de telegrafía con las notas sueltas del piano y la pulsación del contrabajo: igual podría golpear delicadamente con las baquetas la columna de hierro que hay junto a la batería o los ladrillos de la pared. No hay ni rastro de exhibicionismo, ni pirotecnias de percusión, nada que sugiera que ese hombre es un maestro. Al terminar toma algo en la barra cerca de mí, con los otros músicos, relajado y sonriente, con el alivio de quien ha hecho bien su trabajo, y yo no me atrevo a felicitarlo.
Músicos que para nosotros ahora son parte de una historia tan gloriosa como inaccesible, cuyos discos coleccionamos como reliquias y acerca de los cuales leemos en los libros, tocaban hace treinta o cuarenta años en los clubes de Nueva York sin que nadie les hiciera demasiado caso, en una época en la que el jazz había perdido el favor de la moda.
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Original
Por Enric González en El País de 7 de agosto de 2008
Hubo una época en que idear una serie original resultaba sencillísimo. Bastaba un policía con cualquier circunstancia peculiar: un policía inválido (Ironside), un policía gordo (Cannon), un policía con un loro (Baretta). Hablamos de la antigüedad, claro. Con los años, las cosas se fueron complicando. Ya no bastaba con añadir un detalle curioso. Si se producía una serie de médicos, el protagonista tenía que ser raro de narices (un misántropo toxicómano, como el doctor House); si la serie giraba en torno a un forense, el forense tenía que ser un psicópata asesino (Dexter) o trabajar sobre casos absolutamente marcianos (CSI). La sociedad estadounidense HBO ha sido estos últimos años quien más ha forzado las meninges de sus guionistas. ¿Una comedia dramática? Nada más divertido y humano que una empresa de pompas fúnebres (Dos metros bajo tierra). ¿Una del oeste? Pues una recreación de los dramas de Shakespeare (Deadwood). ¿Una saga familiar? Ahí están los mafiosos de Los Soprano. TNT, productora rival de HBO, no se quedó atrás. El año pasado lanzó una serie protagonizada por una policía cínica, alcohólica y (niños, por favor, no leáis esto) fumadora, más o menos homicida y acompañada por un ángel. Se trata de Salvando a Grace, que Cuatro estrena esta noche en España. ¿Qué podía hacer HBO, sino pisar el acelerador? Su penúltimo invento, que se estrena hoy en Estados Unidos, se llama True blood y gira en torno al movimiento vampírico internacional. Siempre hay, sin embargo, un más allá. Lo ultimísimo de HBO, aún en fase de preparación, se llama Hung. ¿Argumento? Un entrenador de baloncesto posee un pene faraónico, y decide rentabilizarlo. Llegados a este punto, ¿qué podemos esperar para el futuro? Pidámoslo todo: un psicópata asesino que trabaje como médico de enfermedades difíciles, que disponga de un original equipo de colaboradores (pongamos un ángel, un vampiro y un cadáver embalsamado), que sea perseguido por un mafioso neurótico y que, naturalmente, cure a sus pacientes con un portentoso golpe de picha.
Hubo una época en que idear una serie original resultaba sencillísimo. Bastaba un policía con cualquier circunstancia peculiar: un policía inválido (Ironside), un policía gordo (Cannon), un policía con un loro (Baretta). Hablamos de la antigüedad, claro. Con los años, las cosas se fueron complicando. Ya no bastaba con añadir un detalle curioso. Si se producía una serie de médicos, el protagonista tenía que ser raro de narices (un misántropo toxicómano, como el doctor House); si la serie giraba en torno a un forense, el forense tenía que ser un psicópata asesino (Dexter) o trabajar sobre casos absolutamente marcianos (CSI). La sociedad estadounidense HBO ha sido estos últimos años quien más ha forzado las meninges de sus guionistas. ¿Una comedia dramática? Nada más divertido y humano que una empresa de pompas fúnebres (Dos metros bajo tierra). ¿Una del oeste? Pues una recreación de los dramas de Shakespeare (Deadwood). ¿Una saga familiar? Ahí están los mafiosos de Los Soprano. TNT, productora rival de HBO, no se quedó atrás. El año pasado lanzó una serie protagonizada por una policía cínica, alcohólica y (niños, por favor, no leáis esto) fumadora, más o menos homicida y acompañada por un ángel. Se trata de Salvando a Grace, que Cuatro estrena esta noche en España. ¿Qué podía hacer HBO, sino pisar el acelerador? Su penúltimo invento, que se estrena hoy en Estados Unidos, se llama True blood y gira en torno al movimiento vampírico internacional. Siempre hay, sin embargo, un más allá. Lo ultimísimo de HBO, aún en fase de preparación, se llama Hung. ¿Argumento? Un entrenador de baloncesto posee un pene faraónico, y decide rentabilizarlo. Llegados a este punto, ¿qué podemos esperar para el futuro? Pidámoslo todo: un psicópata asesino que trabaje como médico de enfermedades difíciles, que disponga de un original equipo de colaboradores (pongamos un ángel, un vampiro y un cadáver embalsamado), que sea perseguido por un mafioso neurótico y que, naturalmente, cure a sus pacientes con un portentoso golpe de picha.
miércoles, 6 de agosto de 2008
La nacionalidad de las empresas
Por Juan Francisco Martín Seco en Estrella Digital de 6 de agosto de 2008
La indignación de los patriotas se ha desatado una vez más. En esta ocasión, con el anuncio de que Chávez está dispuesto a nacionalizar el Banco de Venezuela, filial del Santander. “En el extranjero se está maltratando a las empresas españolas”. ¿Españolas? ¿No habíamos quedado en que con eso de la globalización las empresas no tienen nacionalidad?
En un orden económico presidido por la libre circulación de capitales, ¿cabe hablar de empresas nacionales y extranjeras? ¿Qué criterios emplear para clasificarlas en uno u otro grupo? Cuando todo español -si tiene dinero, claro- puede invertir por Internet en las empresas de Europa y todo europeo invertir en las que llamamos españolas, ¿podemos saber en qué manos está y de qué nacionalidad es el capital de, por ejemplo, las sociedades del Ibex? El mismo hecho de que el Banco de Venezuela pertenezca al Banco de Santander ¿no es señal clara de lo relativo que resulta asignar nacionalidad a las sociedades cuando son privadas? Las únicas empresas nacionales son las públicas. Quizás por eso Chávez y algún que otro mandatario latinoamericano se plantean nacionalizar las compañías estratégicas.
Cada vez son más los países latinoamericanos que están de vuelta de la aventura neoliberal, y sus poblaciones son conscientes del desastre al que les han conducido sus postulados. Por eso, aunque no les guste a los países desarrollados y a pesar de las presiones desatadas en contra por las fuerzas económicas, están eligiendo a mandatarios que, con todos sus defectos e incluso equivocaciones, quieren desandar el camino emprendido, en el convencimiento de que nada podrá ser peor que la situación a la que la globalización y el neoliberalismo les han abocado. Es en este escenario donde se encuadra el ansia de muchos países por recobrar las empresas vitales que fueron malvendidas al capital extranjero y que este explota con pingües beneficios y condiciones muchas veces leoninas para los consumidores y naturales del país.
Los voceros de la derecha española, que son muchos más de los que se confiesan tales, arremeten contra el Gobierno porque, según ellos, no defiende a las empresas nacionales. Quieren identificar los intereses del Banco de Santander, del BBVA, de Repsol, de Endesa, de Telefónica, etc., con los intereses de los españoles, cuando la gran mayoría carece de cualquier capacidad de ahorro y por lo tanto de jugar a la bolsa, e incluso aquella minoría que invierte en acciones lo hace, casi en su totalidad, en una cantidad tan nimia que sin duda resulta una exageración afirmar que sus intereses están unidos a los de estas grandes sociedades.
El llamado capitalismo popular es uno de los mayores embustes del neoliberalismo económico. Creado con el único objetivo de buscar la complicidad de un número mayor de ciudadanos, insuflándoles el espejismo de que, por el hecho de poseer unas pocas acciones de las empresas, sus intereses son los de éstas y los de sus grandes accionistas o gestores.
De tener algún interés en ellas, es mucho más como consumidores y usuarios que como propietarios. De nada les vale ganar unos cuantos euros en bolsa si la contrapartida va a consistir en mayores gastos al consumir los servicios que esas sociedades proporcionan. Nadie puede llamarse a engaño. Alguien, por ejemplo, va a pagar las revalorizaciones que se han producido en el sector eléctrico, y ese alguien no puede ser más que el consumidor, tal como lo estamos viendo, a través de notables incrementos en las tarifas y una mayor concentración en el mercado.
Con la paparrucha del capitalismo popular se pretende que todos cerremos filas y defendamos el patrimonio de un número reducido de familias, identificándolo con el interés nacional. El interés de la mayoría de los españoles, que es el que tiene que defender el Gobierno, está más cerca del bienestar de los venezolanos que de los beneficios de los grandes accionistas, sean nacionales o extranjeros, de estas compañías. Incluso, una vez que estas empresas gigantes han sido privatizadas, al español medio poco le importa que el capital de la empresa que le suministra el gas o la electricidad, le vende la gasolina o le concede la hipoteca sea español o foráneo. Se van a portar de igual manera.
La indignación de los patriotas se ha desatado una vez más. En esta ocasión, con el anuncio de que Chávez está dispuesto a nacionalizar el Banco de Venezuela, filial del Santander. “En el extranjero se está maltratando a las empresas españolas”. ¿Españolas? ¿No habíamos quedado en que con eso de la globalización las empresas no tienen nacionalidad?
En un orden económico presidido por la libre circulación de capitales, ¿cabe hablar de empresas nacionales y extranjeras? ¿Qué criterios emplear para clasificarlas en uno u otro grupo? Cuando todo español -si tiene dinero, claro- puede invertir por Internet en las empresas de Europa y todo europeo invertir en las que llamamos españolas, ¿podemos saber en qué manos está y de qué nacionalidad es el capital de, por ejemplo, las sociedades del Ibex? El mismo hecho de que el Banco de Venezuela pertenezca al Banco de Santander ¿no es señal clara de lo relativo que resulta asignar nacionalidad a las sociedades cuando son privadas? Las únicas empresas nacionales son las públicas. Quizás por eso Chávez y algún que otro mandatario latinoamericano se plantean nacionalizar las compañías estratégicas.
Cada vez son más los países latinoamericanos que están de vuelta de la aventura neoliberal, y sus poblaciones son conscientes del desastre al que les han conducido sus postulados. Por eso, aunque no les guste a los países desarrollados y a pesar de las presiones desatadas en contra por las fuerzas económicas, están eligiendo a mandatarios que, con todos sus defectos e incluso equivocaciones, quieren desandar el camino emprendido, en el convencimiento de que nada podrá ser peor que la situación a la que la globalización y el neoliberalismo les han abocado. Es en este escenario donde se encuadra el ansia de muchos países por recobrar las empresas vitales que fueron malvendidas al capital extranjero y que este explota con pingües beneficios y condiciones muchas veces leoninas para los consumidores y naturales del país.
Los voceros de la derecha española, que son muchos más de los que se confiesan tales, arremeten contra el Gobierno porque, según ellos, no defiende a las empresas nacionales. Quieren identificar los intereses del Banco de Santander, del BBVA, de Repsol, de Endesa, de Telefónica, etc., con los intereses de los españoles, cuando la gran mayoría carece de cualquier capacidad de ahorro y por lo tanto de jugar a la bolsa, e incluso aquella minoría que invierte en acciones lo hace, casi en su totalidad, en una cantidad tan nimia que sin duda resulta una exageración afirmar que sus intereses están unidos a los de estas grandes sociedades.
El llamado capitalismo popular es uno de los mayores embustes del neoliberalismo económico. Creado con el único objetivo de buscar la complicidad de un número mayor de ciudadanos, insuflándoles el espejismo de que, por el hecho de poseer unas pocas acciones de las empresas, sus intereses son los de éstas y los de sus grandes accionistas o gestores.
De tener algún interés en ellas, es mucho más como consumidores y usuarios que como propietarios. De nada les vale ganar unos cuantos euros en bolsa si la contrapartida va a consistir en mayores gastos al consumir los servicios que esas sociedades proporcionan. Nadie puede llamarse a engaño. Alguien, por ejemplo, va a pagar las revalorizaciones que se han producido en el sector eléctrico, y ese alguien no puede ser más que el consumidor, tal como lo estamos viendo, a través de notables incrementos en las tarifas y una mayor concentración en el mercado.
Con la paparrucha del capitalismo popular se pretende que todos cerremos filas y defendamos el patrimonio de un número reducido de familias, identificándolo con el interés nacional. El interés de la mayoría de los españoles, que es el que tiene que defender el Gobierno, está más cerca del bienestar de los venezolanos que de los beneficios de los grandes accionistas, sean nacionales o extranjeros, de estas compañías. Incluso, una vez que estas empresas gigantes han sido privatizadas, al español medio poco le importa que el capital de la empresa que le suministra el gas o la electricidad, le vende la gasolina o le concede la hipoteca sea español o foráneo. Se van a portar de igual manera.
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Juan Francisco Martín Seco,
La Estrella Digital
El amigo del tirano
Por Antonio Muñoz Molina en El País (Babelia) de 26 de julio de 2007
En uno de los raros cafés de Manhattan que no son ya Starbucks clónicos mi amigo Vicente Echerri me cuenta que tantos años después de salir de Cuba la isla sigue apareciendo casi cada noche en sus sueños. Pero el tiempo ha pasado, y los lugares de la memoria se van contagiando de presente. Mi amigo, que tiene unos sesenta años, sueña que es un niño de doce que sale de su casa para ir a la escuela, con la mochila a la espalda, pero no está en La Habana, sino en un andén del metro de Nueva York. Cuando sube las escaleras, deprisa para no llegar tarde, emerge en la Quinta Avenida, y ve a otro niño, amigo suyo, que está cruzando la calle también camino de la escuela. La acera de este lado es Manhattan; la del otro es La Habana. Mi amigo llama al otro chico para que le espere, para caminar juntos el último tramo, pero quizás el tráfico borra su voz, o tal vez no le sale de la garganta, como suele suceder en los sueños. Vicente Echerri se despierta una mañana de junio recordando su sueño melancólico, en Jersey City, muy lejos de la isla de la que su alma no se ha ido nunca, y a la que probablemente nunca volverá.
En la otra isla donde nos hemos citado, la de Manhattan, hace un calor de trópico, que no llegan a aliviar ni los ventiladores ni la penumbra de la Hungarian Pastry Shop. He llegado al café un poco antes de tiempo y espero mirando hacia la claridad candente de la entrada, donde aparece de vez en cuando alguna figura exhausta y sudorosa en camiseta y en bermudas, buscando una bebida muy fría, un poco de sombra. Pero llega Vicente Echerri y parece que está entrando en un café de La Habana, no la ciudad arruinada de ahora, ni la cada vez más borrosa de los recuerdos, sino la que sigue inalterable en sus sueños: un hombre alto, muy delgado, vestido con un traje claro, formal pero muy ligero, con una formalidad de veraneos de otra época. Vicente escribe cuentos que suceden siempre en Trinidad, la pequeña capital provinciana de su infancia, historias más o menos fabulosas que escuchaba de niño, y que se remontan a los tiempos anteriores a la independencia, a unas vidas de peripecias mínimas como chismes o rumores de pueblo, contadas en un tono que está entre Chéjov y Clarín.
A Vicente ni se le ocurre la posibilidad de que esos cuentos se publiquen alguna vez en Cuba. Sentados en el café conversamos sobre literatura y sobre la duración de un exilio que ya va siendo más largo que muchas vidas humanas. Lo que yo doy por supuesto a él le ha sido negado, el alimento y el aire que hacen posible la escritura, el público lector, y más hondo todavía que eso, el sonido de la lengua, el habla viva de nuestros compatriotas, la particular pulsación que tiene la vida en el país donde uno se ha criado. Hablamos del aprendizaje de ir y de volver; de aquellos grandiosos cantaores flamencos que hilaron entre el Caribe y la bahía de Cádiz los cantes de ida y vuelta. Me acuerdo de una letra de Pepe de la Matrona que lo resume todo en cuatro versos: "Tú no te mueras / sin ir a España; /allí la uva / aquí la caña".
Me he acordado de mi amigo cubano leyendo en estas páginas una crónica de Mauricio Vicent sobre otro regreso a La Habana, el de Gabriel García Márquez. Siempre es algo aterrador que la figura de alguien sea tan hipertrófica que baste su nombre de pila o su diminutivo para designarlo: Gabo, Fidel. Gabo viaja a La Habana y como es su costumbre se encuentra con su amigo Fidel, y también con otro amigo algo menos importante, Raúl, que sí necesita el apellido. Tanto García Márquez como Mauricio Vicent viven de un oficio inviable sin la libertad de expresión, pero en la crónica se sugiere como de pasada que para garantizar la intimidad del escritor los periódicos no están autorizados a informar de su presencia, de la que sólo se ha sabido por un artículo de Fidel. De Fidel Castro. Para qué van a hablar otros si ya está él para decir lo que conviene en un monólogo monstruoso de más de medio siglo. El escritor cuya sombra napoleónica cubre la extensión entera de la literatura de su país se encuentra con el tirano que lleva cincuenta años avasallando el suyo, y el hecho parece aceptarse con tanta normalidad como si se tratara de una reunión de viejos amigos. Al tirano octogenario le halaga que vayan a visitarlo intelectuales, los cuales siempre contarán después con admiración lo aficionado que es a la literatura, lo despierto que permanece a todo. Los intelectuales que rinden pleitesía al tirano y le llaman por su nombre de pila suelen venir de países democráticos en los que se declaran muy críticos contra el poder, pero se ve que para que tanta rebeldía se vuelva reverencia sólo hace falta que el poder sea absoluto. Cultivan una solidaridad abnegada, casi heroica, pero sólo con los verdugos, nunca con las víctimas, y tienen el corazón de hielo para los perseguidos que no se ajustan a su ortodoxia. En esas conversaciones tan entrañables y que duran tantas horas, no parece factible que García Márquez haya protestado ante Fidel Castro por la suerte de tantos cubanos cuyo único delito ha sido y es intentar dedicarse a lo mismo que él hace, a contar historias, o la de tantos otros expulsados, huidos, encarcelados, sacrificados, aplastados por la duración inhumana de una dictadura que empezó cuando mi amigo Vicente Echerri era un chico de doce años.
Me he acordado de él leyendo esa crónica, y también de Paquito d'Rivera, que lleva ya casi treinta años de exilio y sigue tocando con la misma furia que si estuviera en un cabaré de La Habana, y de Bebo Valdés, y de tantos cubanos a los que me he encontrado por el mundo, calumniados por la tiranía y por sus cómplices con el nombre infame de gusanos, llenos de nostalgia y a la vez de energía y de talento para abrirse paso donde quiera que los lleve el destierro, acostumbrados a ser sospechosos para el señoritismo miserable de intelectuales europeos y estrellas tarambanas del cine que gozan todos los privilegios de la libertad y de vez en cuando se conceden unas vacaciones pagadas de turismo revolucionario. En cuanto a García Márquez, que tantas veces ha escrito sobre la megalomanía delirante de los poderosos, tal vez lo que le atrae de Castro es que se parece a ese modelo doble de escritor y caudillo que sólo se da en las débiles y serviles sociedades hispánicas: el que lo quiere todo, el que no tiene a nadie que le haga sombra, el que despierta miedo y exige pleitesía, el que se convierte con exclusividad asfixiante en la encarnación de un país, el que recibe todos los premios y todas las medallas y todavía quiere más, el que es olvidado con alivio general en cuanto terminan sus pomposas exequias.
En uno de los raros cafés de Manhattan que no son ya Starbucks clónicos mi amigo Vicente Echerri me cuenta que tantos años después de salir de Cuba la isla sigue apareciendo casi cada noche en sus sueños. Pero el tiempo ha pasado, y los lugares de la memoria se van contagiando de presente. Mi amigo, que tiene unos sesenta años, sueña que es un niño de doce que sale de su casa para ir a la escuela, con la mochila a la espalda, pero no está en La Habana, sino en un andén del metro de Nueva York. Cuando sube las escaleras, deprisa para no llegar tarde, emerge en la Quinta Avenida, y ve a otro niño, amigo suyo, que está cruzando la calle también camino de la escuela. La acera de este lado es Manhattan; la del otro es La Habana. Mi amigo llama al otro chico para que le espere, para caminar juntos el último tramo, pero quizás el tráfico borra su voz, o tal vez no le sale de la garganta, como suele suceder en los sueños. Vicente Echerri se despierta una mañana de junio recordando su sueño melancólico, en Jersey City, muy lejos de la isla de la que su alma no se ha ido nunca, y a la que probablemente nunca volverá.
En la otra isla donde nos hemos citado, la de Manhattan, hace un calor de trópico, que no llegan a aliviar ni los ventiladores ni la penumbra de la Hungarian Pastry Shop. He llegado al café un poco antes de tiempo y espero mirando hacia la claridad candente de la entrada, donde aparece de vez en cuando alguna figura exhausta y sudorosa en camiseta y en bermudas, buscando una bebida muy fría, un poco de sombra. Pero llega Vicente Echerri y parece que está entrando en un café de La Habana, no la ciudad arruinada de ahora, ni la cada vez más borrosa de los recuerdos, sino la que sigue inalterable en sus sueños: un hombre alto, muy delgado, vestido con un traje claro, formal pero muy ligero, con una formalidad de veraneos de otra época. Vicente escribe cuentos que suceden siempre en Trinidad, la pequeña capital provinciana de su infancia, historias más o menos fabulosas que escuchaba de niño, y que se remontan a los tiempos anteriores a la independencia, a unas vidas de peripecias mínimas como chismes o rumores de pueblo, contadas en un tono que está entre Chéjov y Clarín.
A Vicente ni se le ocurre la posibilidad de que esos cuentos se publiquen alguna vez en Cuba. Sentados en el café conversamos sobre literatura y sobre la duración de un exilio que ya va siendo más largo que muchas vidas humanas. Lo que yo doy por supuesto a él le ha sido negado, el alimento y el aire que hacen posible la escritura, el público lector, y más hondo todavía que eso, el sonido de la lengua, el habla viva de nuestros compatriotas, la particular pulsación que tiene la vida en el país donde uno se ha criado. Hablamos del aprendizaje de ir y de volver; de aquellos grandiosos cantaores flamencos que hilaron entre el Caribe y la bahía de Cádiz los cantes de ida y vuelta. Me acuerdo de una letra de Pepe de la Matrona que lo resume todo en cuatro versos: "Tú no te mueras / sin ir a España; /allí la uva / aquí la caña".
Me he acordado de mi amigo cubano leyendo en estas páginas una crónica de Mauricio Vicent sobre otro regreso a La Habana, el de Gabriel García Márquez. Siempre es algo aterrador que la figura de alguien sea tan hipertrófica que baste su nombre de pila o su diminutivo para designarlo: Gabo, Fidel. Gabo viaja a La Habana y como es su costumbre se encuentra con su amigo Fidel, y también con otro amigo algo menos importante, Raúl, que sí necesita el apellido. Tanto García Márquez como Mauricio Vicent viven de un oficio inviable sin la libertad de expresión, pero en la crónica se sugiere como de pasada que para garantizar la intimidad del escritor los periódicos no están autorizados a informar de su presencia, de la que sólo se ha sabido por un artículo de Fidel. De Fidel Castro. Para qué van a hablar otros si ya está él para decir lo que conviene en un monólogo monstruoso de más de medio siglo. El escritor cuya sombra napoleónica cubre la extensión entera de la literatura de su país se encuentra con el tirano que lleva cincuenta años avasallando el suyo, y el hecho parece aceptarse con tanta normalidad como si se tratara de una reunión de viejos amigos. Al tirano octogenario le halaga que vayan a visitarlo intelectuales, los cuales siempre contarán después con admiración lo aficionado que es a la literatura, lo despierto que permanece a todo. Los intelectuales que rinden pleitesía al tirano y le llaman por su nombre de pila suelen venir de países democráticos en los que se declaran muy críticos contra el poder, pero se ve que para que tanta rebeldía se vuelva reverencia sólo hace falta que el poder sea absoluto. Cultivan una solidaridad abnegada, casi heroica, pero sólo con los verdugos, nunca con las víctimas, y tienen el corazón de hielo para los perseguidos que no se ajustan a su ortodoxia. En esas conversaciones tan entrañables y que duran tantas horas, no parece factible que García Márquez haya protestado ante Fidel Castro por la suerte de tantos cubanos cuyo único delito ha sido y es intentar dedicarse a lo mismo que él hace, a contar historias, o la de tantos otros expulsados, huidos, encarcelados, sacrificados, aplastados por la duración inhumana de una dictadura que empezó cuando mi amigo Vicente Echerri era un chico de doce años.
Me he acordado de él leyendo esa crónica, y también de Paquito d'Rivera, que lleva ya casi treinta años de exilio y sigue tocando con la misma furia que si estuviera en un cabaré de La Habana, y de Bebo Valdés, y de tantos cubanos a los que me he encontrado por el mundo, calumniados por la tiranía y por sus cómplices con el nombre infame de gusanos, llenos de nostalgia y a la vez de energía y de talento para abrirse paso donde quiera que los lleve el destierro, acostumbrados a ser sospechosos para el señoritismo miserable de intelectuales europeos y estrellas tarambanas del cine que gozan todos los privilegios de la libertad y de vez en cuando se conceden unas vacaciones pagadas de turismo revolucionario. En cuanto a García Márquez, que tantas veces ha escrito sobre la megalomanía delirante de los poderosos, tal vez lo que le atrae de Castro es que se parece a ese modelo doble de escritor y caudillo que sólo se da en las débiles y serviles sociedades hispánicas: el que lo quiere todo, el que no tiene a nadie que le haga sombra, el que despierta miedo y exige pleitesía, el que se convierte con exclusividad asfixiante en la encarnación de un país, el que recibe todos los premios y todas las medallas y todavía quiere más, el que es olvidado con alivio general en cuanto terminan sus pomposas exequias.
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