Por Antonio Muñoz Molina en El País (BABELIA) de 19 de julio de 2008
Hay un haiku de Borges del que me acuerdo cada vez que abro To the Lighthouse: "En el desierto / acontece la aurora. / Alguien lo sabe". La interpretación puede ser teológica, o sólo literaria, y en cualquier caso ya se sabe que para Borges la teología era una rama de la literatura fantástica. Ese alguien que sabe algo de lo que ningunos ojos humanos son testigos sería el Dios omnisciente o ese narrador no menos fantasmal de las novelas al que se viene aplicando el mismo calificativo: el que lo ve todo, el que espía todos los pensamientos, el que ha leído unas palabras escritas en arena y borradas a los pocos minutos por una ola, el que está en el retrete donde Leopold Bloom se alivia voluptuosamente leyendo el periódico y en la alcoba donde Anita Ozores se revuelve de misticismo y deseo en el insomnio, el único, aparte de la mujer asesinada, que ha visto la mirada en los ojos de Raskolnikov en el momento en que levantaba el hacha, el que ha acompañado al capitán Nemo cuando se cerraban por última vez las escotillas del Nautilus.
A los profesores, a los teóricos, a los arbitristas de cómo han de ser o no ser las novelas, el narrador omnisciente les irrita mucho, tanto como el Dios que lo sabe todo y lleva la cuenta de todos los pecados nos irritaba a los librepensadores precoces cuando queríamos desprendernos de la capa de ceniza sombría del catolicismo franquista. De vez en cuando se leen diatribas indignadas: el narrador, en una novela, no debería saber más que sus personajes; el único narrador posible es el personaje que cuenta en primera persona, etcétera. Ahora que lo pienso, es una actitud muy propia en una época de hipertrofia del yo, alimentada y fortalecida por tantas tecnologías que le permiten a uno vivir cada vez más en una burbuja de egolatría caprichosa y comunicar al mundo de manera inmediata cada valiosa ocurrencia en el querido diario de un blog. La aurora del desierto no necesita testigos para suceder; de hecho, las auroras, igual que los anocheceres, o que las apariciones de la luna, o que la floración de los almendros, han sucedido sobre la tierra a lo largo de millones de años antes de que ningunos ojos humanos pudieran mirarlas. Pero esa idea es irritante, incluso inaceptable, para la nueva época del yo absoluto, que imagina que nada existe fuera de él, con la misma convicción con que un aficionado al horóscopo considera verosímil que las estrellas se ordenen con la finalidad de predecirle si su novia dejará de quererlo o si le subirán el sueldo el año que viene. Cada artefacto nuevo lleva en el nombre la marca del yo, de lo mío, del tú que no es el otro sino el reflejo narcisista de la propia identidad: I-pod; I-phone; My-Space; YouTube.
To the Lighthouse, como Mrs. Dalloway, pertenece a una época en la que la literatura aspiraba con igual vehemencia a retratar el alma humana y el mundo. Es una novela hecha de íntimas percepciones personales que sin embargo excluyen por completo el narcisismo y los caprichos del yo. En la conciencia de cada personaje los pensamientos y las sensaciones fluyen a una velocidad de sombras proyectadas en una pared, y aunque la mayor parte de ellos permanecen secretos, alguien sabe. No Dios, desde luego, ni el novelista metijón que unas veces mueve los hilos tan descuidadamente como Maese Pedro en su retablo y otras se esconde detrás de una cortina para espiarlo todo. Es Virginia Woolf la que escribe, pero la voz narradora no es la suya: su arte es tan supremo, tan limpio de gesticulación o de vanidades de estilo, que nos parece asistir, página tras página, a un acontecer como el de la aurora impersonal del poema de Borges. Cada conciencia es única, el centro exacto de una experiencia, el ángulo de un punto de vista, pero a las pocas líneas ya se ha disuelto en otra, como una ola va a disolverse en el filo de espuma de la que la precedía, y al poco rato parece que ha vuelto, pero ya no es la misma. Cada personaje cavila y observa en el reino de su propia soledad y a la vez es parte de una polifonía o de uno de esos retratos colectivos en los que observamos el aislamiento en la expresión de cada una de las caras que nos parecieron casi idénticas. Todos ellos, en algún momento, miran hacia el faro, o se acuerdan de él, o se imaginan que lo visitan, pero a cada uno su lejanía y su luz le afectan de manera distinta; llega un momento, incomparable en la literatura, en que no hay nadie que observe la luz del faro, nadie en la casa junto al mar que estuvo llena de presencias y de voces, nadie que escuche el crujido de las maderas del suelo o que presencie el movimiento suave de un chal colgado en una percha, o que perciba cómo la humedad va estropeando las páginas de los libros en una estantería o la ropa colgada en la oscuridad de un armario. Las cosas siguen existiendo, aunque nadie las mire o se acuerde de ellas. Los cristales de la casa deshabitada vibran con un retumbar muy lejano que es el de la guerra que está sucediendo en Europa.
Vuelvo una y otra vez a esa novela, que en español suele titularse Al faro, aunque a mí me gusta más y me parece más preciso Hacia el faro, que da mejor la idea de un deseo de llegar, de un estar mirando desde lejos. Vuelvo desde hace poco, porque, para mi vergüenza, he tardado mucho en leer a Virginia Woolf con la atención maravillada que merece. Vuelvo a la novela pero sobre todo a su parte central, la titulada Time passes, la más breve y sin embargo el eje de su simetría, de su admirable arquitectura sin peso, hecha de fluidez y claridad. El paso del tiempo no nos lo cuentan las palabras: lo sentimos casi físicamente fluyendo en ellas, en las frases tan hechas de tiempo como pasajes musicales, tan perceptibles en su fugacidad como una corriente de agua o de brisa, como la luz del sol y la luz del faro que recorren día tras día y noche tras noche las habitaciones de la casa cerrada. Muy lejos, los personajes continúan sus vidas, se hacen mayores, van a la guerra, mueren de parto o de cáncer, piensan en volver, posponen para otro año el regreso. Y mientras ellos no están, cada uno ausente en la novela de una vida que se esboza apenas en un dibujo muy rápido, en el interior de la casa acontece otra novela, una de las más difíciles y de las más asombrosas que yo he leído nunca, la del espacio deshabitado, la del agua de la lluvia que se filtra por una ventana cuyo marco ha empezado a pudrirse, la de los insectos que chocan contra los cristales o la lluvia que los golpea en una noche de invierno sin que nadie oiga ese sonido. Pero alguien lo sabe.
sábado, 30 de agosto de 2008
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