lunes, 26 de enero de 2009

Tan listos, tan rencorosos

Por Diego A. Manrique en El País de 26 de enero de 2009

El ciberespacio está triturando las tiendas de discos: en pocos días, me entero del colapso de varios establecimientos de los que conservaba gratos recuerdos. En Londres, desaparece Sister Ray, que tenía el stock más ecléctico del Soho. Ninguna broma: en cinco años, las 1.500 tiendas independientes británicas han quedado reducidas a la cuarta parte. Resultado: hundimiento de distribuidoras indies como Pinnacle y asfixia para las disqueras modestas, que se plantean dejar de editar singles físicos, su gran baza en un país donde las listas de éxitos son una pasión nacional. Otros desastres. En Nueva York, anuncian para abril la clausura de la megatienda Virgin en Times Square, tan cómoda por sus horas y su situación. Y un amigo de Barcelona me avisa que la cadena Castelló ha presentado suspensión de pagos.

Intentando confirmar esa última noticia, entro en Internet. Efectivamente, estaba cantado: en un año, Castelló ha perdido el 25% de ventas. El futuro de sus 10 tiendas en Cataluña queda en manos de los acreedores, que pueden aceptar una fórmula de continuidad u optar por liquidar las existencias. Pero la búsqueda me lleva a foros donde se comenta la mala nueva y me quedo boquiabierto.

Se supone que Castelló es una institución barcelonesa: en activo desde 1933, hasta tiene la Medalla de Oro de la Ciudad. Dicen que marcó tendencia en la rehabilitación del Raval al reinventar Tallers como la calle de los discos. Sin embargo, en los foros ni siquiera hallas comprensión por la situación de sus 53 trabajadores; más bien, un deleite no disimulado. Existe una guerra abierta entre la industria discográfica y la gran masa que ha decidido que la música debe ser gratuita. Aunque entienda sus motivaciones, me asombran esos pirómanos que celebran todo lo que signifique dificultades para el negocio musical. Aparentemente, piensan que el cierre de Castelló supone noches de insomnio para Teddy Bautista y Alejandro Sanz.

Se declaran melómanos pero parecen creer que la música brota como las setas, sin necesidad de abono monetario. Para ellos, la industria es un dinosaurio que no supo adaptarse a las nuevas tecnologías y se merece todas sus desdichas: que sufra antes de evaporarse. Pueden ir de ácratas pero ejercen de justicieros del mercado libre, corifeos de la Escuela de Chicago.

Así que los foros se llenan de argumentos demagógicos, de gente harta de "artistas que llevan sus fortunas a paraísos fiscales". Algún listo sugiere que vendan discos de "grupos menos conocidos, de esos que no tienen 20 managers robando". También aparecen los sarcasmos: "Que pidan ayuda a la SGAE, que no sabe qué hacer con los millones del canon". En honor a la verdad, hay atisbos de mala conciencia: los que se escudan en que los dependientes de Castelló eran antipáticos y que tenían precios caros.

Para muchos, me temo que caro y antipático es todo lo que cueste por encima de un CD virgen y obligue a desplazarse: puede que nunca hayan entrado en una tienda de discos ni tengan intención de hacerlo. Se han acostumbrado a disfrutar de la música subvencionada.

Sí, sub-ven-cio-na-da por esa minoría que todavía adquiere discos y así mantiene el tembloroso tinglado de empresas que continúan produciendo música, importando, recopilando y promocionando música.

[Quién necesita a esos musiqueros, oigo teclear: no saben que, zas, todo llega mágicamente a la Red]

viernes, 23 de enero de 2009

Alí y Obama

Por Santiago Segurola en Marca de 21 de enero de 2009

Dos horas antes del juramento presidencial de Barack Obama, Muhamad Ali accedió con su mujer a la tribuna de invitados. Con la salud deteriorada por el Parkinson, Alí caminó tembloroso y débil hasta encontrar su asiento. Cubierto por un sombrero de fieltro, abrigado por una bufanda y un gabán de lana, el orgulloso campeón era ahora un anciano sostenido por su mujer. Pero algo en su presencia irradiaba la misma fuerza que en sus años de juventud, cuando Alí era el rey del mundo, el mejor boxeador de su tiempo, el descendiente de esclavos que cambió su nombre, Cassius Clay, por el de Alí, el converso al Islam, el hombre que se negó a luchar en Vietnam, el deportista más carismático que ha conocido Estados Unidos. Ese hombre, que hace 12 años encendió con manos trémulas el fuego olímpico en Atlanta, representaba como nadie la importancia del deporte en la conquista de los derechos civiles en Norteamérica. Obama no lo olvidó. Alí, y no otro, acudió como invitado de honor a la investidura de un presidente cuya figura se antoja histórica.

Se escucha con frecuencia el papel alienante del deporte en la sociedad moderna. Opio del pueblo, adormecedor de voluntades, factor de violencia tribal, motor de nacionalismos sectarios, coartada de vándalos. Es frecuente el desprecio por el deporte en los cuarteles intelectuales, rechazos casi siempre injustificados, procedentes de una idea elitista de la sociedad y la cultura. Las adherencias negativas que aguanta el deporte no impiden su grandeza. No es denigrante disfrutar y emocionarse con las hazañas humanas. No es despreciable atender a los valores de superación y solidaridad que se identifican con los deportistas. No es trivial situar a algunas figuras como héroes trascendentes.

Alí nació en Louisville, en Kentucky, uno de los estados donde la segregación racial alcanzó cotas más virulentas. No fue un santo. Le llamaron bocazas. Le acusaron de despreciar a sus rivales y de desprestigiar al boxeo. Fue arrogante y provocador. Lo fue con sus rivales negros y blancos. Pero era un genio en el ring, tenía un carisma insuperable y recorrió la ruta más incómoda para un campeón. Se hizo consciente de su negritud y de las injusticias de su tiempo. Alí, que venía de un medio pobre y alcanzó pronto la riqueza que suele convertir a los campeones en habitantes del derroche y la irrealidad, fue desposeído de su título por negarse a entrar en filas y combatir en Vietnam. Su decisión le convirtió a la vez en un mártir de su generación y en un antipatriota.

Han pasado 40 años de aquellos episodios y Alí es reconocido como un tesoro nacional. Acudió a la investidura de Obama no como el gran boxeador que fue sino como el campeón de la dignidad. Pero en su envejecida figura también se representaban los otros campeones que le precedieron en la lucha, los campeones que hicieron del deporte un escenario simbólico en la conquista de la igualdad y las libertades. Quienes pretenden desmerecer el papel del deporte en la sociedad, olvidan lo que significó Jesse Owens en los Juegos de 1936, frente a Hitler, en el estadio Olímpico de Berlín. Owens, negro de Alabama, hijo de recogedores de algodón, ganó cuatro medallas de oro en el delirante clima de un régimen que proclamaba la supremacía de los arios. Pero Owens volvió de Alemania para trabajar de botones en el hotel Waldorf Astoria de Nueva York. Su vida, como la de tantos otros campeones, como Joe Louis –vencedor de Max Schmelling, el boxeador que representaba el ideal propagandístico del nazismo-, como Jackie Robinson –el primer jugador negro en las Ligas profesionales de béisbol-o como Tommie Smith –el campeón que levantó su enguantado puño negro tras vencer en la final de 200 metros en México 68-, estuvo marcada por la frustración, las represalias y la desigualdad.

Todos y cada uno de estos campeones añadieron una razón para identificarse con ellos y avanzar en la conquista de los derechos básicos. Fueron ejemplares para sus sucesores, para los aficionados al deporte y para una sociedad que, poco a poco, abandonó sus prejuicios gracias a apóstoles sociales, como Martín Luther King o Rosa Parks, y también al efecto de campeones como Jesse Owens, Joe Lous, Jackie Robinson, Tommie Smith y Muhamad Alí. La sociedad estadounidense lo ha entendido así. Barack Obama, también. Ahí, en un momento excepcional en la historia de los Estados Unidos, estaba Muhamad Alí para acreditar lo mejor del deporte.

domingo, 4 de enero de 2009

Prosa caminada

Por Antonio Muñoz Molina en Babelia de 27 de diciembre de 2008

Me pongo las zapatillas de deporte y me echo encima una gabardina ligera y ya tengo todo el equipo que necesito para el deporte civilizado de la caminata. Caminar es un vicio saludable que se alimenta de sí mismo y que es gratuito, que lo empuja a uno a salir del sedentarismo de su cuarto de trabajo y reúne al mismo tiempo todas las ventajas confortadoras del hábito y las recompensas de la novedad y hasta de una cierta y casi nunca peligrosa aventura. Caminar una hora al día a paso vivo mantiene el cuerpo ágil y la inteligencia despierta y lo lleva a uno mucho más lejos de lo que suele imaginarse. Sales a la calle en la media mañana cristalina y fría de invierno y eliges un itinerario tan conocido que es como si los pasos mismos te guiaran, pero el espectáculo que encuentras es siempre distinto, y si hay esquinas, fachadas, perspectivas que se repiten, también hay pormenores en los que hasta ahora no habías caído en la cuenta, o cambios súbitos que sucedieron ayer mismo. Las caras de siempre repiten instantáneas de vidas que son familiares aunque uno no vaya nunca a asomarse a ellas. Pero son muchas más las caras desconocidas, las apariciones nuevas y fugaces, las novelas posibles que aparecen y desaparecen y nadie contará. En la barandilla de la estación del metro un hombre con un gorro de piel alinea como cada mañana sus pollitos de peluche, y junto a ellos un trozo de cartón en el que está marcado el precio modestísimo de cada pollito así como la inusitada nacionalidad del vendedor: Soy de Afganistán. Se entiende así el gorro, la tez de la cara, la barba blanca, el perfil, y uno se pregunta, mientras pasa a su lado cada mañana con el remordimiento de no comprarle uno de sus pollitos de colores, por qué caminos este hombre habrá llegado de Afganistán hasta Madrid. Otra mañana, en otra caminata, lo he visto de espaldas, andando despacio y cargado con una pequeña mochila en la que guardará su mercancía, y he tenido la tentación de seguirlo. Pero va muy lento, no se sabe si desalentado por el exilio y por las escasas posibilidades de su negocio diminuto o recreándose en el sol del invierno, y en cualquier caso lo propio de la caminata es no detenerse en ningún detalle singular ni en ningún indicio de historia por prometedor que parezca, pues al cabo de unos pocos pasos habrá otra que reclame la atención de la mirada y la no menos importante del oído. Caminando deprisa se atraviesan conversaciones igual que encrucijadas de calles; conversaciones verdaderas y completas y con mucha frecuencia mitades de conversaciones y monólogos deslenguados y estrambóticos de gente que gesticula con un móvil pegado a la oreja, o más extrañamente con el auricular del móvil oculto en el oído, de modo que parece que la declaración de amor o la riña conyugal o las instrucciones bursátiles que uno escucha al pasar son en realidad los delirios de un lunático. Alcanzo y luego voy dejando atrás a un par de hombres jóvenes con traje y corbata que hablan del trabajo de uno de ellos: el sueldo oficial no es gran cosa, pero venturosamente hay una gran parte de la paga que se recibe en dinero negro. Es sorprendente el número de personas que hablan por la calle igual que si estuvieran en una habitación cerrada. "Tú a mí no me has querido nunca", dice una mujer a mi lado, en un semáforo en rojo, un mechón de pelo y unas gafas oscuras tapándole casi del todo la cara, la voz ronca, quebrada por el tabaco y el llanto, el móvil y el cigarrillo en la misma mano.
Hubo una época en la que no salía a caminar si no iba conectado al walkman y luego al iPod. Pero privarse de los sonidos de la calle es un desperdicio tan grande como el de los regalos de la vista. Una mañana, sumido en la riada de gente que salía del metro y abría paraguas para hacer frente a una lluvia inhóspita, comprendí que era absurdo estar intentando no sólo abrirme paso y encontrarle sentido al mareo de tantos estímulos diversos sino también disfrutar de la Chacona de Bach tocada briosamente por Hilary Hahn. O Bach o el pulso acelerado de la calle. O el recogimiento de la música o la embriaguez lúcida de oxígeno y de endorfinas deparada por el ejercicio físico. Bien es verdad que otra vez subí no sé cuántos kilómetros Broadway arriba llevado por la orquesta de Duke Ellington tan sin esfuerzo aparente como si llevara unas suelas metálicas de caminante de tap dance.

Uno imagina a veces un tipo de escritura que tenga el equilibrio entre libertad y propósito que hay en una buena caminata: un impulso rítmico hacia delante y al mismo tiempo un dejarse llevar por las divagaciones y las incitaciones que se van encontrando. El cuento del caminante es el más antiguo del mundo, y quizás contiene el código cifrado de la condición peregrina de una especie que no había dejado sin ocupar ningún rincón accesible de la Tierra cuando aún no tenía otro medio de locomoción que sus pasos.

Aún no hemos nacido y ya hacemos el movimiento de caminar en el vientre de nuestra madre: lo explica el escritor y caminante inglés Geoff Nicholson en un libro que yo he leído estos días, con ese sentimiento de amplitud gozosa y tranquila y metódica aventura que tenemos algunas veces al caminar o al leer. El libro se titula The Lost Art of Walking, y es, en poco más de doscientas cincuenta páginas, una sabrosa peregrinación por la historia, la literatura, la ciencia, hasta por el cine y la fotografía y la música pop y los blues, en busca de testimonios de caminatas memorables y de explicaciones sobre la fisiología y la psicología de ese ejercicio que es el más elemental de todos y sigue siendo el más universal y uno de los más gozosos. Nicholson escribe con igual erudición acerca de la primera caminata hacia el Polo Sur y de los primeros pasos humanos sobre la Luna, del Judío Errante de las leyendas medievales y de esos maniáticos que tienen a gala haber recorrido una por una todas las calles innumerables de Nueva York; de perderse en un desierto de Australia y en las calles sin aceras que ascienden sinuosamente por las colinas de Los Ángeles; de las caminatas metódicas de Albert Speer por el patio de la prisión de Spandau y de las que se daba Eric Satie para ir componiendo su música, deteniéndose a veces bajo una farola de gas para garabatear en su cuaderno las notas de una melodía. Caminar y escribir acaban siendo aspectos del mismo oficio ambulante: "El ritmo de las palabras es el de la caminata, y el ritmo de la caminata es el del pensamiento". Salgo a la calle con mis zapatillas de deporte y mi gabardina y la lectura me da energía en los talones y me agudiza la atención: camino más rápido para volver antes y seguir leyendo.