Por Santiago Segurola en Marca de 21 de enero de 2009
Dos horas antes del juramento presidencial de Barack Obama, Muhamad Ali accedió con su mujer a la tribuna de invitados. Con la salud deteriorada por el Parkinson, Alí caminó tembloroso y débil hasta encontrar su asiento. Cubierto por un sombrero de fieltro, abrigado por una bufanda y un gabán de lana, el orgulloso campeón era ahora un anciano sostenido por su mujer. Pero algo en su presencia irradiaba la misma fuerza que en sus años de juventud, cuando Alí era el rey del mundo, el mejor boxeador de su tiempo, el descendiente de esclavos que cambió su nombre, Cassius Clay, por el de Alí, el converso al Islam, el hombre que se negó a luchar en Vietnam, el deportista más carismático que ha conocido Estados Unidos. Ese hombre, que hace 12 años encendió con manos trémulas el fuego olímpico en Atlanta, representaba como nadie la importancia del deporte en la conquista de los derechos civiles en Norteamérica. Obama no lo olvidó. Alí, y no otro, acudió como invitado de honor a la investidura de un presidente cuya figura se antoja histórica.
Se escucha con frecuencia el papel alienante del deporte en la sociedad moderna. Opio del pueblo, adormecedor de voluntades, factor de violencia tribal, motor de nacionalismos sectarios, coartada de vándalos. Es frecuente el desprecio por el deporte en los cuarteles intelectuales, rechazos casi siempre injustificados, procedentes de una idea elitista de la sociedad y la cultura. Las adherencias negativas que aguanta el deporte no impiden su grandeza. No es denigrante disfrutar y emocionarse con las hazañas humanas. No es despreciable atender a los valores de superación y solidaridad que se identifican con los deportistas. No es trivial situar a algunas figuras como héroes trascendentes.
Alí nació en Louisville, en Kentucky, uno de los estados donde la segregación racial alcanzó cotas más virulentas. No fue un santo. Le llamaron bocazas. Le acusaron de despreciar a sus rivales y de desprestigiar al boxeo. Fue arrogante y provocador. Lo fue con sus rivales negros y blancos. Pero era un genio en el ring, tenía un carisma insuperable y recorrió la ruta más incómoda para un campeón. Se hizo consciente de su negritud y de las injusticias de su tiempo. Alí, que venía de un medio pobre y alcanzó pronto la riqueza que suele convertir a los campeones en habitantes del derroche y la irrealidad, fue desposeído de su título por negarse a entrar en filas y combatir en Vietnam. Su decisión le convirtió a la vez en un mártir de su generación y en un antipatriota.
Han pasado 40 años de aquellos episodios y Alí es reconocido como un tesoro nacional. Acudió a la investidura de Obama no como el gran boxeador que fue sino como el campeón de la dignidad. Pero en su envejecida figura también se representaban los otros campeones que le precedieron en la lucha, los campeones que hicieron del deporte un escenario simbólico en la conquista de la igualdad y las libertades. Quienes pretenden desmerecer el papel del deporte en la sociedad, olvidan lo que significó Jesse Owens en los Juegos de 1936, frente a Hitler, en el estadio Olímpico de Berlín. Owens, negro de Alabama, hijo de recogedores de algodón, ganó cuatro medallas de oro en el delirante clima de un régimen que proclamaba la supremacía de los arios. Pero Owens volvió de Alemania para trabajar de botones en el hotel Waldorf Astoria de Nueva York. Su vida, como la de tantos otros campeones, como Joe Louis –vencedor de Max Schmelling, el boxeador que representaba el ideal propagandístico del nazismo-, como Jackie Robinson –el primer jugador negro en las Ligas profesionales de béisbol-o como Tommie Smith –el campeón que levantó su enguantado puño negro tras vencer en la final de 200 metros en México 68-, estuvo marcada por la frustración, las represalias y la desigualdad.
Todos y cada uno de estos campeones añadieron una razón para identificarse con ellos y avanzar en la conquista de los derechos básicos. Fueron ejemplares para sus sucesores, para los aficionados al deporte y para una sociedad que, poco a poco, abandonó sus prejuicios gracias a apóstoles sociales, como Martín Luther King o Rosa Parks, y también al efecto de campeones como Jesse Owens, Joe Lous, Jackie Robinson, Tommie Smith y Muhamad Alí. La sociedad estadounidense lo ha entendido así. Barack Obama, también. Ahí, en un momento excepcional en la historia de los Estados Unidos, estaba Muhamad Alí para acreditar lo mejor del deporte.
Dos horas antes del juramento presidencial de Barack Obama, Muhamad Ali accedió con su mujer a la tribuna de invitados. Con la salud deteriorada por el Parkinson, Alí caminó tembloroso y débil hasta encontrar su asiento. Cubierto por un sombrero de fieltro, abrigado por una bufanda y un gabán de lana, el orgulloso campeón era ahora un anciano sostenido por su mujer. Pero algo en su presencia irradiaba la misma fuerza que en sus años de juventud, cuando Alí era el rey del mundo, el mejor boxeador de su tiempo, el descendiente de esclavos que cambió su nombre, Cassius Clay, por el de Alí, el converso al Islam, el hombre que se negó a luchar en Vietnam, el deportista más carismático que ha conocido Estados Unidos. Ese hombre, que hace 12 años encendió con manos trémulas el fuego olímpico en Atlanta, representaba como nadie la importancia del deporte en la conquista de los derechos civiles en Norteamérica. Obama no lo olvidó. Alí, y no otro, acudió como invitado de honor a la investidura de un presidente cuya figura se antoja histórica.
Se escucha con frecuencia el papel alienante del deporte en la sociedad moderna. Opio del pueblo, adormecedor de voluntades, factor de violencia tribal, motor de nacionalismos sectarios, coartada de vándalos. Es frecuente el desprecio por el deporte en los cuarteles intelectuales, rechazos casi siempre injustificados, procedentes de una idea elitista de la sociedad y la cultura. Las adherencias negativas que aguanta el deporte no impiden su grandeza. No es denigrante disfrutar y emocionarse con las hazañas humanas. No es despreciable atender a los valores de superación y solidaridad que se identifican con los deportistas. No es trivial situar a algunas figuras como héroes trascendentes.
Alí nació en Louisville, en Kentucky, uno de los estados donde la segregación racial alcanzó cotas más virulentas. No fue un santo. Le llamaron bocazas. Le acusaron de despreciar a sus rivales y de desprestigiar al boxeo. Fue arrogante y provocador. Lo fue con sus rivales negros y blancos. Pero era un genio en el ring, tenía un carisma insuperable y recorrió la ruta más incómoda para un campeón. Se hizo consciente de su negritud y de las injusticias de su tiempo. Alí, que venía de un medio pobre y alcanzó pronto la riqueza que suele convertir a los campeones en habitantes del derroche y la irrealidad, fue desposeído de su título por negarse a entrar en filas y combatir en Vietnam. Su decisión le convirtió a la vez en un mártir de su generación y en un antipatriota.
Han pasado 40 años de aquellos episodios y Alí es reconocido como un tesoro nacional. Acudió a la investidura de Obama no como el gran boxeador que fue sino como el campeón de la dignidad. Pero en su envejecida figura también se representaban los otros campeones que le precedieron en la lucha, los campeones que hicieron del deporte un escenario simbólico en la conquista de la igualdad y las libertades. Quienes pretenden desmerecer el papel del deporte en la sociedad, olvidan lo que significó Jesse Owens en los Juegos de 1936, frente a Hitler, en el estadio Olímpico de Berlín. Owens, negro de Alabama, hijo de recogedores de algodón, ganó cuatro medallas de oro en el delirante clima de un régimen que proclamaba la supremacía de los arios. Pero Owens volvió de Alemania para trabajar de botones en el hotel Waldorf Astoria de Nueva York. Su vida, como la de tantos otros campeones, como Joe Louis –vencedor de Max Schmelling, el boxeador que representaba el ideal propagandístico del nazismo-, como Jackie Robinson –el primer jugador negro en las Ligas profesionales de béisbol-o como Tommie Smith –el campeón que levantó su enguantado puño negro tras vencer en la final de 200 metros en México 68-, estuvo marcada por la frustración, las represalias y la desigualdad.
Todos y cada uno de estos campeones añadieron una razón para identificarse con ellos y avanzar en la conquista de los derechos básicos. Fueron ejemplares para sus sucesores, para los aficionados al deporte y para una sociedad que, poco a poco, abandonó sus prejuicios gracias a apóstoles sociales, como Martín Luther King o Rosa Parks, y también al efecto de campeones como Jesse Owens, Joe Lous, Jackie Robinson, Tommie Smith y Muhamad Alí. La sociedad estadounidense lo ha entendido así. Barack Obama, también. Ahí, en un momento excepcional en la historia de los Estados Unidos, estaba Muhamad Alí para acreditar lo mejor del deporte.
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