viernes, 27 de marzo de 2009

De cómo llegué a ser nacionalista y frentista

Por José María Ruiz Soroa en El País de 14 de marzo de 2009

Una de las acusaciones recurrentes de los nacionalistas periféricos contra cualquiera que discuta sus planteamientos y apueste por la unidad española es la de que, en el fondo, uno no hace sino hablar desde otro nacionalismo. Una acusación ésta en la que también se complace un cierto pensamiento de izquierda, para el que sólo existen en la palestra celtibérica nacionalismos en pugna.

Con la acusación de frentista, por lo menos en Euskadi, está pasando algo parecido: si usted defiende que los partidos no nacionalistas pueden legítimamente llegar a apoyarse entre sí en el Parlamento para elegir lehendakari, está usted incurriendo en el mismo vicio que antes criticaba en los nacionalistas que han gobernado los últimos 10 años: es usted un frentista de tomo y lomo, aunque esta vez españolista.

Pasa con estas acusaciones como con aquellas más antiguas que le achacaban por sistema al oponente un pensamiento ideológico: son imposibles de superar. Desde que se popularizó la filosofía de la sospecha y se vulgarizó la fácil crítica marxista de que todo el mundo piensa desde su ideología y desde sus intereses, la tarea de intentar demostrar la objetividad racional del propio pensamiento es una pura pérdida de tiempo: no hay forma de escapar al "piensas así porque eres así".

Visto lo cual, he llegado a la conclusión de que lo mejor que podemos hacer los no nacionalistas vascos es admitir de plano la acusación: sí señor, somos nacionalistas y frentistas españoles. Asumir eso, sí, pero no por ello admitir que seamos iguales que ellos, sino plantear la diferencia de otra manera. Porque hay maneras distintas de ser nacionalista. Y también de ser frentista.

Verán, nuestro nacionalismo español admite de plano la pluralidad nacional que existe en España y no tiene empacho en reconocer que conviven en ella variados sentimientos nacionales, y sobre todo, que debe institucionalizarse políticamente esa realidad mediante un Estado de inspiración federal. ¿Lo admiten ellos para nuestro pequeño país, o más bien afirman que, como decía el Plan Ibarretxe, el pueblo vasco es único y carece de minorías culturales en su seno?

Nuestro españolismo reconoce que la sociedad peninsular no posee homogeneidad cultural, pero considera ese dato como algo valioso que debe conservarse. No creemos que una identidad cultural concreta deba reforzarse ni implantarse en la conciencia de las personas. Al revés, creemos que la libertad de cada uno para crear su identidad con los materiales que escoja es garantía de desarrollo humano pleno.

¿No afirman ellos más bien que es labor esencial del poder público crear en los ciudadanos una concreta conciencia de identidad, como dicen al unísono el artículo 10 del actual Estatuto de Autonomía de Andalucía o el artículo 3-2º de Ley de la Escuela Pública Vasca? Nosotros pensamos que las lenguas son ante todo medios de comunicación, nada menos y nada más, no un objetivo de políticas homogeneizadoras.

Nuestro particular frente no persigue unir a quienes propugnan un modelo nacional concreto, ni a quienes se oponen a otro, sino a quienes defienden que un gobierno, a estas alturas del siglo, no puede legítimamente inspirarse en ninguno de ellos. En nuestro frente se piensa que la política se basa sobre las relaciones de la común ciudadanía, no sobre la unidad de identidad.

¿No dicen ellos, en cambio, que su unión se basa en la defensa del ser o la esencia de este pueblo, sea eso lo que sea? Pensamos que ya desde hace mucho tiempo, desde la modernidad europea, la cohesión de una sociedad no deriva de su homogeneidad sino precisamente del respeto cuidadoso a su genuina heterogeneidad. Que el verdadero objetivo de la política no es tanto el consenso como el preservar y dar cauces al disenso inevitable y fructífero. Queremos el Gobierno no para imponer nada a nadie en el terreno cultural, sino para que se deje de imponer lo que debe ser libremente decidido por cada cual.

Nuestro particular frente agnóstico cree que toda construcción social, incluidas las naciones, no son sino artefactos con fecha de origen y de caducidad, que hemos inventado los seres humanos para facilitar nuestra vida en común. Y que serán arrumbadas cuando se convierten en obstáculo para ella. Admitimos que la secesión de partes de un Estado, por desagradable y humanamente costosa que resulte, es una posibilidad de la que se puede tratar, discutir y encauzar, aunque con algunos requisitos mínimos: seriedad, responsabilidad y claridad. Aunque también pensamos que hoy el concepto político clave no es el de soberanía sino el de interdependencia. Justo lo contrario de lo que decía Iñigo Urkullu: "La transversalidad es un concepto manido y desvirtuado, nunca abandonaremos el soberanismo".

Vamos a nuestro frente con la conciencia despierta de quienes saben que es su única e irrepetible oportunidad de gobernar bien, que si gobernamos de manera sectaria, como otros lo hicieron, no tendremos las prórrogas y oportunidades que a ellos se les concedieron a manos llenas. Reconocer nuestra provisionalidad es nuestra seña de identidad.

Así es nuestro nacionalismo, nuestro frentismo. Si el suyo es igual, entonces háganme sitio porque mañana mismo me hago nacionalista vasco o catalán. Y si no lo es, como parece que no lo es, tendremos que encontrar nuevas palabras para distinguirnos. Porque no somos iguales. No señor.

domingo, 1 de marzo de 2009

La patética humanidad del monstruo

Por Carlos Boyero en El País de 7 de febrero de 2009

No resistí la tentación de leer la excelente novela de Bernhard Schlink El lector antes de ver la adaptación al cine que ha realizado Stephen Daldry. Me conmovió su historia y su complejidad emocional, la sucesiva desvelación de misterios en una trama en la que nada es lo que parece, que encuentra razones inquietantes y patéticas en comportamientos monstruosos. Por tanto, al acercarme a la película ya conocía la resolución de los terribles enigmas y la sorpresa quedaba anulada. Tampoco tengo actitudes prejuiciosas respecto a la fatigosa cuestión de comparar la literatura con el cine. Unas veces las imágenes mejoran el relato original, en otras ocurre lo contrario y en alguna feliz ocasión se mantiene idéntico nivel artístico.

Veo en los títulos de crédito de The reader que figuran como productores Sydney Pollack y Anthony Minghella, dos sensibles y expresivos directores que lamentablemente ya se han muerto y que prolongaban su poder creativo cuando avalaban desde la producción las obras de otros directores. Aquí le han encargado la autoría a Stephen Daldry, alguien que demostró en Las horas un conocimiento profundo de mujeres torturadas por sus demonios interiores. La protagonista de The reader también es una señora que siempre ha estado a la deriva, un verdugo cuya conducta ante la vida, los sentimientos y el horror viene ancestralmente condicionada por lacerantes carencias y por taras que pueden explicar aunque no justificar sus degradantes acciones.

Todos los materiales parecían adecuados para que Daldry retratara ejemplarmente las sensaciones, las heridas y la desesperación que refleja la novela. Y tanto el guionista David Hare como el director Stephen Daldry son escrupulosamente fieles al texto de Bernhard Schlink. Está bien contada la relación sexual y el subterráneo o transparente amor entre un apasionado chaval de 15 años y una extraña y solitaria mujer de 36, la incertidumbre del precozmente iniciado ante esa amante imprevisible de la que no sabe casi nada y que le exige que le lea libros antes de consumar su abrasivo erotismo, la huida de ella y el reencuentro de ambos años más tarde en un tribunal que va a juzgar el tenebroso pasado de esa desconcertante mujer, la experiencia adolescente que va a marcar para siempre la amargada existencia del adulto, el retrospectivo sentido de culpa y la inconsolable soledad de alguien que formó parte de un engranaje criminal no por vocación sino para no tener que enfrentarse a sus traumáticas limitaciones.

Daldry no se hace líos al combinar el pasado y el presente a lo largo de 30 años; la ambientación es primorosa; la música, abusiva, y dispone de una actriz tan excepcional como Kate Winslet, dama con apabullante veracidad para hacerte comprender los matices de un personaje espinoso. Pero incomprensiblemente, a pesar de disponer de un argumento trágico y lírico, con acreditados talentos para desarrollarlo en imágenes y sonidos, a esta película le falta pálpito, capacidad de conmoción, alma. En mi caso, reconociendo que la ilustración del drama original está muy cuidada, el resultado final me deja frío, todo lo contrario que me ocurre con la novela. Los múltiples aplausos al final de la proyección me hacen intuir que a lo peor el problema es mío; no me sirve de consuelo ya que no me puedo engañar con lo que a mí me provoca. Su brillantez me parece epidérmica, no me toca en ningún momento las entrañas.

El director francés François Ozon siempre ha sentido afición por las historias retorcidas, el reverso angustioso de la aparente normalidad y las relaciones turbias. En ocasiones la expresión de ese desasosegante universo está muy lograda y en otras las pretensiones superan a los resultados. En Ricky prevalece lo segundo. Durante la primera parte, Ozon describe con promesa de suspense la agobiada vida de una madre soltera y proletaria con su turbadora hija. Igualmente, es creíble su inicialmente feliz relación con un compañero de trabajo con el que se atreve a formar pareja y a tener un crío. Resulta que a la criatura le salen alas y el angelito volador se convierte en un tremendo problema para sus padres y en atracción de feria para el morbo que quieren explotar los medios informativos. Imagino que el propósito de Ozon es jugar a la simbología y a la parábola, pero aunque la imagen de un bebé volando tiene al principio alguna gracia, todo obedece al disparate gratuito.