Por Carlos Boyero en El País de 7 de febrero de 2009
No resistí la tentación de leer la excelente novela de Bernhard Schlink El lector antes de ver la adaptación al cine que ha realizado Stephen Daldry. Me conmovió su historia y su complejidad emocional, la sucesiva desvelación de misterios en una trama en la que nada es lo que parece, que encuentra razones inquietantes y patéticas en comportamientos monstruosos. Por tanto, al acercarme a la película ya conocía la resolución de los terribles enigmas y la sorpresa quedaba anulada. Tampoco tengo actitudes prejuiciosas respecto a la fatigosa cuestión de comparar la literatura con el cine. Unas veces las imágenes mejoran el relato original, en otras ocurre lo contrario y en alguna feliz ocasión se mantiene idéntico nivel artístico.
Veo en los títulos de crédito de The reader que figuran como productores Sydney Pollack y Anthony Minghella, dos sensibles y expresivos directores que lamentablemente ya se han muerto y que prolongaban su poder creativo cuando avalaban desde la producción las obras de otros directores. Aquí le han encargado la autoría a Stephen Daldry, alguien que demostró en Las horas un conocimiento profundo de mujeres torturadas por sus demonios interiores. La protagonista de The reader también es una señora que siempre ha estado a la deriva, un verdugo cuya conducta ante la vida, los sentimientos y el horror viene ancestralmente condicionada por lacerantes carencias y por taras que pueden explicar aunque no justificar sus degradantes acciones.
Todos los materiales parecían adecuados para que Daldry retratara ejemplarmente las sensaciones, las heridas y la desesperación que refleja la novela. Y tanto el guionista David Hare como el director Stephen Daldry son escrupulosamente fieles al texto de Bernhard Schlink. Está bien contada la relación sexual y el subterráneo o transparente amor entre un apasionado chaval de 15 años y una extraña y solitaria mujer de 36, la incertidumbre del precozmente iniciado ante esa amante imprevisible de la que no sabe casi nada y que le exige que le lea libros antes de consumar su abrasivo erotismo, la huida de ella y el reencuentro de ambos años más tarde en un tribunal que va a juzgar el tenebroso pasado de esa desconcertante mujer, la experiencia adolescente que va a marcar para siempre la amargada existencia del adulto, el retrospectivo sentido de culpa y la inconsolable soledad de alguien que formó parte de un engranaje criminal no por vocación sino para no tener que enfrentarse a sus traumáticas limitaciones.
Daldry no se hace líos al combinar el pasado y el presente a lo largo de 30 años; la ambientación es primorosa; la música, abusiva, y dispone de una actriz tan excepcional como Kate Winslet, dama con apabullante veracidad para hacerte comprender los matices de un personaje espinoso. Pero incomprensiblemente, a pesar de disponer de un argumento trágico y lírico, con acreditados talentos para desarrollarlo en imágenes y sonidos, a esta película le falta pálpito, capacidad de conmoción, alma. En mi caso, reconociendo que la ilustración del drama original está muy cuidada, el resultado final me deja frío, todo lo contrario que me ocurre con la novela. Los múltiples aplausos al final de la proyección me hacen intuir que a lo peor el problema es mío; no me sirve de consuelo ya que no me puedo engañar con lo que a mí me provoca. Su brillantez me parece epidérmica, no me toca en ningún momento las entrañas.
El director francés François Ozon siempre ha sentido afición por las historias retorcidas, el reverso angustioso de la aparente normalidad y las relaciones turbias. En ocasiones la expresión de ese desasosegante universo está muy lograda y en otras las pretensiones superan a los resultados. En Ricky prevalece lo segundo. Durante la primera parte, Ozon describe con promesa de suspense la agobiada vida de una madre soltera y proletaria con su turbadora hija. Igualmente, es creíble su inicialmente feliz relación con un compañero de trabajo con el que se atreve a formar pareja y a tener un crío. Resulta que a la criatura le salen alas y el angelito volador se convierte en un tremendo problema para sus padres y en atracción de feria para el morbo que quieren explotar los medios informativos. Imagino que el propósito de Ozon es jugar a la simbología y a la parábola, pero aunque la imagen de un bebé volando tiene al principio alguna gracia, todo obedece al disparate gratuito.
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