No hace falta falta mucha perspicacia para darse cuenta de que la convivencia de las lenguas en España se está convirtiendo en un problema considerable. Es probable que la realidad diaria no sea tan alarmante como lo puedan hacer parecer ciertos casos individuales que existir, existen, y son reflejados por los medios de comunicación, pero también es más que probable que la alarma no se deja reducir al empeño de algunos medios de comunicación, y de algunos partidos, especialmente el PP, a crear alarma donde no existe más que perfecta armonía. Sin engarce en la realidad no se pueden construir comunicativamente ni alarmas ni problemas.
Llama la atención que quienes de un lado hablan de la nación española en el sentido de la nación etnolingüística construida por el romanticismo alemán, y que quienes, por otro lado, se sirven de la diversidad y de la diferencia lingüística para derivar de ellas consecuencias políticas de tipo nacionalista, recurran permanentemente a la necesidad de despolitizar la cuestión lingüística. El tratamiento de las lenguas se ha convertido en cuestión política por excelencia con la constitución de los estados nacionales.
El hecho de que la constitución española establezca una jerarquía entre las lenguas españolas -el español cuyo conocimiento es un deber, y las lenguas españolas que pueden ser cooficiales si así lo determinan los respectivos estatutos de autonomía- es un hecho político por excelencia. Y la declaración de cooficialidad del euskera o del catalán y del gallego, afirmando además que el catalán o el euskera son, a diferencia del español, lenguas propias de las correspondientes comunidades autónomas -con el añadido del deber de conocimiento en el nuevo estatuto catalán-, son también hechos políticos por excelencia.
Estamos, pues, ante un debate ciertamente político. Un debate que tiene mucho que ver con la estructura del Estado, con el discurso de la España plural, con la integración o no de los nacionalismos periféricos en un proyecto estatal común. Un debate que tiene que ver con derechos básicos de los ciudadanos, con obligaciones también importantes de los ciudadanos, con la cohesión social, con el derecho al trabajo, con la libertad lingüística dentro de los parámetros fijados por la declaración de cooficialidad de las lenguas. No es un debate estrictamente cultural, ni un debate puramente lingüístico. Es un debate político y es mejor tomarlo como tal.
Como este debate corre el riesgo de ser malinterpretado por la situación lingüística de los participantes, vaya por delante que quien esto firma es vascoparlante monolingüe de familia, alguien que aprendió español o castellano en la escuela. Pero también alguien para quien el castellano no es lengua extraña, para quien el castellano es tan lengua propia como el euskera, lengua ésta de relación familiar casi en exclusividad, y de trabajo en la universidad. Alguien que no tendría inconveniente alguno en sustituir la obligatoriedad constitucional del conocimiento del castellano por la constatación del valor de lengua franca del español para la cohesión del estado. Y alguien que no tendría inconveniente en cambiar el calificativo aplicado por el estatuto vasco al euskera como lengua propia, a diferencia del español.
España es diversa y plural. Es un hecho. En España se hablan varias lenguas, además del español. También es un hecho que la diversidad de lenguas en España no es como en Suiza, que no cuenta con una lengua franca, o como en Bélgica, donde tampoco existe una lengua común. En España sí existe una lengua común. Por eso, el discurso de la España plural no tiene sentido, ni responde a la realidad, si no se completa con el discurso de la pluralidad de Cataluña, de Euskadi y de Galicia: estas comunidades autónomas no son homogéneas en términos lingüísticos, sino plurales. Como lo son, por cierto, también, en el sentimiento de pertenencia.
Existe, sin embargo, una diferencia en lo que al hecho de la pluralidad de España y de la pluralidad de Cataluña, Euskadi y Galicia se refiere: desde el punto de vista lingüístico existen amplios territorios y amplias demografías en España que son homogéneas en castellano, y la pluralidad se refiere a que existen zonas en las que está presente, además del castellano, otra lengua. En Cataluña, Euskadi y Galicia no existe prácticamente ningún kilómetro cuadrado, ni ningún segmento o zona poblacional homogéneo en cuanto a la presencia de una única lengua: estas comunidades autónomas son estructuralmente mucho más plurales que lo es España en su conjunto.
En los debates recientes muchos se han referido a que el español no está en peligro en Cataluña. Pero no es ésa la cuestión: la cuestión no está en los derechos de la lengua, sino en los derechos de los hablantes. De la misma forma que un hablante bilingüe puede en Cataluña o Euskadi reclamar la satisfacción de su derecho a ser atendido por la administración en la lengua de entre las oficiales que elija, el mismo derecho le asiste a un ciudadano monolingüe, por lo que no puede haber, en este contexto de derechos, una lengua privilegiada de la administración.
En el contexto educativo, no existe un derecho a ser escolarizado en la lengua materna, y menos por razones supuestamente pedagógico-psicológicas. Pero sí existe el derecho de los padres a que la lengua de su elección de entre las cooficiales sea también lengua vehicular. Y ante este derecho fallan los argumentos de que la otra lengua cooficial está en situación de debilidad, de que ya aprenderán esa lengua de elección en la calle o en los medios de comunicación, entiéndase la televisión, que el monolingüismo de inmersión es el único medio que garantiza la cohesión social, y está dando buenos resultados. Ninguno de estos argumentos anula el derecho de los padres a reclamar que la lengua que quieren sea también vehicular en la enseñanza de sus hijos. Dicho simplemente: no hay razón alguna, y menos técnicas, para esconder en la enseñanza ninguna de las lenguas cooficiales de una comunidad autónoma como lengua vehicular.
Otra cosa es que en una sociedad con la presencia de dos lenguas, los monolingües sí debieran reconocer su obligación de facilitar la comunicación en cualquiera de las dos lenguas, siempre desde la constatación de que no existen sociedades bilingües perfectas, unas en las que todos los ciudadanos fueran igual de competentes en las dos lenguas.
En el ámbito del trabajo, se enfrentan dos derechos -y la política es el arte de priorizar unos derechos sobre otros- el derecho de los bilingües a ser atendidos en la lengua de su elección, y el derecho de los monolingües o de los bilingües imperfectos a que muchos puestos de trabajo, además los mejor cualificados -por seguridad de empleo y también por condiciones económicas-, no les estén vedados. El derecho al trabajo debe primar sobre el derecho electivo a ser atendido en una determinada lengua oficial, máxime cuando este derecho puede ser atendido sin dañar el otro.
Todas las políticas lingüísticas se encuentran con un problema crucial: es bastante fácil instrumentar desde la administración los mecanismos necesarios para asegurar que las generaciones futuras tengan un conocimiento básico suficiente de la lengua en situación de minoría o de debilidad. El problema surge cuando al aumento en el conocimiento no le sigue un aumento en el uso social de la lengua aprendida y minorizada.
Es en ese momento en el que todos los responsables de política lingüística se ponen muy nerviosos. Y la reacción más común ante ese problema crucial de las políticas lingüísticas es dar una vuelta más de tuerca, pasar de la planificación posible y aceptable de los instrumentos que garanticen el conocimiento de una lengua por parte de las nuevas generaciones, a intentar planificar por medios de promoción y ayuda, pero también por medios coercitivos lo que ni es posible ni es lícito planificar desde la administración pública: el uso de una lengua, pues esta planificación choca con la libertad básica y fundamental de los individuos. Y ahí está la frontera de lo democráticamente aceptable.
Llama la atención que quienes de un lado hablan de la nación española en el sentido de la nación etnolingüística construida por el romanticismo alemán, y que quienes, por otro lado, se sirven de la diversidad y de la diferencia lingüística para derivar de ellas consecuencias políticas de tipo nacionalista, recurran permanentemente a la necesidad de despolitizar la cuestión lingüística. El tratamiento de las lenguas se ha convertido en cuestión política por excelencia con la constitución de los estados nacionales.
El hecho de que la constitución española establezca una jerarquía entre las lenguas españolas -el español cuyo conocimiento es un deber, y las lenguas españolas que pueden ser cooficiales si así lo determinan los respectivos estatutos de autonomía- es un hecho político por excelencia. Y la declaración de cooficialidad del euskera o del catalán y del gallego, afirmando además que el catalán o el euskera son, a diferencia del español, lenguas propias de las correspondientes comunidades autónomas -con el añadido del deber de conocimiento en el nuevo estatuto catalán-, son también hechos políticos por excelencia.
Estamos, pues, ante un debate ciertamente político. Un debate que tiene mucho que ver con la estructura del Estado, con el discurso de la España plural, con la integración o no de los nacionalismos periféricos en un proyecto estatal común. Un debate que tiene que ver con derechos básicos de los ciudadanos, con obligaciones también importantes de los ciudadanos, con la cohesión social, con el derecho al trabajo, con la libertad lingüística dentro de los parámetros fijados por la declaración de cooficialidad de las lenguas. No es un debate estrictamente cultural, ni un debate puramente lingüístico. Es un debate político y es mejor tomarlo como tal.
Como este debate corre el riesgo de ser malinterpretado por la situación lingüística de los participantes, vaya por delante que quien esto firma es vascoparlante monolingüe de familia, alguien que aprendió español o castellano en la escuela. Pero también alguien para quien el castellano no es lengua extraña, para quien el castellano es tan lengua propia como el euskera, lengua ésta de relación familiar casi en exclusividad, y de trabajo en la universidad. Alguien que no tendría inconveniente alguno en sustituir la obligatoriedad constitucional del conocimiento del castellano por la constatación del valor de lengua franca del español para la cohesión del estado. Y alguien que no tendría inconveniente en cambiar el calificativo aplicado por el estatuto vasco al euskera como lengua propia, a diferencia del español.
España es diversa y plural. Es un hecho. En España se hablan varias lenguas, además del español. También es un hecho que la diversidad de lenguas en España no es como en Suiza, que no cuenta con una lengua franca, o como en Bélgica, donde tampoco existe una lengua común. En España sí existe una lengua común. Por eso, el discurso de la España plural no tiene sentido, ni responde a la realidad, si no se completa con el discurso de la pluralidad de Cataluña, de Euskadi y de Galicia: estas comunidades autónomas no son homogéneas en términos lingüísticos, sino plurales. Como lo son, por cierto, también, en el sentimiento de pertenencia.
Existe, sin embargo, una diferencia en lo que al hecho de la pluralidad de España y de la pluralidad de Cataluña, Euskadi y Galicia se refiere: desde el punto de vista lingüístico existen amplios territorios y amplias demografías en España que son homogéneas en castellano, y la pluralidad se refiere a que existen zonas en las que está presente, además del castellano, otra lengua. En Cataluña, Euskadi y Galicia no existe prácticamente ningún kilómetro cuadrado, ni ningún segmento o zona poblacional homogéneo en cuanto a la presencia de una única lengua: estas comunidades autónomas son estructuralmente mucho más plurales que lo es España en su conjunto.
En los debates recientes muchos se han referido a que el español no está en peligro en Cataluña. Pero no es ésa la cuestión: la cuestión no está en los derechos de la lengua, sino en los derechos de los hablantes. De la misma forma que un hablante bilingüe puede en Cataluña o Euskadi reclamar la satisfacción de su derecho a ser atendido por la administración en la lengua de entre las oficiales que elija, el mismo derecho le asiste a un ciudadano monolingüe, por lo que no puede haber, en este contexto de derechos, una lengua privilegiada de la administración.
En el contexto educativo, no existe un derecho a ser escolarizado en la lengua materna, y menos por razones supuestamente pedagógico-psicológicas. Pero sí existe el derecho de los padres a que la lengua de su elección de entre las cooficiales sea también lengua vehicular. Y ante este derecho fallan los argumentos de que la otra lengua cooficial está en situación de debilidad, de que ya aprenderán esa lengua de elección en la calle o en los medios de comunicación, entiéndase la televisión, que el monolingüismo de inmersión es el único medio que garantiza la cohesión social, y está dando buenos resultados. Ninguno de estos argumentos anula el derecho de los padres a reclamar que la lengua que quieren sea también vehicular en la enseñanza de sus hijos. Dicho simplemente: no hay razón alguna, y menos técnicas, para esconder en la enseñanza ninguna de las lenguas cooficiales de una comunidad autónoma como lengua vehicular.
Otra cosa es que en una sociedad con la presencia de dos lenguas, los monolingües sí debieran reconocer su obligación de facilitar la comunicación en cualquiera de las dos lenguas, siempre desde la constatación de que no existen sociedades bilingües perfectas, unas en las que todos los ciudadanos fueran igual de competentes en las dos lenguas.
En el ámbito del trabajo, se enfrentan dos derechos -y la política es el arte de priorizar unos derechos sobre otros- el derecho de los bilingües a ser atendidos en la lengua de su elección, y el derecho de los monolingües o de los bilingües imperfectos a que muchos puestos de trabajo, además los mejor cualificados -por seguridad de empleo y también por condiciones económicas-, no les estén vedados. El derecho al trabajo debe primar sobre el derecho electivo a ser atendido en una determinada lengua oficial, máxime cuando este derecho puede ser atendido sin dañar el otro.
Todas las políticas lingüísticas se encuentran con un problema crucial: es bastante fácil instrumentar desde la administración los mecanismos necesarios para asegurar que las generaciones futuras tengan un conocimiento básico suficiente de la lengua en situación de minoría o de debilidad. El problema surge cuando al aumento en el conocimiento no le sigue un aumento en el uso social de la lengua aprendida y minorizada.
Es en ese momento en el que todos los responsables de política lingüística se ponen muy nerviosos. Y la reacción más común ante ese problema crucial de las políticas lingüísticas es dar una vuelta más de tuerca, pasar de la planificación posible y aceptable de los instrumentos que garanticen el conocimiento de una lengua por parte de las nuevas generaciones, a intentar planificar por medios de promoción y ayuda, pero también por medios coercitivos lo que ni es posible ni es lícito planificar desde la administración pública: el uso de una lengua, pues esta planificación choca con la libertad básica y fundamental de los individuos. Y ahí está la frontera de lo democráticamente aceptable.