Por José María Ruiz Soroa en El Correo de 16 de julio de 2009
El lector pensará, con toda seguridad, que el agrupamiento político de las personas en sociedad se produce sobre todo por motivos ideológicos, nacionales o religiosos y que, por tanto, las coaliciones más fuertes son las que oponen a los progresistas/conservadores, izquierdas/derechas, nacionalistas/ciudadanistas, católicos/laicistas, y así parecidamente. Craso error: la más fuerte de las coaliciones de intereses en la sociedad contemporánea es la de los vivos (los que estamos aquí y ahora disfrutando de la existencia) contra los todavía no nacidos (los futuros ciudadanos). Es una coalición que se funda en una premisa básica de la sociedad del bienestar, sección consumista: disfrutemos de la vida lo mejor posible, aunque la factura sea alta, porque siempre podremos diferir su pago al futuro. El bienestar hoy y para nosotros, la factura que la paguen los que vengan luego. Es el milagro de la deuda pública, del déficit estructural y de la explotación del planeta.
Éste es un punto que ha sido subrayado por los mejores autores contemporáneos (Daniel Innerarity lo ha denominado 'la rapiña del futuro') y ha sido magistralmente puesto de relieve por Marcel Gauchet. Escribe el francés que nos quejamos de continuo en la sociedad actual de que el futuro ha dejado de funcionar como una instancia de provisión de sentido para la vida, que las 'ideologías del futuro' (fueran la marxista, la liberal o la técnico-científica) han quedado ya deconstruidas y anémicas, incapaces de suscitar atractivo y esperanza al habitante de Occidente. Y, sin embargo, observa ácidamente Gauchet, todo este discurso no es en el fondo sino una excusa, la excusa de quienes no quieren hacerse responsables por el futuro. El problema de nuestra sociedad con el futuro no es tanto filosófico como moral: nos pasa como a los niños, que no queremos asumir nuestra responsabilidad por él, sino tan sólo gozar del presente.
Viene a cuento lo anterior porque lo sucedido recientemente con la financiación de la España autonómica es un perfecto ejemplo de esta actitud de irresponsabilidad de los vivos, 'los vivos' tanto en el sentido literal como en el metafórico del término. El esquema de reparto diseñado por el Gobierno socialista puede ser analizado, y sin duda lo será con profusión y encarnizamiento, desde el punto de vista del reparto mismo: quién recibe qué y por qué. Se hablará de si el reparto es más o menos justo, solidario, equitativo. Si responde a criterios objetivables o a intereses políticos coyunturales. Si nos aproxima o aleja de la cohesión intercomunitaria. Si garantiza la igualdad ciudadana en todos los servicios públicos o sólo en algunos. Y, sin embargo, se hablará menos del milagro implícito en el propio sistema: el milagro de que pueda repartirse los trozos de una tarta que, una vez sumados, superan el cien por cien de la tarta. El milagro de que pueda darse más a todos sin disminuir el fondo de lo que queda. El milagro, dicho en términos directos, de que el éxito político de la financiación (¿quién puede decir que no a una oferta de más dinero?) se esté consiguiendo gracias al déficit público del Estado.
La cuestión tiene una trascendencia relevante, puesto que estamos hablando de la financiación ordinaria de los gastos corrientes de funcionamiento del sistema territorial de administración. No estamos tratando de un gasto extraordinario como serían las necesidades de protección social generadas por una crisis económica transitoria, tampoco de financiar un proyecto específico cuyos efectos se van a dilatar a lo largo de muchos años, o una particular obra pública, o una reforma de estructuras. No, estamos hablando de financiar el coste diario y corriente de la Administración. Y estamos admitiendo que ese coste corriente va a ser superior a los ingresos de que disfruta el propio sistema, de manera que sólo podremos soportarlo mediante el déficit público: el Estado se endeudará sistemáticamente para que todas las comunidades autónomas puedan exhibir triunfantes su trozo de tarta.
Esto es tanto como admitir que el Estado (tomado en su conjunto) es incapaz de atender sus propias necesidades y que sólo puede hacerlo tomando prestado del futuro y dejando a los españoles de mañana la factura consiguiente. O, lo que es lo mismo, que nos hemos construido una casa muy agradable pero que está por encima de nuestras posibilidades. Lo cual es terrible, si bien se mira. Toda la prédica actual sobre la necesidad de mejorar la eficiencia del sistema económico español, de aumentar la productividad de sus elementos, se convierte de golpe en pura cháchara que el mismo Gobierno se encarga de tirar al cubo de la basura retórica, cuando diseña un sistema que es por sí mismo contrario a las leyes mismas de la racionalidad económica: gastar más de lo que se posee.
En Alemania andan actualmente con el debate acerca de la constitucionalización de la prohibición de los déficits estructurales; es decir, de recoger como derecho fundamental de los ciudadanos el de que los gobiernos de turno no puedan hipotecar el futuro para que los vivos lo pasen mejor. Aquí, por el contrario, parece que estamos en la fase infantil del izquierdismo benevolente. En efecto, la izquierda siempre ha visto los límites al déficit público o el control de la inflación como unos inventos del sistema capitalista que sólo perseguían enriquecer a los ricachones y que, so capa de tecnicismo y rigor técnico, sólo buscaban favorecer a los de siempre. La izquierda benevolente siempre ha abrazado el 'dictum' atribuido a Keynes cuando alguien observó las consecuencias en el largo plazo de las políticas de gasto: «A largo plazo, todos muertos». Lo malo es que no es así en absoluto si en lugar de mirar a los vivos miramos a la sociedad.
Nuestro Gobierno ha optado por la benevolencia, por las políticas simpáticas de efecto garantizado: hay más para todos. Ha preferido rehuir el antipático papel del que trae las malas noticias (no nos llega para seguir como hasta ahora) e ingresar en la 'gran coalición'. Es un pasito más en el crecimiento del cáncer del populismo democrático, esa forma de degenerar de las democracias que tiene la virtud de ser indolora e imperceptible a corto plazo, incluso agradable, aunque no por ello menos letal que otras más llamativas. Y mientras tanto, hablemos de sastres y trajes, que eso es lo importante.
El lector pensará, con toda seguridad, que el agrupamiento político de las personas en sociedad se produce sobre todo por motivos ideológicos, nacionales o religiosos y que, por tanto, las coaliciones más fuertes son las que oponen a los progresistas/conservadores, izquierdas/derechas, nacionalistas/ciudadanistas, católicos/laicistas, y así parecidamente. Craso error: la más fuerte de las coaliciones de intereses en la sociedad contemporánea es la de los vivos (los que estamos aquí y ahora disfrutando de la existencia) contra los todavía no nacidos (los futuros ciudadanos). Es una coalición que se funda en una premisa básica de la sociedad del bienestar, sección consumista: disfrutemos de la vida lo mejor posible, aunque la factura sea alta, porque siempre podremos diferir su pago al futuro. El bienestar hoy y para nosotros, la factura que la paguen los que vengan luego. Es el milagro de la deuda pública, del déficit estructural y de la explotación del planeta.
Éste es un punto que ha sido subrayado por los mejores autores contemporáneos (Daniel Innerarity lo ha denominado 'la rapiña del futuro') y ha sido magistralmente puesto de relieve por Marcel Gauchet. Escribe el francés que nos quejamos de continuo en la sociedad actual de que el futuro ha dejado de funcionar como una instancia de provisión de sentido para la vida, que las 'ideologías del futuro' (fueran la marxista, la liberal o la técnico-científica) han quedado ya deconstruidas y anémicas, incapaces de suscitar atractivo y esperanza al habitante de Occidente. Y, sin embargo, observa ácidamente Gauchet, todo este discurso no es en el fondo sino una excusa, la excusa de quienes no quieren hacerse responsables por el futuro. El problema de nuestra sociedad con el futuro no es tanto filosófico como moral: nos pasa como a los niños, que no queremos asumir nuestra responsabilidad por él, sino tan sólo gozar del presente.
Viene a cuento lo anterior porque lo sucedido recientemente con la financiación de la España autonómica es un perfecto ejemplo de esta actitud de irresponsabilidad de los vivos, 'los vivos' tanto en el sentido literal como en el metafórico del término. El esquema de reparto diseñado por el Gobierno socialista puede ser analizado, y sin duda lo será con profusión y encarnizamiento, desde el punto de vista del reparto mismo: quién recibe qué y por qué. Se hablará de si el reparto es más o menos justo, solidario, equitativo. Si responde a criterios objetivables o a intereses políticos coyunturales. Si nos aproxima o aleja de la cohesión intercomunitaria. Si garantiza la igualdad ciudadana en todos los servicios públicos o sólo en algunos. Y, sin embargo, se hablará menos del milagro implícito en el propio sistema: el milagro de que pueda repartirse los trozos de una tarta que, una vez sumados, superan el cien por cien de la tarta. El milagro de que pueda darse más a todos sin disminuir el fondo de lo que queda. El milagro, dicho en términos directos, de que el éxito político de la financiación (¿quién puede decir que no a una oferta de más dinero?) se esté consiguiendo gracias al déficit público del Estado.
La cuestión tiene una trascendencia relevante, puesto que estamos hablando de la financiación ordinaria de los gastos corrientes de funcionamiento del sistema territorial de administración. No estamos tratando de un gasto extraordinario como serían las necesidades de protección social generadas por una crisis económica transitoria, tampoco de financiar un proyecto específico cuyos efectos se van a dilatar a lo largo de muchos años, o una particular obra pública, o una reforma de estructuras. No, estamos hablando de financiar el coste diario y corriente de la Administración. Y estamos admitiendo que ese coste corriente va a ser superior a los ingresos de que disfruta el propio sistema, de manera que sólo podremos soportarlo mediante el déficit público: el Estado se endeudará sistemáticamente para que todas las comunidades autónomas puedan exhibir triunfantes su trozo de tarta.
Esto es tanto como admitir que el Estado (tomado en su conjunto) es incapaz de atender sus propias necesidades y que sólo puede hacerlo tomando prestado del futuro y dejando a los españoles de mañana la factura consiguiente. O, lo que es lo mismo, que nos hemos construido una casa muy agradable pero que está por encima de nuestras posibilidades. Lo cual es terrible, si bien se mira. Toda la prédica actual sobre la necesidad de mejorar la eficiencia del sistema económico español, de aumentar la productividad de sus elementos, se convierte de golpe en pura cháchara que el mismo Gobierno se encarga de tirar al cubo de la basura retórica, cuando diseña un sistema que es por sí mismo contrario a las leyes mismas de la racionalidad económica: gastar más de lo que se posee.
En Alemania andan actualmente con el debate acerca de la constitucionalización de la prohibición de los déficits estructurales; es decir, de recoger como derecho fundamental de los ciudadanos el de que los gobiernos de turno no puedan hipotecar el futuro para que los vivos lo pasen mejor. Aquí, por el contrario, parece que estamos en la fase infantil del izquierdismo benevolente. En efecto, la izquierda siempre ha visto los límites al déficit público o el control de la inflación como unos inventos del sistema capitalista que sólo perseguían enriquecer a los ricachones y que, so capa de tecnicismo y rigor técnico, sólo buscaban favorecer a los de siempre. La izquierda benevolente siempre ha abrazado el 'dictum' atribuido a Keynes cuando alguien observó las consecuencias en el largo plazo de las políticas de gasto: «A largo plazo, todos muertos». Lo malo es que no es así en absoluto si en lugar de mirar a los vivos miramos a la sociedad.
Nuestro Gobierno ha optado por la benevolencia, por las políticas simpáticas de efecto garantizado: hay más para todos. Ha preferido rehuir el antipático papel del que trae las malas noticias (no nos llega para seguir como hasta ahora) e ingresar en la 'gran coalición'. Es un pasito más en el crecimiento del cáncer del populismo democrático, esa forma de degenerar de las democracias que tiene la virtud de ser indolora e imperceptible a corto plazo, incluso agradable, aunque no por ello menos letal que otras más llamativas. Y mientras tanto, hablemos de sastres y trajes, que eso es lo importante.