Por Joseba Arregi en El Mundo de 13 de julio de 2009 (leído en Tribuna Libre)
Ayer se produjo al fin el parto de los montes y la ministra de Economía, Elena Salgado, presentó la propuesta del Gobierno de financiación autonómica. Unos habrán quedado contentos, otros insatisfechos. Suponiendo que el límite temporal máximo no tenga que ser prorrogado una vez más. Más difícil de creer es que se haya encontrado la fórmula de estabilidad que tanto necesita, no sólo la propia financiación autonómica, sino España como Estado.
El espectáculo vivido a lo largo del último año es, cuando menos, penoso. A no pocos ha recordado tiempos ya pasados en los que el emperador recibía a los príncipes electores para preguntarles qué es lo que querían. Y a unos les concedía un favor, a otros una regalía, a otros algún tipo de apoyo en sus luchas particulares… Dando por sentado que la finalidad de la ronda de visitas no era el bien del conjunto, ni siquiera el bien particular de cada territorio, sino asegurarse la lealtad de los príncipes.
Algo de lo que está sucediendo con la financiación autonómica es comprensible dada la indefinición del reparto del poder territorial que caracteriza a la Constitución española: ni se definía el número de autonomías, ni se definía el modelo. Abría varias vías, algunas de las cuales han ido confluyendo. La financiación de las autonomías, de las que hubiere, quedaba al aire menos en el caso de las que contaban con el sistema de concierto: País Vasco y Navarra.
Treinta años después, sin embargo, el modelo se va aproximando a su cierre. Todo el territorio del Estado está organizado en autonomías -quedan pendientes Ceuta y Melilla-. Y todas han ido accediendo al máximo de competencias reconocidas a las nacionalidades. El proceso de transferencias está casi acabado. Ha llegado, por tanto, la hora de pensar seriamente en el cierre del modelo.
Y ello requiere responder a la pregunta -mal respondida con el actual Senado- de cómo se representa al conjunto del Estado en virtud de la pluralidad de territorios, completando la representación del conjunto desde la perspectiva de la igualdad de los ciudadanos que se refleja en el Congreso. Y el cierre del modelo requiere establecer de forma definitiva -que no significa ni inflexible ni inmovilista- la financiación del Estado autonómico. Y requiere también adecuar el lenguaje a la realidad del Estado que es España.
No es posible continuar hablando de lo que cada autonomía pide al Estado, como si las autonomías no fueran Estado. Lo son, y muchas veces se les pide a sus gobernantes que actúen con sentido de Estado. Pero entonces no se puede seguir hablando de la cesión de impuestos a las autonomías, como si los recursos fueran propiedad de la Administración central, y no del Estado, es decir, como si esos recursos no fueran, por definición, también propiedad de las autonomías. Todos son Estado: la Administración central, las autonomías, los ayuntamientos, el Congreso, el Senado, el Consejo General del Poder Judicial.
En todos los estados compuestos, la financiación está sujeta, por un lado, a unos principios básicos, claramente definidos, y, por otro, a la discusión de los ajustes necesarios por los cambios que van definiendo la realidad. Tomemos, de forma simplificada, el caso de Alemania, del que tanto se usa y abusa: la Constitución de la República Federal establece que el impuesto de la renta y el impuesto de sociedades se lo reparten a medias, al 50%, la federación y los länder. Los ingresos del IVA son también correspondientes a ambos niveles de gobierno, pero debe ser establecido, y puede ser cambiado, por una ley federal que requiere de la aprobación del Senado -representación del conjunto del Estado desde la perspectiva de la pluralidad de los distintos territorios, y compuesto por los gobiernos de los länder-. Después de las discusiones provocadas por la reunificación, por poner un ejemplo en el tiempo, el año 1993 el reparto quedó de la manera siguiente: 44% para los länder, 56% para la federación.
Esta distribución de las grandes cantidades no evita que exista un debate permanente sobre la financiación, especialmente sobre el reequilibrio financiero entre los länder. Länder ricos como Baviera, Hesse (Frankfurt) y Baden-Württenberg elevaron su queja al tribunal constitucional entendiendo que pagaban demasiado. Su recurso fue denegado. Y todos toman como ejemplo del buen funcionamiento del reequilibrio el que la pobre Baviera de 1945, tan necesitada de la ayuda de los estados ricos, sea ahora una de las regiones más desarrolladas, punteras y ricas de Alemania gracias a las aportaciones de las regiones ricas.
Es necesario establecer criterios claros. En este punto tienen razón los catalanes, que así lo reclaman, más allá de determinadas cantidades concretas. También tienen razón cuando critican que la lógica actual, que pone patas arriba el ranking de autonomías en el PIB con un ranking de gasto público por habitante sin ninguna relación con el puesto en el PIB, no posee ninguna coherencia. Pero no tienen razón cuando dicen que el Estado, es decir, la Administración central, debe tener interés en que Cataluña siga siendo la economía puntera que ha sido hasta ahora, pues ello significaría que lo que ha sido producto de la historia no tiene más remedio que seguir siéndolo por toda la eternidad.
Es difícilmente comprensible el recurso a los distintos criterios y variables que se argumentan para recibir mayor financiación. Pongamos el caso de la población: si ésta ha aumentado de forma mayor que la media, en especial por el incremento de la inmigración, el 50% del impuesto sobre la renta multiplicado por el aumento de la población activa ya de por sí produce un aumento de la financiación. El problema de las distintas variaciones que favorecen a unos y resultan inaceptables para otros pertenecen al ámbito de los reequilibrios entre las distintas autonomías, y a la posibilidad de actuación discriminada que puede llevar a cabo el Gobierno central, siempre que éste cuente con recursos suficientes y siempre que la autonomía que lo necesite esté dispuesta a hacer un esfuerzo propio.
No sé si sería necesario ni conveniente elevar a rango constitucional los criterios básicos que regulen el reparto de los recursos procedentes de los grandes impuestos entre la Administración general y las autonomías. Pero es algo que debiera quedar fuera del debate permanente sobre la financiación autonómica, y que debiera adquirir el peso de criterio definido. Queda suficiente espacio para el debate en lo que al reequilibrio financiero entre las autonomías se refiere, y en el papel a cumplir por la administración general en la superación de los grandes desequilibrios regionales.
Pero el debate actual sobre financiación autonómica, unido a la propagación de la voluntad de bilateralidad en la relación de cada autonomía con la Administración general, aunque la referencia sea siempre, y es muy significativo, con el Estado, produce inestabilidad y hace que éste, en lugar de serlo, parezca un bazar oriental en el que todo está sometido a la capacidad no del que más puje, sino del que tenga mayor capacidad de chantaje.
Es incomprensible que, a estas alturas del desarrollo autonómico, los dos grandes partidos no intenten acordar unos principios reguladores que doten a todo el proceso de estabilidad, definición, dirección y cohesión. Claro que para ello PSOE y PP debieran obtener claridad sobre los principios básicos que regulan los estados federales: la lealtad federal -del todo con las partes y de las partes con el todo-, el principio de que ley federal se impone a la normativa de los länders -Bundesrecht bricht Landesrecht- y, sobre todo, lo que el ex ministro de Interior en tiempos de Helmut Schmidt decía recientemente en Bilbao: «Las autonomías deben entender como su cometido el bien del conjunto».
Ayer se produjo al fin el parto de los montes y la ministra de Economía, Elena Salgado, presentó la propuesta del Gobierno de financiación autonómica. Unos habrán quedado contentos, otros insatisfechos. Suponiendo que el límite temporal máximo no tenga que ser prorrogado una vez más. Más difícil de creer es que se haya encontrado la fórmula de estabilidad que tanto necesita, no sólo la propia financiación autonómica, sino España como Estado.
El espectáculo vivido a lo largo del último año es, cuando menos, penoso. A no pocos ha recordado tiempos ya pasados en los que el emperador recibía a los príncipes electores para preguntarles qué es lo que querían. Y a unos les concedía un favor, a otros una regalía, a otros algún tipo de apoyo en sus luchas particulares… Dando por sentado que la finalidad de la ronda de visitas no era el bien del conjunto, ni siquiera el bien particular de cada territorio, sino asegurarse la lealtad de los príncipes.
Algo de lo que está sucediendo con la financiación autonómica es comprensible dada la indefinición del reparto del poder territorial que caracteriza a la Constitución española: ni se definía el número de autonomías, ni se definía el modelo. Abría varias vías, algunas de las cuales han ido confluyendo. La financiación de las autonomías, de las que hubiere, quedaba al aire menos en el caso de las que contaban con el sistema de concierto: País Vasco y Navarra.
Treinta años después, sin embargo, el modelo se va aproximando a su cierre. Todo el territorio del Estado está organizado en autonomías -quedan pendientes Ceuta y Melilla-. Y todas han ido accediendo al máximo de competencias reconocidas a las nacionalidades. El proceso de transferencias está casi acabado. Ha llegado, por tanto, la hora de pensar seriamente en el cierre del modelo.
Y ello requiere responder a la pregunta -mal respondida con el actual Senado- de cómo se representa al conjunto del Estado en virtud de la pluralidad de territorios, completando la representación del conjunto desde la perspectiva de la igualdad de los ciudadanos que se refleja en el Congreso. Y el cierre del modelo requiere establecer de forma definitiva -que no significa ni inflexible ni inmovilista- la financiación del Estado autonómico. Y requiere también adecuar el lenguaje a la realidad del Estado que es España.
No es posible continuar hablando de lo que cada autonomía pide al Estado, como si las autonomías no fueran Estado. Lo son, y muchas veces se les pide a sus gobernantes que actúen con sentido de Estado. Pero entonces no se puede seguir hablando de la cesión de impuestos a las autonomías, como si los recursos fueran propiedad de la Administración central, y no del Estado, es decir, como si esos recursos no fueran, por definición, también propiedad de las autonomías. Todos son Estado: la Administración central, las autonomías, los ayuntamientos, el Congreso, el Senado, el Consejo General del Poder Judicial.
En todos los estados compuestos, la financiación está sujeta, por un lado, a unos principios básicos, claramente definidos, y, por otro, a la discusión de los ajustes necesarios por los cambios que van definiendo la realidad. Tomemos, de forma simplificada, el caso de Alemania, del que tanto se usa y abusa: la Constitución de la República Federal establece que el impuesto de la renta y el impuesto de sociedades se lo reparten a medias, al 50%, la federación y los länder. Los ingresos del IVA son también correspondientes a ambos niveles de gobierno, pero debe ser establecido, y puede ser cambiado, por una ley federal que requiere de la aprobación del Senado -representación del conjunto del Estado desde la perspectiva de la pluralidad de los distintos territorios, y compuesto por los gobiernos de los länder-. Después de las discusiones provocadas por la reunificación, por poner un ejemplo en el tiempo, el año 1993 el reparto quedó de la manera siguiente: 44% para los länder, 56% para la federación.
Esta distribución de las grandes cantidades no evita que exista un debate permanente sobre la financiación, especialmente sobre el reequilibrio financiero entre los länder. Länder ricos como Baviera, Hesse (Frankfurt) y Baden-Württenberg elevaron su queja al tribunal constitucional entendiendo que pagaban demasiado. Su recurso fue denegado. Y todos toman como ejemplo del buen funcionamiento del reequilibrio el que la pobre Baviera de 1945, tan necesitada de la ayuda de los estados ricos, sea ahora una de las regiones más desarrolladas, punteras y ricas de Alemania gracias a las aportaciones de las regiones ricas.
Es necesario establecer criterios claros. En este punto tienen razón los catalanes, que así lo reclaman, más allá de determinadas cantidades concretas. También tienen razón cuando critican que la lógica actual, que pone patas arriba el ranking de autonomías en el PIB con un ranking de gasto público por habitante sin ninguna relación con el puesto en el PIB, no posee ninguna coherencia. Pero no tienen razón cuando dicen que el Estado, es decir, la Administración central, debe tener interés en que Cataluña siga siendo la economía puntera que ha sido hasta ahora, pues ello significaría que lo que ha sido producto de la historia no tiene más remedio que seguir siéndolo por toda la eternidad.
Es difícilmente comprensible el recurso a los distintos criterios y variables que se argumentan para recibir mayor financiación. Pongamos el caso de la población: si ésta ha aumentado de forma mayor que la media, en especial por el incremento de la inmigración, el 50% del impuesto sobre la renta multiplicado por el aumento de la población activa ya de por sí produce un aumento de la financiación. El problema de las distintas variaciones que favorecen a unos y resultan inaceptables para otros pertenecen al ámbito de los reequilibrios entre las distintas autonomías, y a la posibilidad de actuación discriminada que puede llevar a cabo el Gobierno central, siempre que éste cuente con recursos suficientes y siempre que la autonomía que lo necesite esté dispuesta a hacer un esfuerzo propio.
No sé si sería necesario ni conveniente elevar a rango constitucional los criterios básicos que regulen el reparto de los recursos procedentes de los grandes impuestos entre la Administración general y las autonomías. Pero es algo que debiera quedar fuera del debate permanente sobre la financiación autonómica, y que debiera adquirir el peso de criterio definido. Queda suficiente espacio para el debate en lo que al reequilibrio financiero entre las autonomías se refiere, y en el papel a cumplir por la administración general en la superación de los grandes desequilibrios regionales.
Pero el debate actual sobre financiación autonómica, unido a la propagación de la voluntad de bilateralidad en la relación de cada autonomía con la Administración general, aunque la referencia sea siempre, y es muy significativo, con el Estado, produce inestabilidad y hace que éste, en lugar de serlo, parezca un bazar oriental en el que todo está sometido a la capacidad no del que más puje, sino del que tenga mayor capacidad de chantaje.
Es incomprensible que, a estas alturas del desarrollo autonómico, los dos grandes partidos no intenten acordar unos principios reguladores que doten a todo el proceso de estabilidad, definición, dirección y cohesión. Claro que para ello PSOE y PP debieran obtener claridad sobre los principios básicos que regulan los estados federales: la lealtad federal -del todo con las partes y de las partes con el todo-, el principio de que ley federal se impone a la normativa de los länders -Bundesrecht bricht Landesrecht- y, sobre todo, lo que el ex ministro de Interior en tiempos de Helmut Schmidt decía recientemente en Bilbao: «Las autonomías deben entender como su cometido el bien del conjunto».
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