Por José María Ruiz Soroa en El Correo de 28 de noviembre de 2008
Desde hace semanas, concretamente desde que la crisis financiera mundial agravó más aún nuestra propia crisis endógena, se han abierto en España las compuertas de la retórica ideológica anticapitalista, antimercado y proestatista. La opinión pública parece un concurso sobre 'quién la dice más gorda' en su crítica al sistema económico mundial. La última escuchada, procedente nada menos que de la Comisión Ejecutiva del PSOE es la de que «el mundo necesita un sistema de mercado no egoísta». Así lo han dicho en su ejecutiva de la semana pasada y a mí, una vez que se me ha pasado el ataque de risa, me ha dado por pensar cómo hemos podido llegar en nuestra sociedad (¿o habría que decir en nuestro erial intelectual?) a un nivel de pensamiento tan bajo como para que semejante gansada pase por ocurrencia respetable.
Lo que está sucediendo podría describirse recurriendo a la metáfora del descarrilamiento de un tren. Ocurrido el accidente, algunos se ponen a reflexionar sobre qué se ha hecho mal en el tren o en el sistema vial para que tal cosa haya sucedido; y, sobre todo, qué hay que cambiar para que no vuelva a suceder (aún siendo conscientes de que siempre habrá accidentes). Pero otros, todos los 'ingenieros', 'tertulianos' y opinadores que son mayoría, prefieren 'ir a la raíz de las cosas', y unos nos dicen que los trenes nunca deben circular a más de cuarenta por hora y así se acabarán los descarrilamientos con víctimas (limitemos el mercado). Mientras otros, más profundos aún, lo tienen más claro: lo que hay que hacer es suprimir los trenes y volver al transporte en caballerías y diligencias pues ése sí que era un transporte seguro (aquí entran izquierdistas utópicos). Y otros, los más teóricos y sesudos (la Comisión Eejecutiva del PSOE) lo elaboran reflexivamente un poco más: lo que hace falta son 'veloces trenes inmóviles', es decir, artefactos que combinen las ventajas de la movilidad con las de la inmovilidad ¿Sonríen? Pues eso y no otra cosa es 'un mercado no egoísta'.
Verán ustedes, sucede que allá por 1705 un autor holandés-británico, Bernard de Mandeville, publicó una fábula titulada 'El panal rumoroso, o los bribones que se vuelven honrados', un texto que, suplementado con pensamientos posteriores, logró fama y vituperio perpetuo con el título de 'Los vicios privados hacen la prosperidad pública'. En ella exponía la situación de una próspera sociedad de abejas impregnada de las costumbres más inmoderadas, mendaces y cínicas que puedan imaginarse. Tanto que algunos habitantes de esa cloaca inmoral decidieron cambiarlas y convertir el panal en uno honrado: y así desapareció el vicio, el lujo, la avaricia, y, con ellos... desapareció la prosperidad. Todos los que vivían de los vicios, desde los artesanos a las prostitutas, se quedaron sin trabajo. Lo que esta fábula pretendía subrayar, además de la idea crucial de las consecuencias inintencionadas de toda intervención social, era que en las sociedades de cierto tamaño la prosperidad del conjunto puede derivar del vicio, la corrupción y el fraude individual. Y, más en el fondo, la fábula insinuaba algo terrible: de eso que se considera malo puede nacer el bien y viceversa, del bien puede derivarse el mal.
Ideas como éstas fueron sistematizadas por los filósofos morales de la Ilustración escocesa hasta llegar a una formulación más matizada, que no hablaba de vicio y pasiones sino de interés. La fórmula dice que, en la economía, del egoísmo de cada uno puede nacer la prosperidad de todos siempre que el sistema se mantenga bajo control y los egoísmos no se desmanden sino que se limiten unos a otros. Así nació el mercado como institución, capaz de realizar lo que la Humanidad nunca antes había podido siquiera pensar: poseer una máquina autoguíada y autosostenida para crear la prosperidad indefinida. Naturalmente, la máquina era compleja y está costando bastante controlarla eficazmente en la práctica, entre otras cosas porque avanzamos por el método de prueba-error. A veces la entorpecen los que quieren desvirtuarla para su propio abuso, otras los que quieren pararla porque les asusta mucho. A veces quienes quieren aplicarla para todo, olvidando que vale para lo que vale, para el sector económico productivo sólo. En cualquier caso, su éxito ha sido literalmente increíble: miles de millones de personas han salido de la miseria gracias a ella.
Sin embargo, casi al mismo tiempo que Mandeville formulaba su fábula anticipatoria, nació la 'internacional moralista frailuna' que se negaba indignada a aceptar su mensaje, pues ¿cómo podría admitirse algo tan espantoso como que del egoísmo y del amor por uno mismo pudiera derivarse el bien social, cuando es bien sabido desde siempre que el egoísmo es el mayor pecado del hombre? ¿Cómo que del altruismo y las frugales costumbres pudiera seguirse la ruina de la sociedad, cuando aquellas son virtudes sin par? Y, sobre todo, ¿cómo admitir que del mal pudiera nacer el bien, trastocando así los principios esenciales sobre los que gira el mundo, esos según los cuales el bien es consecuencia del buen obrar y el mal de la mala acción? Las ideas mandevillianas fueron una auténtica herida en la conciencia moral de la Humanidad, de tanto calibre como la que nos inflingió Darwin cuando atisbó que el ser humano procedía del animal, o Sigmund Freud cuando nos descubrió el inconsciente como origen de nuestro yo actuante. No, y mil veces no, proclamó la internacional frailuna: el egoísmo es un mal, incluso un pecado; son el altruismo y el desprendimiento el bien. La internacional no conoce de adscripciones ideológicas: puede ser tanto de derechas (el pensamiento católico, el conservador clásico, el autoritario) como de izquierdas (el marxismo, el utopismo, el anarquismo). Lo que les une es una repugnancia primordial: es mentira que el egoísmo individual pueda funcionar como palanca eficaz para el bien social. Más aún, es mentira que el ser humano sea egoísta; si lo parece es porque las instituciones sociales le obligan a serlo.
A pesar de ello, sucedió algo asombroso: el sistema de mercado funcionaba, la Humanidad comenzó a prosperar, la miseria comenzó a ser arrinconada, los seres humanos empezaron a poder vivir como tales cada vez en más gran número. Y ello sucedía porque, efectivamente, si cada uno buscaba su interés egoísta de manera civilizada (incluso ilustrada) el conjunto de la sociedad prosperaba y crecía. De forma que en su vida práctica todo el mundo se guiaba, hasta en China, por el principio del egoísmo como motor social. Y los gobiernos lo tenían muy en cuenta y dejaban hacer.
Con lo que, y aquí queríamos llegar, se generó en las sociedades, sobre todo en las más recalcitrantes frailunas, una esquizofrenia colectiva, o, si lo prefieren, una disonancia cognitiva rayana en la locura: por un lado, todos actuaban individualmente guiándose por su autointerés, y se enorgullecían de los resultados obtenidos y del nivel de vida procurado. Pero, por otro, casi todos consideraban que el autointerés y el egoísmo eran malos, despreciables y un auténtico 'pecado' (el horror del 'homo oeconomicus') y por ello creían que el sistema de mercado era humanamente repugnante. Eran ricos, pero infelices debido a su mala conciencia. Y naturalmente, para que no les estallara la cabeza al albergar tamaña contradicción, se inventaron un comodín intelectual: si el sistema de mercado existía no era porque lo quisiera el pueblo de seres humanos altruistas, sino porque unos diablos escondidos en una supermáquina lo imponían. Nadie sabía donde estaba exactamente la supermáquina pero desde luego estaba. Si nos dejaran libres de verdad, se decían las abejas (por ejemplo si nos dejaran decidir en consulta popular el asunto al estilo Izquierda Unida), entonces todos votaríamos por suprimir el mercado, el liberalismo económico y el capitalismo. Y seríamos por fin felices, ricos y felices a la vez. Aunque se guardaban mucho de hacerlo de verdad, no fuera que les pasase lo que a las abejas de Mandeville.
La esquizofrenia era antiguamente más llevadera, porque las abejas moralistas podían señalar a un sistema económico alternativo al mercado, el del socialismo real planificado, como bella posibilidad. Desde que este sistema se hundió en el descrédito más absoluto al demostrarse empíricamente que sólo producía pobreza, nuestros frailes se quedaron sin alternativa teórica. Pero no importa, en su discurso de legitimación, ese que les permite autoexplicarse quiénes son en la política, se niegan a ceder un ápice en su moral: no señor, siguen diciendo, el egoísmo es malo, es una aberración, es una traición al hombre ideal. Por eso, atrapados en su esquizofrenia, cuando el tren se avería o descarrila no hacen sino hablar de 'mercados sin egoísmo' o 'veloces trenes inmóviles'. Lo cual no haría sino provocar la risa si no fuera porque estos moralistas son los creadores de la cultura política en nuestro país. Por eso es de llorar.
Desde hace semanas, concretamente desde que la crisis financiera mundial agravó más aún nuestra propia crisis endógena, se han abierto en España las compuertas de la retórica ideológica anticapitalista, antimercado y proestatista. La opinión pública parece un concurso sobre 'quién la dice más gorda' en su crítica al sistema económico mundial. La última escuchada, procedente nada menos que de la Comisión Ejecutiva del PSOE es la de que «el mundo necesita un sistema de mercado no egoísta». Así lo han dicho en su ejecutiva de la semana pasada y a mí, una vez que se me ha pasado el ataque de risa, me ha dado por pensar cómo hemos podido llegar en nuestra sociedad (¿o habría que decir en nuestro erial intelectual?) a un nivel de pensamiento tan bajo como para que semejante gansada pase por ocurrencia respetable.
Lo que está sucediendo podría describirse recurriendo a la metáfora del descarrilamiento de un tren. Ocurrido el accidente, algunos se ponen a reflexionar sobre qué se ha hecho mal en el tren o en el sistema vial para que tal cosa haya sucedido; y, sobre todo, qué hay que cambiar para que no vuelva a suceder (aún siendo conscientes de que siempre habrá accidentes). Pero otros, todos los 'ingenieros', 'tertulianos' y opinadores que son mayoría, prefieren 'ir a la raíz de las cosas', y unos nos dicen que los trenes nunca deben circular a más de cuarenta por hora y así se acabarán los descarrilamientos con víctimas (limitemos el mercado). Mientras otros, más profundos aún, lo tienen más claro: lo que hay que hacer es suprimir los trenes y volver al transporte en caballerías y diligencias pues ése sí que era un transporte seguro (aquí entran izquierdistas utópicos). Y otros, los más teóricos y sesudos (la Comisión Eejecutiva del PSOE) lo elaboran reflexivamente un poco más: lo que hace falta son 'veloces trenes inmóviles', es decir, artefactos que combinen las ventajas de la movilidad con las de la inmovilidad ¿Sonríen? Pues eso y no otra cosa es 'un mercado no egoísta'.
Verán ustedes, sucede que allá por 1705 un autor holandés-británico, Bernard de Mandeville, publicó una fábula titulada 'El panal rumoroso, o los bribones que se vuelven honrados', un texto que, suplementado con pensamientos posteriores, logró fama y vituperio perpetuo con el título de 'Los vicios privados hacen la prosperidad pública'. En ella exponía la situación de una próspera sociedad de abejas impregnada de las costumbres más inmoderadas, mendaces y cínicas que puedan imaginarse. Tanto que algunos habitantes de esa cloaca inmoral decidieron cambiarlas y convertir el panal en uno honrado: y así desapareció el vicio, el lujo, la avaricia, y, con ellos... desapareció la prosperidad. Todos los que vivían de los vicios, desde los artesanos a las prostitutas, se quedaron sin trabajo. Lo que esta fábula pretendía subrayar, además de la idea crucial de las consecuencias inintencionadas de toda intervención social, era que en las sociedades de cierto tamaño la prosperidad del conjunto puede derivar del vicio, la corrupción y el fraude individual. Y, más en el fondo, la fábula insinuaba algo terrible: de eso que se considera malo puede nacer el bien y viceversa, del bien puede derivarse el mal.
Ideas como éstas fueron sistematizadas por los filósofos morales de la Ilustración escocesa hasta llegar a una formulación más matizada, que no hablaba de vicio y pasiones sino de interés. La fórmula dice que, en la economía, del egoísmo de cada uno puede nacer la prosperidad de todos siempre que el sistema se mantenga bajo control y los egoísmos no se desmanden sino que se limiten unos a otros. Así nació el mercado como institución, capaz de realizar lo que la Humanidad nunca antes había podido siquiera pensar: poseer una máquina autoguíada y autosostenida para crear la prosperidad indefinida. Naturalmente, la máquina era compleja y está costando bastante controlarla eficazmente en la práctica, entre otras cosas porque avanzamos por el método de prueba-error. A veces la entorpecen los que quieren desvirtuarla para su propio abuso, otras los que quieren pararla porque les asusta mucho. A veces quienes quieren aplicarla para todo, olvidando que vale para lo que vale, para el sector económico productivo sólo. En cualquier caso, su éxito ha sido literalmente increíble: miles de millones de personas han salido de la miseria gracias a ella.
Sin embargo, casi al mismo tiempo que Mandeville formulaba su fábula anticipatoria, nació la 'internacional moralista frailuna' que se negaba indignada a aceptar su mensaje, pues ¿cómo podría admitirse algo tan espantoso como que del egoísmo y del amor por uno mismo pudiera derivarse el bien social, cuando es bien sabido desde siempre que el egoísmo es el mayor pecado del hombre? ¿Cómo que del altruismo y las frugales costumbres pudiera seguirse la ruina de la sociedad, cuando aquellas son virtudes sin par? Y, sobre todo, ¿cómo admitir que del mal pudiera nacer el bien, trastocando así los principios esenciales sobre los que gira el mundo, esos según los cuales el bien es consecuencia del buen obrar y el mal de la mala acción? Las ideas mandevillianas fueron una auténtica herida en la conciencia moral de la Humanidad, de tanto calibre como la que nos inflingió Darwin cuando atisbó que el ser humano procedía del animal, o Sigmund Freud cuando nos descubrió el inconsciente como origen de nuestro yo actuante. No, y mil veces no, proclamó la internacional frailuna: el egoísmo es un mal, incluso un pecado; son el altruismo y el desprendimiento el bien. La internacional no conoce de adscripciones ideológicas: puede ser tanto de derechas (el pensamiento católico, el conservador clásico, el autoritario) como de izquierdas (el marxismo, el utopismo, el anarquismo). Lo que les une es una repugnancia primordial: es mentira que el egoísmo individual pueda funcionar como palanca eficaz para el bien social. Más aún, es mentira que el ser humano sea egoísta; si lo parece es porque las instituciones sociales le obligan a serlo.
A pesar de ello, sucedió algo asombroso: el sistema de mercado funcionaba, la Humanidad comenzó a prosperar, la miseria comenzó a ser arrinconada, los seres humanos empezaron a poder vivir como tales cada vez en más gran número. Y ello sucedía porque, efectivamente, si cada uno buscaba su interés egoísta de manera civilizada (incluso ilustrada) el conjunto de la sociedad prosperaba y crecía. De forma que en su vida práctica todo el mundo se guiaba, hasta en China, por el principio del egoísmo como motor social. Y los gobiernos lo tenían muy en cuenta y dejaban hacer.
Con lo que, y aquí queríamos llegar, se generó en las sociedades, sobre todo en las más recalcitrantes frailunas, una esquizofrenia colectiva, o, si lo prefieren, una disonancia cognitiva rayana en la locura: por un lado, todos actuaban individualmente guiándose por su autointerés, y se enorgullecían de los resultados obtenidos y del nivel de vida procurado. Pero, por otro, casi todos consideraban que el autointerés y el egoísmo eran malos, despreciables y un auténtico 'pecado' (el horror del 'homo oeconomicus') y por ello creían que el sistema de mercado era humanamente repugnante. Eran ricos, pero infelices debido a su mala conciencia. Y naturalmente, para que no les estallara la cabeza al albergar tamaña contradicción, se inventaron un comodín intelectual: si el sistema de mercado existía no era porque lo quisiera el pueblo de seres humanos altruistas, sino porque unos diablos escondidos en una supermáquina lo imponían. Nadie sabía donde estaba exactamente la supermáquina pero desde luego estaba. Si nos dejaran libres de verdad, se decían las abejas (por ejemplo si nos dejaran decidir en consulta popular el asunto al estilo Izquierda Unida), entonces todos votaríamos por suprimir el mercado, el liberalismo económico y el capitalismo. Y seríamos por fin felices, ricos y felices a la vez. Aunque se guardaban mucho de hacerlo de verdad, no fuera que les pasase lo que a las abejas de Mandeville.
La esquizofrenia era antiguamente más llevadera, porque las abejas moralistas podían señalar a un sistema económico alternativo al mercado, el del socialismo real planificado, como bella posibilidad. Desde que este sistema se hundió en el descrédito más absoluto al demostrarse empíricamente que sólo producía pobreza, nuestros frailes se quedaron sin alternativa teórica. Pero no importa, en su discurso de legitimación, ese que les permite autoexplicarse quiénes son en la política, se niegan a ceder un ápice en su moral: no señor, siguen diciendo, el egoísmo es malo, es una aberración, es una traición al hombre ideal. Por eso, atrapados en su esquizofrenia, cuando el tren se avería o descarrila no hacen sino hablar de 'mercados sin egoísmo' o 'veloces trenes inmóviles'. Lo cual no haría sino provocar la risa si no fuera porque estos moralistas son los creadores de la cultura política en nuestro país. Por eso es de llorar.
2 comentarios:
Buenisimo!!!
D
:)
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