lunes, 31 de diciembre de 2007
El silencio de los realquilados
Regresa la polémica de los símbolos a la actualidad vasca: por un lado, los tribunales van poco a poco exigiendo coactivamente a las instituciones locales o autonómicas el cumplimiento de la obligación legal de exhibir la bandera española, generando la predecible resistencia nacionalista. Por otro, salta la controversia sobre 'el nombre de la cosa', y nacionalistas de distinto pelaje partidista disputan sobre si ese nombre es el de 'Euskadi' o el de 'Euskal Herria'. No es mi intención tomar posición en la polémica, sino más bien comentar la anómala reacción que provoca en algunos políticos vascos, una reacción que yo describiría como la 'filosofía del realquilado'.
Y es que, aparte de los políticos que adoptan posturas tajantes a favor o en contra de los símbolos en cuestión, como son la mayoría de los nacionalistas o los del Partido Popular, aparece entre nosotros una actitud peculiar, la de los que se dedican a quitar hierro al asunto declarándose, si se me permite la analogía, algo así como 'agnósticos' en materia simbólica. Son los políticos socialistas y, en general, la sedicente progresía de izquierdas. Todos ellos coinciden en proclamar que la querella simbólica no va con ellos, porque ellos están al margen de esa cuestión tan inflamable.
La primera línea argumentativa de estos regidores públicos (escúchese por ejemplo a los alcaldes de Bilbao, Vitoria o San Sebastián) es que las preocupaciones reales de los ciudadanos atañen a cosas pragmáticas, tales como las calles, los servicios públicos o las hipotecas. Les preocupan las aceras, no las banderas, afirman. Es un argumento que, si algo dice, es que los ciudadanos somos bastante cortitos de entendederas, puesto que sólo podríamos preocuparnos de una cosa. En el fondo es un argumento insultante para nuestra habilidad como seres humanos: los ciudadanos somos perfectamente capaces de preocuparnos a la vez por las calles, la hipoteca, los hijos, las banderas, el hambre en el mundo, la marcha del equipo de fútbol y un montón de asuntos más. No somos tan pobres de espíritu como creen nuestros alcaldes cuando les conviene: por ejemplo, somos capaces de apreciar el aspecto funcional de la pasarela sobre la ría (tenemos piernas y los puentes son para transitar) pero también su valor artístico y expresivo (tenemos ojos y lo que han hecho con la pasarela es un atentado a los derechos estéticos de la ciudadanía). Pues asimismo guardamos un nicho en nuestro almario para la cuestión de las banderas que ondean o no en la balconada, sin que por ello deje de afanarse nuestro espíritu en más trascendentes cuestiones.
Entre en juego entonces la segunda trinchera de quienes no quieren entrar en el meollo de la cuestión: la de despojar de todo valor positivo a los símbolos, condenarlos a todos como los verdaderos culpables de los males del mundo. «Yo quitaría todas las banderas», «son emblemas que sólo sirven para enfrentar», «son la fuente de la violencia sectaria», etcétera. Es la misma receta que los progresistas de salón usan con las religiones, a las que achacan ser la fuente de todas las guerras: suprimirlas todas. Esta postura tiene su versión cínica (la de aquellos alcaldes que dicen que ellos no ponen ninguna bandera en el ayuntamiento, aunque nos plantan una enorme a unas decenas de metros de la casa consistorial), y también su versión acomplejada, la de quienes prefieren renunciar a todos los símbolos antes que ser tildados de 'aliens' en la comunidad en la que viven por defender uno inapropiado.
No hace falta decir que la realidad social la construyen los seres humanos en forma simbólica, que los símbolos no son sino los ladrillos con los que edificamos el marco en que habitamos. Da igual que se trate del dinero o del fútbol, del Estado o de la familia, de la vida personal o del más allá, todo lo social, absolutamente todo, son mundos que construimos por convención con elementos simbólicos. Renunciar a los símbolos es, por ello, una postura absurda que sólo puede entenderse como afectación forzada; en realidad, nadie renuncia a los símbolos sino que simplemente 'hace como que no le importan'. Como el zorro con las uvas.
Por eso, cuando nuestros políticos progresistas declaran que 'ellos pasan de banderas' están en realidad amputándose de su propia matriz simbólica. Y, lo que es peor, con ese gesto aparentemente excelso están abandonando el campo a los nacionalistas, les están cediendo el protagonismo absoluto en la construcción simbólica de la realidad social vasca. Lo nuestro, dicen con impostada seriedad, es construir calles y ferrocarriles, ocuparnos de las necesidades materiales de los ciudadanos, eso de los símbolos no sirve para nada y se lo dejamos a los señores nacionalistas. Hace ya años que éstos sacudieron la cabeza asombrados ante tamaño regalo y se pusieron afanosos a la tarea de edificar ellos solos la realidad pública vasca. Y tanto han avanzado en la materia que en la actualidad consideran que es su derecho adquirido hacerlo solos. Lo mismo sucede cuando se abandona al mundo nacionalista la discusión sobre cómo se llama este país, Euskadi o Euskal Herria. No es cosa nuestra, dicen algunos, aceptamos lo que diga la ley. Es la actitud del que se siente un realquilado, un extraño metido en casa ajena: a nosotros nos da igual, susurran, es cosa suya dar nombre a este país. Singular abdicación. Nombrar es embrujar, es crear, es inventar las cosas. ¿Cómo entonces podríamos abstenernos de ello? Sólo por represión autoinducida.
Manuel Montero ha destacado más de una vez el asombroso proceso que comenzó en la Transición, un proceso en el que los partidos no nacionalistas asumieron voluntariamente el papel de actor secundario, el rol de sujeto paciente de «la construcción nacional de los nacionalistas». Desde entonces, más de la mitad de la población asume la filosofía del realquilado y sublima su frustración invocando la prudencia. Porque es cierto, no lo niego, que en la filosofía del realquilado late también un noble espíritu de prudencia, de búsqueda de la paz social. Se renuncia a agitar las cuestiones que pueden encrespar los ánimos porque lo importante es la convivencia de todos. Prudente postura, sin duda, pero sobre cuya efectividad real para el fin que persigue cabe ser un tanto escéptico, visto lo visto durante estos años. Porque esa asunción unilateral y resignada por los no nacionalistas de su papel de masa 'simbólicamente inerte' no parece haber amortiguado el frenesí nacionalista, sino que más bien lo ha excitado.
Y lo ha excitado por dos razones: primero, porque al cederles ese campo de juego se les ha hecho creer que es de su exclusiva propiedad. Y segundo, y más importante, porque se les ha concedido una bula de irresponsabilidad. ¿En qué sentido? En el de que los nacionalistas pueden adoptar cualquier posición político-simbólica que deseen, por extremosa e hiriente que sea, con la seguridad de que tal conducta no les pasará factura política ninguna. Pueden rechazar las normas constitucionales, las instituciones comunes, la pertenencia compartida y todos sus símbolos, que no por ello dejarán de ser aceptados como interesantes 'partners' políticos, ni se interrumpirá el amable diálogo con ellos. Ellos tienen libertad total para hacer alegres 'bilbiriketas' con los símbolos, los demás somos tan responsables y prudentes que guardamos silencio, hacemos de tripas corazón por la convivencia y les echamos una mano en pro de la gobernabilidad del país. E incluso esperamos que se moderen gracias a nuestro ejemplo. Quizás algún día sea así, pero lo dudo mucho.
El reaccionario inconformista
A comienzos de diciembre, tuvo lugar en el Instituto Cervantes de Berlín un encuentro internacional sobre el pensador colombiano Nicolás Gómez Dávila (1913-1994). Participaron Franco Volpi (que ha preparado la edición de las obras completas del autor y lo ha traducido al italiano), Carlos B. Gutiérrez (catedrático de la Universidad de los Andes), Krysztof Urbanek (traductor al polaco) y el que suscribe. También intervino Peter Brokmeier, presentando y leyendo textos inéditos de Botho Strauss, un escritor entusiasta de Gómez Dávila como también lo fueron el dramaturgo Heiner Müller y el mismísimo Ernst Jünger. Esta enumeración demuestra el progresivo interés internacional por la obra de un pensador que pertenece a la estirpe de esos "raros y exquisitos" que a veces alcanzan finalmente el reconocimiento, como Cioran o Canetti, en ocasiones quedan a medio camino, como Antonio Porchia, y a menudo siguen a la intemperie, como Albert Caraco.La obra de Gómez Dávila se compone de miles de unos aforismos que él llamaba "escolios a un texto implícito" y que presentaba como notas al margen de un sistema filosófico que nunca escribió. Ese conjunto monumental, secreto y provocador constituye algo así como una "estética de la resistencia" a las ideologías y modos de vida dominantes en la sociedad moderna, desde la óptica de un declarado reaccionario que por sus magistrales desplantes ("los tres enemigos del hombre son el demonio, el Estado y la técnica") puede descolocar tanto a la derecha como a la izquierda tradicionales.
Para comenzar, debo decir que los fundamentos que subyacen al pensamiento de Nicolás Gómez Dávila me resultan perfectamente ajenos. Es más, en la medida en que uno puede atreverse a hacer aseveraciones metafísicas tajantes, creo que son completamente erróneos. La concepción ultracatólica de la realidad como coartada positiva de un escepticismo radical, la vieja y obstinada querella contra la democracia (tan antihistórica, porque en la idea de democracia se reúne lo mejor de Grecia y lo mejor del cristianismo occidental), la fruición en denunciar los ideales de ilustrados de Igualdad, Justicia, Progreso, etcétera... (ninguno de los cuales obliga a una fe ciega, porque, como el mismo Gómez Dávila nos dijo, "ser civilizado es poder criticar aquello en que creemos sin dejar de creer en ello")... todas estas concepciones de fondo me parecen inconsistentes y desde luego no me mueven a ninguna simpatía. Incluso diré que cuando afloran a través de algunos de los rarísimos aforismos de Gómez Dávila que incurren en su detestada bêtise, siento un cierto alivio: por ejemplo, cuando dice "quien no vuelve la espalda al mundo actual se deshonra" o también "aun la derecha de cualquier derecha me parece siempre demasiado a la izquierda".
En efecto, es tranquilizador para un progresista -y no tengo más remedio que confesarme como tal, más allá de las estrictas demarcaciones de la izquierda y la derecha- considerar rechazables las conclusiones que obtiene un reaccionario militante de sus presupuestos ideológicos. Lo malo es que, en el caso de Gómez Dávila, esa tranquilizadora concordancia es la excepción y no la regla. En la mayoría de las ocasiones, los aforismos del pensador colombiano son demoledoramente certeros y tan válidos desde mis propios presupuestos como puedan serlo desde los de quienes compartan los suyos, tan opuestos.
De ahí lo contradictorio y casi agónico de mi pasión por Gómez Dávila: no comparto ninguno de sus axiomas, pero sí la mayoría de lo que deduce de ellos. Sobre todo cuando niega y rechaza, aunque mucho menos cuando afirma. Lo cual no le resta interés, porque, como él mismo escribió, "muchas doctrinas valen menos por los aciertos que contienen que por los errores que rechazan". Insisto en este punto, ya que no admiro sus Escolios simplemente por su espléndido tino expresivo, duro como la roca y trémulo como la rama según su propia inolvidable descripción, ni tampoco por su evidente ingenio y su tonificante humor sino ante todo porque da la casualidad -lo mismo que advirtió Borges sobre las aparentes boutades de Oscar Wilde- de que suele decir verdades, sobre todo cuando critica. Y para mí, que no soy posmoderno y mucho que lo lamento, la verdad es más importante que el estilo, que el ingenio y al menos tan importante como el mismísimo humor.
Quizá el aspecto más interesante del pensamiento de Gómez Dávila consista en que no puede ser sencillamente clasificado como un pesimista a lo Cioran o como un nostálgico de los felices tiempos pasados, como tantos aristocratizantes que no echan de menos la ilusoria armonía perdida de la sociedad antigua sino sólo sus desaparecidos privilegios. Gómez Dávila no es ese laudator temporis acti de que habla Horacio en su Arte poética. Por el contrario, revela frecuentemente una sensibilidad desprejuiciada -por crítica que sea- ante los ritos y mitos de la modernidad. El escolio en que afirma "el bárbaro o totalmente afirma o totalmente venera. La civilización es sonrisa que mezcla discretamente ironía y respeto" entronca con un comentario muy parecido de Isaiah Berlin, quien señaló en oposición al fanatismo del bárbaro que la persona civilizada está dispuesta a luchar e incluso morir por ideas en las que no cree del todo. No es el pesimismo, sino la lucidez la que le lleva a afirmar "madurar no consiste en renunciar a nuestros anhelos, sino en admitir que el mundo no está obligado a colmarlos". Ningún verdadero pesimista admite nunca del todo que la auténtica cordura implica frustración pero no se reduce a ella.
Otro punto interesante, aunque sea ocasional, es su franco interés por la sexualidad. En ese campo, rechaza las soluciones fáciles, tanto convencionales como más a la moda: "El problema no es la liberación sexual ni la represión sexual, sino el sexo". Por supuesto, es desde luego la ideología en boga la que se lleva sus más acerados dicterios, pero no desde el estrecho puritanismo: "Nada más repugnante que lo que el tonto llama 'una actividad sexual armoniosa y equilibrada'. La sexualidad higiénica y metódica es la única perversión que execran tanto los demonios como los ángeles". Y tampoco enlaza precisamente con la mentalidad mojigata una de sus afirmaciones positivas más discutibles y a la vez más gloriosas: "Un cuerpo desnudo resuelve todos los problemas del universo". Y también este dogma erótico: "Quisiéramos no acariciar el cuerpo que amamos, sino ser la caricia". Incluso me atrevería a decir que en ocasiones se arriesga a propósitos que podría suscribir cualquier materialista: "Sólo hay instantes". Y por encima de todo el aforismo que prefiero sobre cualquier otro de los suyos, una declaración desesperadamente triunfal que se sitúa más allá de la falsa dicotomía entre pesimismo y optimismo, desde luego mucho más allá del escepticismo limitado y limitador: "Lo contrario de lo absurdo no es la razón sino la dicha".
Nicolás Gómez Dávila. Escolios a un texto implícito (Selección). Prólogo de Mario Laserna Pinzón. Epílogo de Franco Volpi. Villegas Editores. Bogotá, 2001. Escolios a un texto implícito. Obra Completa. Prólogo de Franco Volpi. Villegas Editores. Bogotá, 2005. Escolios escogidos. Selección de Juan Arana Cañedo-Argüelles. Los Papeles del Sitio, 2007. 208 páginas, 15,95 euros. Sucesivos escolios a un texto implícito. Altera. Barcelona, 2002. 157 páginas. 14 euros.
sábado, 29 de diciembre de 2007
Jugando con el terror
En el comentario sobre el asesinato de Benazir Ali Bhutto, Lluís Bassets ha conseguido resumir, en su blog, sus terribles efectos de la forma más sencilla: "¡Pobre Pakistán! ¡Pobres de nosotros!". Pobre Pakistán, porque como todos los comentaristas subrayan, la desaparición de Benazir supone el fin de las contadas expectativas de normalización política para ese país. Pobres de nosotros, porque la demostración de la eficacia política del terrorismo con el magnicidio de Rawalpindi enciende todas las señales de alarma a nivel mundial, a la vista del ascenso en apariencia imparable de la estrategia trazada hace diez años por los dirigentes de Al Qaeda. Y de modo indirecto, esa misma eficacia probada viene a refrendar la opción por el terror mantenida por algunas organizaciones políticas en otras partes del globo. Por ejemplo, ETA.
Al Qaeda ha puesto en marcha frente a Occidente una estrategia terrorista que cabe definir como el inicio de una guerra mundial de nuevo tipo. No se trata de ejércitos que conquistan territorios, sino de comandos que actúan a escala mundial con el propósito bien definido de minar una tras otra las bases de los "nuevos Cruzados", de Occidente, golpeando después de Irak en los eslabones débiles de la cadena, como Argelia o Pakistán. Con el aliciente en este caso del acceso al arsenal nuclear del país. Los enormes daños que pueden producir los atentados suicidas con explosivos, sin reparar en número de víctimas, son alcanzados con un mínimo de recursos: sólo hacen falta creyentes dispuestos a sacrificarse, y al parecer hay exceso de oferta. Sigue el impacto positivo sobre la opinión musulmana: 54% de los preguntados por Al Yazira aprobaban la matanza de Argel.
El riesgo no nos queda lejos, porque Al Zawahiri nos viene advirtiendo de que Al Andalus, y en concreto Ceuta y Melilla, son tierras sagradas a recuperar. Frente a ello, sobra la histeria del cowboy que reacciona disparando en todas las direcciones, matando al que no toca, caso de Bush y su guerra antiterrorista. Pero también sobra la aproximación idealista en la forma, miope y politiquera en el fondo, de una Alianza de Civilizaciones versión Zapatero-Moratinos que proponga resolver el problema con shows como el que aquí va a montarse en enero, en aras de la fraternidad de las religiones, con lo cual a fin de cuentas los culpables serían la pobreza de unos y la islamofobia de otros. Es como pensar que sirve de algo una asociación cultural franco-germana cuando los nazis están entrando en París. Conviene reconocer que el problema no es el islam, pero sí la amplia gama de islamismos radicales, partidarios o practicantes del terror, con su posible incidencia nefasta sobre la mentalidad religioso-política de los colectivos musulmanes dentro y fuera de Occidente. Los que con la ayuda impagable de Bush están en la base de ese 54% de defensores de la matanza de Argelia.
La experiencia del terrorismo islámico no se agota, pues, en los planos militar-policial y político. La intimidación buscada por los terroristas actúa en los planos psicológico-social y de la opinión pública, ambos estrechamente enlazados. Para ellos es muy importante que cobre fuerza un síndrome de culpa, como el que sugieren algunos de nuestros líderes de opinión (y de instituciones), desplazando el tema del terror hacia la desigualdad económica y confundiendo racismo maurófobo y supuesta islamofobia. Resulta así bloqueada toda reflexión sobre el tema de la difusión de las ideas violentas en los colectivos musulmanes, en su mayoría ajenos del todo a esas doctrinas de la violencia, e incluso es evitada la condena tajante del terrorismo de raíz islámica. Dada la gravedad del tema, hay que decir claramente que tales planteamientos suponen una cobertura para la dimensión política del terrorismo.
La observación resulta plenamente aplicable al caso vasco. ETA y su constelación de organizaciones satélites son los responsables del terror y de la violencia en Euskadi. Pero los efectos sociales y políticos del terrorismo no serían iguales de encontrarse ETA aislada o de recibir, como está recibiendo, un apoyo ideológico, político y moral de primer orden desde el nacionalismo democrático. El Gobierno vasco, el PNV y EA están actuando sin el menor reparo como agentes coadyuvantes de la estrategia de la violencia. Primero, mediante la ignorancia consciente del peso de ETA sobre la política vasca: actuaremos como si no existiera (consulta). Falso, cuentan con ella. Segundo, al proclamar una equidistancia miserable en el plano moral, entre las víctimas del terror y los sinsabores de "los presos" (terroristas) y sus familias. Tercero, descalificando la acción de la justicia contra las ramas políticas del árbol terrorista: encubrimiento y complicidad políticas. ¿Hay quien dé más? Habrá que reimprimir para su uso Los verdugos voluntarios de Goldhagen.
El pago de los escoltas
En la breve noticia titulada 1.300 personas amenazadas por ETA viven con escolta (EL PAÍS, 27 de diciembre de 2007), el anónimo redactor señala: "Más de 1.300 personas, la mayoría del País Vasco y Navarra, viven con escolta pagada con los impuestos de los españoles". Como es de suponer que los lectores ya saben que con sus impuestos se paga a la policía y al resto de las fuerzas de seguridad, no entiendo ese énfasis. A no ser que ahora vayamos a leer cosas como "extinguen un incendio los bomberos pagados con los impuestos de los españoles" o "se reúne el Consejo de Ministros pagados con los impuestos de los españoles". Más notable y digno de mención en cambio resulta el hecho de que ANV y EHAK también cobren de nuestros impuestos, es decir, que con los impuestos de los españoles se paga a los escoltas y a quienes hacen imprescindible llevarlos.
Hijo predilecto, hijo pródigo
En 1965, en un rincón apartado de la Universidad de Tejas, donde era estudiante de doctorado, J. M. Coetzee tuvo en sus manos el manuscrito de Watt, la novela que Samuel Beckett escribió mientras se escondía de los alemanes en la Francia ocupada. Le sorprendió no descubrir ningún signo de desasosiego ni angustia en aquellas páginas pulcras: no ya un rastro de la incertidumbre y del avance a tientas de una escritura sometida a la presión de una máxima exigencia, sino tampoco del hecho de que aquel hombre, Beckett, mientras escribía, estaba en peligro de ser detenido y torturado, probablemente fusilado por pertenecer a la Resistencia. En Tejas, recién llegado de Europa, Coetzee se sentiría mucho más extranjero que Beckett en Francia, o que su otro maestro, Franz Kafka, en la ciudad paradójica en la que había nacido y vivido siempre y en la que sin embargo no tuvo nunca la sensación de pertenecer plenamente. En Tejas no sentía que pudiera establecer vínculos de cercanía con el paisaje ni con las personas, que le hablaban en un idioma que era el suyo y en el que sin embargo no se sentía capaz de percibir matices. Tampoco sentía nostalgia del país del que había llegado, Inglaterra, que le resultaba igualmente ajeno aunque hubiese vivido en él los años decisivos del final de la adolescencia y la primera juventud. Si añoraba algo era su tierra de origen, Suráfrica, no tanto lugares concretos como una sensación liberadora de espacio abierto y vacío. Pero en la Suráfrica del apartheid tampoco era posible abrigar un sentimiento confortable de pertenencia: blanco para mayoría negra sometida, enemigo de la segregación y por lo tanto renegado para los que hubieran sido los suyos, los que se le parecían en el origen y en el tono de la piel.
Como Kafka o Beckett, parece que J. M. Coetzee va buscando un ensañamiento de su extranjería, eligiendo para vivir lugares apartados, casi espacios genéricos que se nos vuelven más lejanos aún porque carecemos de referencias precisas sobre ellos, porque no sabemos atribuirles una identidad visual: hizo el doctorado -sobre Beckett- en Tejas; fue profesor en Buffalo, ciudad casi fantasma al norte del Estado de Nueva York; ahora vive en Adelaida, Australia. En 2002 dejó para siempre su país. Un año después le dieron el Premio Nobel. Desde 2006 tiene la ciudadanía australiana.
"Dejar un país, en ciertos aspectos, es como la ruptura de un matrimonio. Un asunto íntimo". Esas palabras tan suyas en las que el pudor se vuelve neutra sequedad y al mismo tiempo revela un desgarro secreto explican veladamente su decisión de marcharse de Suráfrica, justo en una época en la que Coetzee hubiera podido sentir que por fin ese país era el suyo, liberado del régimen contra el que había escrito tantas páginas de luminosa valentía, ácidos panfletos de rebeldía política y fábulas de una desolada intensidad existencial. Coetzee era demasiado solitario y demasiado íntegro para convertirse en militante activo y disidente profesional, a la manera de Nadine Gordimer, y de tantos otros literatos; pero su misma integridad no le habría dejado quedarse al margen o acomodarse en la tibieza. Hay disidentes de lujo que se las apañan para recibir premios oficiales por su heterodoxia y van paseando su incorruptible marginalidad por las moquetas más mullidas de las embajadas y por las pasarelas de los congresos internacionales que se les dedican a ellos mismos. Coetzee prefiere desaparecer, aunque no a la manera enfática y en el fondo megalómana de Salinger o Pynchon, que consideran sus identidades tan importantes como para tomarse el trabajo de esconderlas a la mirada de los mortales. Coetzee desaparece con educación, con suavidad, igual que desaparece en su misma escritura, en esa tercera persona que nos habla sin adornos ni énfasis en un tiempo presente que para más despojo prescinde de las veladuras de la memoria.
A mí Coetzee me admira siempre, me da envidia, me exaspera. La desnudez extrema de su estilo me deja a veces una impresión de frigidez moral, me recuerda aquel dictamen de Cyrill Connolly según el cual quien no siente alguna simpatía por los seres humanos debería escribir aforismos mejor que novelas. Pero muy pocas novelas contemporáneas me han impresionado tan profundamente como Disgrace, que leí entera en estado de sonambulismo una tarde y una noche y empecé a leer de nuevo a la mañana siguiente. (Los editores españoles del libro se empeñaron, por cierto, en titularlo Desgracia, y no Deshonra, contraviniendo así no sólo el significado de la palabra, sino el sentido de la novela, aunque cumpliendo la patriótica convicción, visible en tantas traducciones, de que la lengua inglesa es un dócil derivado de la española, de modo que disgrace ha de significar desgracia, y faculty, facultad, y college, colegio, y actually, actualmente, y compass, compás, y complexion, complexión, etcétera).
Coetzee había sido siempre demasiado elusivo, demasiado raro como para inspirar plena confianza entre quienes exigen lealtades absolutas: Disgrace es esa cosa tan singular, una obra maestra cuya categoría se advierte desde el momento mismo de su publicación, pero cuando apareció en Suráfrica fue recibida con escándalo por los celadores de la nueva ortodoxia multicultural. El protagonista es un profesor blanco que es expulsado y sometido a la deshonra pública por enredarse sexualmente con una estudiante de color, y que no muestra remordimiento ni solicita simpatía; y su hija es asaltada y violada -otra forma de deshonra- por un grupo de negros. De pronto las credenciales democráticas de un escritor que se había significado tanto en los años del apartheid quedaban canceladas: de la noche a la mañana, J. M. Coetzee era un racista, y se le atribuía la depredadora sexualidad de su protagonista masculino, y se le acusaba de alimentar el estereotipo del negro como delincuente y violador de mujeres blancas.
El espectáculo es bien conocido: la literatura es sometida a un escrutinio moral de catecismo primario; luchadores retrospectivos contra la opresión hacen méritos confortablemente denunciando como reaccionarios a quienes sí levantaron su voz cuando había verdadero peligro; y colegas del perseguido aprovechan la ocasión para escatimarle su solidaridad, aludiendo, faltaría más, a motivos estrictamente literarios. Cuando a Salman Rushdie lo buscaban para matarlo y quemaban públicamente sus libros algunos escritores británicos eligieron el momento para opinar, no sin gallardía, que en realidad Los versos satánicos no era una novela muy buena; y cuando más arreciaba el linchamiento político de J. M. Coetzee Nadine Gordimer observó: "En esa novela, Disgrace, no hay un solo personaje negro que sea un ser humano real". Coetzee acabó yéndose, hijo pródigo de un país que de nuevo no era el suyo, y al poco tiempo le dieron el Nobel, con lo cual los compatriotas que se habían esforzado en amargarle la vida tal vez tuvieron la tentación tardía de hacerlo hijo predilecto, de sepultarlo en oleadas de homenajes, a la manera hispánica: esa clase de homenajes basados en la celebración no de quien los recibe sino de la tribu que se los otorga, que imponen por decreto la veneración pero eximen de la lectura y hasta disuaden de ella y son túmulos anticipados del olvido. Se debe de vivir mucho mejor en Adelaida. -
lunes, 10 de diciembre de 2007
Curioso
La comunidad autónoma vasca realiza la prueba PISA a los alumnos vascos mayoritariamente en castellano (86,40% en 2006, 85% en 2003), a pesar de que más del 75% de ellos están escolarizados plenamente en euskera. Contrasta poderosamente con los índices de otras comunidades con lengua vernácula (Cataluña y Baleares 100% en catalán, Galicia 61% en gallego) y denuncia una situación preocupante: las propias autoridades educativas vascas no se atreven a examinar a sus alumnos en el idioma en que les enseñan, seguramente porque los resultados serían vergonzosos, lo cual constituye un reconocimiento implícito de que el idioma de enseñanza no es manejado con competencia por los destinatarios de esa enseñanza. El pasado año se conoció que el 30% de los alumnos de enseñanza en euskera no tiene una comprensión mínima de este idioma. Es decir, que la enseñanza está siendo sacrificada en aras de la normalización lingüística.
La etnicidad como estrategia
Sin duda, tiene razón Pedro Larrea, mi amable contradictor, cuando señala en estas páginas (04-12-07) que no tomé en cuenta en mi anterior artículo la menor inversión que el Estado efectúa en el País Vasco. Lo que sucede es que el dato es prácticamente irrelevante a los efectos de nuestro debate, y para comprobarlo bastan unas pocas cifras: si partimos de que la inversión real de todo el sector público estatal en la comunidad autónoma es, según datos del Presupuesto para 2007 de 477 millones (un 2,2% del total), y suponemos que debiera ser en equidad del 4,8% (porcentaje de población de Euskadi), la menor inversión es de 544 millones, lo que equivale al 0,9% del PIB vasco. Es decir, que recibimos un 3,4% de financiación de más y un 0,9% de inversión de menos. Sigue quedando una substanciosa transferencia neta a favor del País Vasco del 2,5% de su PIB, que era lo que se trataba de demostrar. En realidad, más interesante que el debate en sí mismo resulta lo que pone de relieve; es decir, la postura de la inmensa mayoría de la sociedad vasca de negarse empecinadamente a reconocer lo que es patente para todos los científicos sociales: la situación de privilegio económico de que disfruta esa sociedad respecto al resto de España. Una negativa que, en mi opinión, responde a la interiorización de la estrategia colectiva secular que ha guiado a la etnicidad vasca desde el Antiguo Régimen. Pues la etnicidad no es sólo un factor de movilización de identidades y conformación de fronteras políticas, sino que también orienta comportamientos interesados en la competencia por el acceso y control de recursos de todo tipo. Max Weber señaló tempranamente que las colectividades pueden desarrollar procesos de cierre social como estrategia para maximizar el número de recompensas económicas y políticas de sus componentes. Y que los resultados de estas estrategias pueden llegar a ser tan interiorizados por los individuos beneficiados que éstos acaben por percibirlos como naturales y objetivos.
La oligarquía vasca desarrolló desde el siglo XVI su particular proceso de cierre como estrategia para maximizar sus beneficios dentro del ámbito de la monarquía católica. Así deben interpretarse hechos como la hidalguía universal, la exención fiscal/militar y la garantía de consumos baratos gracias a la inexistencia de aduanas en la costa (zona franca). Todo ello aseguró al común de habitantes unos beneficios colectivos que permitieron a aquella oligarquía gobernar con tranquilidad y a su antojo el sistema político foral, desviando la distribución de cargas en su provecho (Rubio Pobes).
La crisis del antiguo régimen, que modificó profundamente la estructura social vasca, se saldó sin embargo con una paradójica conservación del esquema fundado en el privilegio. En efecto, el sistema de Conciertos Económicos implantado a partir de 1878, garantizó al conjunto de la población vasca hasta 1937 una presión fiscal escandalosamente más baja que la española común, lo que fue utilizado por la nueva oligarquía burguesa industrial como pantalla para implantar desde las Diputaciones el sistema fiscal más injusto y regresivo de toda España (que ya es decir), con lo que consiguió financiar el despegue industrial con cargo al erario público. Las Provincias Vascongadas fueron "un paraíso fiscal más o menos encubierto" (Alonso Olea) y, sin embargo, la sociedad vasca apoyó unánimemente (socialistas incluidos) el sistema concertado.
Pues bien, la vuelta de la democracia y del autogobierno a partir de 1978 también ha amparado una estrategia de cierre privilegiado de la sociedad vasca, por paradójico que ello pueda parecer. De un lado, el funcionamiento real del Concierto Económico garantiza un importante plus de recursos económicos y servicios públicos a la población por relación a la del resto del país. De otro, la explotación de la diglosia hace que un sector cada vez más amplio del mercado de trabajo (todo el público y cada vez más amplias porciones del privado, salvo las más humildes) quede reservado en exclusiva a los nativos, sin que el resto de los españoles pueda pujar por ellos; mientras que los vascos sí pueden competir en igualdad de condiciones por los puestos de trabajo en España. Una asimetría que recuerda el funcionamiento que cumplía la regla de la hidalguía en el pasado: dificultar la inmigración y dotar de estatus a la emigración. Esta estrategia favorece al conjunto de miembros de la sociedad vasca, como era de esperar en un sistema democrático, aunque se señalan al mismo tiempo ciertas y significativas desviaciones internas favorables a los estratos superiores. Así, las rentas de origen empresarial reciben un trato mejor que las derivadas del trabajo, aunque la sociedad apenas si protesta por ello (efecto pantalla).
Tan curioso como el cierre privilegiado mismo es el tipo de inteligente táctica que el País Vasco ha usado desde siempre para mantenerlo, la táctica de explotar su propia pequeñez: somos tan poca cosa que España no ganaría mucho al nivelarnos; y, sin embargo, ello le supondría problemas políticos sin cuento. Más vale dejar las cosas como están.
Estoy seguro de que si preguntásemos por este asunto a cien vascos de la calle, noventa y nueve negarían con pasión la existencia de discriminación colectiva alguna en su favor. Más bien afirmarían, con toda sinceridad, que es el País Vasco el que sostiene a España. Lo que no significa que tengan razón, sino que el privilegio se ha vuelto tan consubstancial a la etnicidad vasca que ha dejado de ser percibido como tal. Y no hay idea más poderosa que aquella que ha dejado de identificarse por los propios actores que la ponen en práctica.
La mirada daltónica
Lamentaba Julio Caro Baroja la inveterada afición de los vascos a ocuparse de la historia ad probandum. Hombre de letras, ignoraba tal vez la superior plasticidad de los datos económicos al servicio de cualquier verdad política que se tercie, con la ventaja añadida de la incuestionable objetividad que los números merecen. En un reciente artículo en estas páginas (La mirada impúdica, 15-XI-2007), José María Ruiz Soroa desarrolla una tesis que le es particularmente querida y que el análisis económico "demuestra": el resultado financiero privilegiado que el Concierto Económico reporta a la Autonomía vasca, al menos en su aplicación real.
En el verano de 2006 Ruiz Soroa y el que suscribe tuvimos la ocasión de polemizar acerca del posible carácter privilegiado del régimen fiscal vasco, que él afirmaba, basándose sobre todo en los saldos de las "balanzas fiscales" elaboradas por distintos especialistas. En esta ocasión, su argumento se soporta en una nueva publicación del Instituto de Estudios Fiscales, según la cual las competencias transferidas al País Vasco están sobrefinanciadas en un 3,4% del PIB a costa de las comunidades de territorio común. Tal gorroneo, una violación del principio constitucional de equidad, significa, dice, que "para el País Vasco, la verdadera Europa de los fondos estructurales y de cohesión es... España". Y su origen, añade, parece "bastante obvio: es el coste de la solidaridad interautonómica en que el País Vasco no participa, mientras que el resto de comunidades de territorio común sí la soporta".
Si la equidad ha de ser el punto de partida de la discusión, aceptemos la hipótesis de que, en el límite, un sistema de financiación pública será equitativo cuando el gasto público per cápita sea igual en todas las unidades territoriales que configuran el Estado. Quizás no sea fácil, ni siquiera aconsejable (¿y justo?) formular como objetivo de la acción política tal pretensión, pero admitamos, a efectos dialécticos, que así sea. Retomaré dos puntos que abordé en mi anterior polémica. El primero hace referencia a las balanzas fiscales. Mi posición al respecto es tajante: al margen de las numerosas dificultades metodológicas con que tropieza disponer de una información contable fiable, los saldos de las balanzas fiscales no miden en absoluto el grado de equidad interterritorial, ni un saldo cero generalizado significa una situación de equilibrio deseable. Al contrario, es más que probable que un escenario hipotético de balanzas saldadas encierre ingentes desigualdades en términos de gasto per cápita. De ahí la valoración de algunos expertos: ni el concepto habitual de balanza fiscal es un instrumento válido para discutir sobre la equidad (De la Fuente) ni el equilibrio de las mismas tiene sentido (Monasterio).
El segundo punto tiene que ver con el ámbito del gasto público que ha de abarcar un análisis de la equidad territorial. Mi posición vuelve a ser nítida: cuando en una estructura política descentralizada como la española el gasto público está fragmentado en tres niveles institucionales significativos (estatal, autonómico y local), la mirada mutilada de los recursos per cápita es mucho menos significativa que una visión omnicomprensiva; al fin y al cabo, al ciudadano (y a la equidad) le importa más el cuánto total de lo gastado, que el quién lo gaste.
Y por aquí empieza a derrumbarse el argumento de Ruiz Soroa. Demos por válido ese diferencial del 3,4%, aunque reconozco tener algunas dudas sobre el modo en que se ha tratado la necesaria homogeneización competencial que esta clase de cálculos exigen (a modo de ejemplo, ¿se ha considerado el coste de la estructura hacendística, que las autonomías de régimen común no soportan? Mi impresión es que no). Siendo tales dudas fruto de mi ignorancia, aceptaré que las competencias transferidas al País Vasco están sobrefinanciadas en esa cuantía. Pero ¿qué ocurre con el resto del gasto público? ¿en qué territorio se materializa el gasto de titularidad estatal?, ¿qué porcentaje del total corresponde a suelo vasco? No son preguntas retóricas ni academicistas. En la misma publicación del Instituto de Estudios Fiscales de la que se han tomado los datos de 2002 y que por algún error se atribuyen a 2003 (La financiación del Estado de las Autonomías: perspectivas de futuro), puede leerse también que el gasto público presupuestado para 2003 se desglosaba así: 55% para el Gobierno central, 32% para las comunidades autónomas y 13% para las corporaciones locales. Conviene recordar (y ahora el despiste de Ruiz Soroa es algo más que tipográfico) que, dentro de esa bolsa de gasto no transferido, se encuentran todos los mecanismos explícitos de solidaridad interterritorial, tanto los estatales como los europeos, a cuya financiación Euskadi contribuye con un 6,24% de su importe (porcentaje hoy muy superior al peso relativo de la población vasca sobre el total estatal y también, desde 2002, al PIB relativo).
Me asombra que se emitan juicios de valor, políticos e incluso morales, sin aportar una sola cifra sobre el reparto de la voluminosa bolsa de gasto estatal. Sospecho que no se aporta porque no se posee. Por mi parte, he de decir que carezco del mapa autonómico completo que recoja la distribución total de los recursos públicos; sí dispongo de algún dato fragmentario. Por ejemplo, que en ese ejercicio de 2002 al que las cifras de Ruiz Soroa se refieren, la inversión del Estado presupuestada para el País Vasco representaba un 1,31% del total, o que la presupuestada para 2008 es un 1,56%, lo que equivale a un 2% del total regionalizable. ¿Quién sobrefinancia aquí a quién? En suma, y a falta de la información que se precisa, no tengo más remedio que suspender mi juicio de equidad y trasladar la carga de la prueba a quien afirma.
Precisamente por falta de pruebas, nuestro debate de hace año y pico no ha avanzado un solo milímetro. Así que repito lo que escribí: me parece una osadía política afirmar que el conjunto del gasto público en Euskadi es superior al de territorio común. La nueva mirada lanzada por Ruiz Soroa no cumple los requisitos inquisitivos que la impudicia exige; más bien, es una mirada selectiva que se niega a ver aquella parte cromática de la realidad que pudiera estropear su argumento. Y es que, como decía el mago de Oz, cuando te pones las gafas verdes, lo ves todo de color verde.
miércoles, 5 de diciembre de 2007
El triunfo del libertinaje
Por Fernando Savater en la página de ¡Basta ya!
Durante el franquismo, las autoridades nos aseguraban que no había que confundir la libertad con el libertinaje. La mayoría optamos entonces por el libertinaje, que por estar menos recomendado resultaba mucho más prometedor. En cuestiones de vida privada siempre he seguido fiel a esa elección temprana, aunque la merma de facultades haga poco a poco que mi libertinaje sea meramente rememorativo y virtual. Por el contrario, en el terreno político, cada vez tengo más claro que el libertinaje es en efecto un serio enemigo de la verdadera libertad… aunque desde luego por razones democráticas que no tenían curso legal en el franquismo.
Para empezar: ¿qué es el libertinaje? El origen del término está en la conducta de los libertos en la vieja Roma: esclavos recién emancipados, al verse sin amo eran incapaces de autodominio y respeto voluntario a las normas de la decencia. Hoy sigue aplicándose preferentemente a las conductas privadas, pero quizá sea interesante rescatarlo de la moral (o del puritanismo) y llevarlo a la política. Los libertinos son quienes ejercen sus libertades públicas en la sociedad sin pensar nunca en ella como en un conjunto institucional que debe armonizar la libertad de todos. Ven claros y urgentes los deseos de su grupo de pertenencia (no siempre son individualistas predatorios, sino más a menudo rebaños individualizados) pero no las exigencias de la convivencia general. Escribió Leo Strauss que la pregunta política por excelencia es “¿cómo conciliar un orden que no sea opresión con una libertad que no sea licencia?” y repuso que la respuesta debe ser la educación. En España, con nuestros diecisiete planes de estudio diferentes le hubiera querido yo ver…
En los sistemas democráticos, los grupos humanos que forman la comunidad estatal provienen casi siempre de diferentes genealogías étnicas, con creencias y tradiciones distintas. De modo que la Ilustración propuso basar la unidad armónica de los ciudadanos en las normas del presente y del futuro que podían compartir, no en los rastros del pasado que eran distintos para cada cual. Ya que no eran iguales en su memoria o en su folklore, deberían llegar a serlo en los derechos y deberes de su proyecto colectivo (porque para los racionalistas estos últimos atienden a la humanidad común de todos, por encima de los caprichos atávicos que enfrentan a las banderías). Según este criterio, la libertad cívica es la proyección puesta en común de las opciones y garantías de todos los socios hacia mañana, mientras que el libertinaje es la obstinada reivindicación de la peculiaridad que no puede generalizarse ni comprende la virtud de lo general. Pues bien, mirando a nuestro alrededor no hay más remedio que reconocer el triunfo del libertinaje sobre la libertad. En Bélgica, en Kosovo, en Palestina, en Bolivia y en tantos otros lugares el único vínculo social que parece contar es el de la genealogía étnica o histórica (sin otra alternativa que el fanatismo religioso, a menudo aún peor): los derechos cívicos compartidos sin apellidos culturales o ideológicos resultan abstracciones que a nadie contentan. En cuanto a aquellos escépticos o mestizos, por numerosos que sean… harán bien en ir eligiendo secta antes de que sea demasiado tarde.
El ascenso triunfal del libertinaje político es particularmente notable en España. En todos los países que conozco, las leyes se promulgan tras el debido contraste de pareceres y debate parlamentario para marcar la directriz común a seguir. Pero entre nosotros las leyes no zanjan las polémicas, sino que las originan: que si deben cumplirse siempre o sólo en ciertos casos (hemos inventado la ley opcional, gran novedad), que si aquellos a los que no les gustan están también obligados por ellas, que si su aplicación depende de cómo marcha la política en cada momento, etc… Vean lo que pasa con las banderas en los edificios públicos, por ejemplo. Hay alcaldes que justifican no exhibirlas porque no se pueden “imponer los sentimientos” a nadie. Pero… ¿qué tienen que ver los sentimientos aquí? La bandera es un símbolo de un orden constitucional, que cada cual puede “sentir” como le peta pero todos tenemos que acatar. Si yo veo una muestra con la cruz roja en una puerta no es preciso que me emocione pensando en Henri Dunant y su humanitario invento suizo: lo importante es saber que ahí encontraré fármacos, vendas y asistencia médica cuando la precise. La bandera en un edificio público indica que ahí se está al servicio de la Constitución y por tanto al mío como ciudadano. Si sólo expresara un arrebato patriótico congestionado, el primero que pediría no izarla sería yo. Y tiene razón el PNV al señalar que no es lo mismo poner la bandera en el País Vasco que en otras partes: es mucho más necesario en el País Vasco, porque ahí la constitución y por tanto la ciudadanía está más amenazada que en ningún sitio.
En el terreno educativo, para qué contar. Cualquier pretensión de que el Ministerio de Educación intente aunar criterios escolares para el país es visto como una injerencia estatal intolerable en la libertad de los padres y de las autonomías, síntoma de un totalitarismo aprendido según unos en Mussolini y según otros en Mao Tse Tung (en España siempre hay imbéciles al menos de las dos aceras). De modo que la Educación para la Ciudadanía es una imposición dictatorial sobre las conciencias salvo que se adapte en cada caso al ideario de los centros y de los progenitores, más allá de que responda a valores comunes o no. Por supuesto, los mismos que claman por el derecho exclusivo de los padres a determinar qué normas éticas deben ser transmitidas a sus hijos –que afortunadamente sólo existe en su imaginación- protestan contra el velo islámico que ciertas niñas llevan para dar gusto a las creencias de sus padres. Y el laicismo, que es la pretensión ilustrada de salvaguardar la libertad de conciencia cívica frente al libertinaje teocrático, sigue siendo el peor enemigo para quienes se consideran oprimidos en cuanto se les limita su derecho a oprimir. Mientras, las editoriales hacen versiones diferentes de los libros de bachillerato de acuerdo con los prejuicios ya no nacionalistas sino meramente localistas de cada autonomía regional. Los negociantes han decidido que para seguir siendo rentables lo mejor es dar a cada cual la razón como a los locos…porque en el fondo considera que están locos. La ministra celebra este desmadre –y casi todos los demás- como inevitable consecuencia de la libertad educativa, o sea del libertinaje que es incapaz de evitar. Los más hipócritas señalan que el asunto es de poca monta porque hoy los libros de texto son ya una parte menor del sistema escolar: es decir, que si por ejemplo en el País Vasco se utiliza un texto que no menciona para nada a ETA, el profesor puede remediarlo hablando de ETA por su cuenta a los alumnos y poniéndoles vídeos de Iñaki Arteta. La ambulancia la enviarán ellos luego, a cobro revertido.
Mención aparte merece el arrinconamiento vergonzante del castellano como lengua educativa, allá donde existe otra regional. Por supuesto, el daño así causado no estriba sólo –aunque también- en el menosprecio de la lengua materna de muchos alumnos (no ya como españoles, sino estrictamente como vascos, catalanes, gallegos, etc.…) ni en el perjuicio laboral y social que se causa a los privados sin su consentimiento de un instrumento comunicativo de proyección mundial en nombre de otro culturalmente respetable pero menos rico en oportunidades por cuestiones geo-históricas: el núcleo del problema es que las democracias necesitan una lengua común por razones estrictamente políticas, más allá de otras consideraciones (el ejemplo de Bélgica es claro al respecto). Y dicha lengua –que por supuesto puede y debe convivir con otras históricamente arraigadas- no debe ser escamoteada o presentada de manera hostil sin atentado contra el funcionamiento de la democracia misma. Claro que esta consideración resulta ajena al libertinaje separatista, que últimamente se queja por ejemplo de que “pagan más y reciben menos”, como si eso no fuera precisamente –más allá de que las inversiones estatales estén mejor o peor orientadas- la queja de todos los ricos contra los impuestos. Si no se tiene claro que toda riqueza particular tiene origen (y por tanto responsabilidad) social, es difícil sostener que los ciudadanos deben también compartir al menos una lengua parlamentaria, aunque a otros efectos expresivos conserven otras. El nacionalismo separatista no es más que neoliberalismo insolidario: y la izquierda, en Babia.
Un último apunte para esta queja global. Tras el último atentado terrorista, las fuerzas parlamentarias y sociales se manifiestan unidas en Madrid “por la libertad y por la derrota del terrorismo”. Valoro la añorada unidad y entiendo ese lema, pero sólo cuando es pancarta de los ciudadanos de a pie, sobre todo en el País Vasco. En cambio, no sé a quién se dirige cuando lo respalda el gobierno o los partidos con representación parlamentaria: ¿a quién le piden “libertad”? ¿a ETA? ¿al Altísimo, señor de los ejércitos? ¿no son ellos los encargados de garantizar nuestras libertades y de propiciar institucionalmente la derrota del terrorismo? ¿por qué en vez de fingir una unidad postiza de niños asustados por el coco (o preocupados por la cercana cita electoral) no explicitan las razones concretas por las que no se reúne el Pacto Antiterrorista o no lo suscriben ya quienes aún lo rechazan? ¿qué sentido tiene compartir pancarta con quienes se oponen a juzgar o hacer efectiva la ilegalización del entorno terrorista? ¿hasta cuándo seguiremos con tanto libertinaje partidista en vez de luchar juntos por la verdadera libertad para todos?
lunes, 3 de diciembre de 2007
La estrategia del PNV y el terrorismo
El último atentado ha sido obra de ETA. La única y exclusiva responsabilidad es de ella. El PNV ha condenado siempre los atentados de la banda. Las siguientes reflexiones se colocan en este contexto claro: no se trata de ningún intento de responsabilizar directamente al PNV del terrorismo de ETA. Aunque fuera de interés analizar la historia del posicionamiento de este partido ante la banda terrorista desde la Transición, año a año, lo que se diga en las líneas siguientes se dice desde la afirmación de que el PNV siempre ha condenado el terror de ETA.
Esa afirmación, sin embargo, no es impedimento para seguir haciéndose preguntas, para pensar más allá, para analizar si el nacionalismo vasco llamado democrático ha estado a la altura de las circunstancias en la lucha contra el terrorismo. Porque la víspera del último atentado, se produjo la detención de dirigentes del llamado entramado social, cultural e internacional de ETA, es decir, de dirigentes que no habían usado directamente la violencia y el terror. Y ante esas detenciones, y ante la sentencia en la que se fundamentan, el PNV ha hablado de «despropósito» y de «cosas del pasado».
El asesinato del miembro de la Guardia Civil Raúl Centeno muestra la nula voluntad de ETA de dejar de matar. Ese crimen ponde de manifiesto que la banda ha decidido optar por su supervivencia como organización terrorista, aun a riesgo de enterrar definitivamente sus opciones de convertirse en una apuesta política en el juego democrático, aun a riesgo de enconar el problema de sus presos, y aun a riesgo de dañar cada vez más cualquier apuesta del nacionalismo democrático.
Este miedo acompaña desde hace mucho tiempo al nacionalismo vasco. Tomó fuerza clara en los días previos y siguientes al asesinato de Miguel Angel Blanco: el PNV temió por su hegemonía social, y también temió que el terrorismo terminara por dañar a todo el nacionalismo vasco, deslegitimándolo. Pero en lugar de extraer la consecuencia de romper cualquier tipo de relación con el nacionalismo de ETA, intentando definir el suyo propio de forma radicalmente diferente al de la banda criminal, tomó la decisión contraria: para poder mantener la hegemonía social del nacionalismo necesitaba a ETA, a Batasuna y a todo el espectro nacionalista que representan, y por eso entró el PNV en la vía que está siendo su gran hipoteca: buscar el fin de ETA ofreciéndole la unidad de acción para alcanzar fines compartidos.
El fin de ETA y la consecución de fines compartidos o compartibles han pasado a formar una unidad que está dañando profundamente al PNV. Sólo desde esa perspectiva se puede entender que ese partido -tranquilamente conservador, demócratacristiano, asentado en el humanismo cristiano o como se le quiera denominar- se haya manifestado siempre en contra de todas las medidas efectivas contra el terrorismo de ETA.
No sólo afirma que la detención de los dirigentes de Batasuna es un atropello, un despropósito, una cosa del pasado, sino que el propio consejero de interior del Gobierno vasco ha afirmado recientemente que la detención de la cúpula de Batasuna no aporta nada a la lucha antiterrorista, no queriendo ver que si algo ha debilitado estructuralmente a ETA es la imposibilidad de actuar al mismo tiempo como organización terrorista y como organización política que juega al juego democrático. La ilegalización de Batasuna tiene la virtud de obligar a ETA a optar: seguir siendo organización terrorista y renegar de la posibilidad de actuar como partido político, o ser partido político y enterrar su naturaleza terrorista. Es la medida más efectiva contra la banda.
Pero estropea la estrategia del PNV: no romper con Batasuna, para así mantener la ficción de que es posible una reconducción de los terroristas a la política por medio de la promesa de compartir sus fines. Y es que la ilegalización de Batasuna no confronta sólo a ETA con una alternativa radical -o terrorismo o política-, sino que confronta también al PNV con una alternativa igual de radical: o se democratiza reformulando su nacionalismo de forma que se diferencie radicalmente del de ETA, o seguirá bajo la sospecha que la cercanía de los fines de ETA extiende sobre sus propios fines.
El peligro que intuyó el PNV en los días del asesinato de Miguel Angel Blanco sigue vigente, y por errores propios: el terrorismo de ETA puede terminar dañando al conjunto del nacionalismo, deslegitimándolo. La solución que busca el PNV a ese problema ha sido siempre imposible, y se va a poner cada vez más claramente de manifiesto. Porque pretender que ETA deje de existir porque el PNV consigue de forma pacífica lo que quiere la banda -es el núcleo del acuerdo de Estella/Lizarra, y el de los dos planes de Ibarretxe que tratan de vestir a la moda aquel acuerdo inaceptable desde la democracia- significa vincular para siempre el proyecto político del nacionalismo al terrorismo.
No son pocos los que en la sociedad vasca creen que el fin de ETA estaría garantizado si el PNV se pusiera a ello. Y que se ponga a ello pasa porque este partido se decida a romper radicalmente con ETA, con sus métodos, con sus fines, con su simbología, con su proyecto político. Pasa porque el PNV se empeñe en la deslegitimación política de ETA. El día en que el PNV se ponga manos a la obra en esa deslegitimación, ETA se ha acabado.
Pero el PNV se encuentra ante su propio abismo: cree que ello supone renunciar a sus propias esencias, sin darse cuenta de que ese miedo es el que liga sus esencias al terrorismo de ETA. Sin darse cuenta que en lugar de ser un abismo en el que pueda perder su virginidad, la lealtad con sus esencias, la ruptura radical con ETA implicaría su paso decisivo a la homologación democrática. Porque es difícil ser demócrata en una sociedad compleja y plural sin extraer de esa complejidad y de esa pluralidad las consecuencias políticas debidas: que no es posible una definición de esa sociedad única y exclusivamente desde la perspectiva nacionalista, porque implica la negación del pluralismo. Y, sin reconocimiento de ese pluralismo, no es posible ser demócrata.
No hay duda de que la persecución del terror se debe llevar a cabo dentro de los límites marcados por el Estado de Derecho. No cabe lugar a dudas de que cualquier ciudadano, y cualquier partido político, puede plantear con claridad la exigencia del respeto a las normas del Estado de Derecho, cuando de la persecución de los terroristas se trata, y también cuando de la detención de líderes de entramados civiles se trata.
Pero el recurso a las exigencias del Estado de Derecho desde la posición de no compartir ninguna de las medidas efectivas que derivan en el deblitamiento estructural de ETA puede terminar resultando sospechoso: quizá no sea tanto el respeto a la ley -el cumplimiento, por ejemplo, de la Ley de Banderas- cuanto la necesidad de no romper con ETA y con su entorno lo que lleva al PNV a declarar que las detenciones últimas de las organizaciones Ekin, Xaki y otras son cosa del pasado: de un pasado en el que ETA podía jugar en los dos campos de fútbol, en el del terrorismo y en el de la política.
Pero lo único que es del pasado es el deseo, o la necesidad del PNV, de permitir que ETA siga en su juego macabro de matar y además dedicarse a la política como si no pasara nada. Muchos dicen que ETA ha perdido todos los trenes que le podían sacar del agujero. Mucho me temo que es al PNV al que se le están escapando todos los trenes.
jueves, 29 de noviembre de 2007
El cierre de un conflicto
La sentencia dictada por la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional en la causa incoada por el salvaje crimen del 11-M ha sido ejemplar desde más de un punto de vista, por lo que la reacción que merece no es sólo la del simple acatamiento. Hay que felicitarse además por su pronunciamiento. Ante todo, por el hecho de que ha resuelto en un plazo razonable un caso de extraordinaria complejidad de cuya solución estaban pendientes todos los ciudadanos y especialmente las víctimas del atentado. En segundo lugar, porque ha puesto fin a un largo período de incertidumbre artificialmente creado pero no por ello menos socialmente intolerable. Y también porque los magistrados que la han dictado han venido a demostrar que, entre nosotros, la independencia judicial puede resistir las presiones que es capaz de ejercer, directa o indirectamente, un juicio paralelo.
En este caso un juicio paralelo, elaborado en algunos medios de comunicación y asumido por significados líderes del primer partido de la oposición, pretendió sin éxito durante más de tres años orientar interesadamente la investigación de los hechos en una dirección distinta de la que seguían, con absoluta objetividad, el juez instructor de la causa, el Ministerio Fiscal y la Policía Judicial.
En la fase plenaria del proceso esta anómala actuación dejó de ser paralela y se introdujo en los debates del juicio oral mediante ciertas acusaciones populares -que en ese momento desvelaron cuál era la verdadera finalidad de su presencia en el proceso- y defensas que cedieron a la tentación de poner al servicio de sus intereses la confusión que aquellas sedicentes acusaciones intentaron crear. Se produjo así una situación que obligó al Tribunal a desmontar en la sentencia las más llamativas falsedades de las historias confeccionadas al margen y en contra de la instrucción sumarial. Y de ese modo, ejerciendo su potestad jurisdiccional con la exclusividad que le otorga el art. 117.3 de la Constitución, el Tribunal ha puesto de manifiesto, para tranquilidad de los ciudadanos, que la independencia judicial es posible. Creo que ésta es una de las más importantes lecciones que cabe extraer de la sentencia del 11-M.
Sin duda, algún que otro aspecto de la sentencia puede ser discutible y será discutido ante el Tribunal Supremo puesto que el fiscal y otras partes han anunciado su propósito de interponer contra ella recurso de casación. Hay un punto, sin embargo, que me parece difícil pueda ser objeto de discusión y rectificación; me refiero a la declaración de hechos probados. Esta declaración es el fruto de la valoración de la prueba realizada por el Tribunal que presencia su práctica, valoración que ha de ser respetada por el Tribunal de casación si el primero la razona y su razonamiento se atiene a las reglas de la lógica y la expe-
riencia. Como la Audiencia Nacional ha razonado minuciosa e impecablemente la convicción a que ha llegado sobre los hechos tras el análisis de la prueba, es muy remota la posibilidad de que esa convicción sea sustituida por otra como resultado de las alegaciones que se hagan en el recurso de casación. Significa esto que el hecho probado que figura en la sentencia debe poner fin, ya desde ahora, a las dudas suscitadas en torno a la génesis y ejecución del atentado y producir, en consecuencia, el efecto pacificador que es propio de toda resolución judicial fundada en derecho.
A primera vista, la pacificación no parece muy segura en estos momentos porque algunos -naturalmente los que impulsaron o apoyaron el juicio paralelo- han decidido que la sentencia no cierra el conflicto porque, según dicen, no resuelve el problema de la "autoría intelectual" al haber quedado absueltos, por aplicación del principio de presunción de inocencia, los dos procesados a los que se acusaba de ser inductores del atentado. Pero como esto no es más que la expresión de un deseo frustrado, hay que confiar en que los ciudadanos de este país -los de buena fe que son la mayoría- reconozcan pronto en la sentencia la respuesta justa y equilibrada tanto a la atrocidad del atentado como a los bulos que siguieron a su comisión. Ayudará a lograrlo, en todo caso, una breve reflexión sobre extremos ya señalados en estos días que yo me limito a recordar.
1. La categoría de responsables de un delito a que se alude con la expresión "autores intelectuales" no existe en nuestro Derecho Penal. Según el art. 28 del Código Penal "son autores quienes realizan el hecho por sí solos, conjuntamente o por medio de otro del que se sirven como instrumento", y son considerados autores "los que inducen directamente a otro u otros a ejecutarlo" y "los que cooperan a su ejecución con un acto sin el cual no se habría efectuado". Estos son los términos que utiliza la ley para definir, clara y precisamente, las distintas clases de autoría. Intentar sustituirlos por otros puramente retóricos, por ejemplo, hablar de "autoría intelectual" en lugar de inducción, sólo sirve para que el discurso pierda rigor jurídico.
2. La sistemática contraposición, en un lenguaje fletado ad hoc, entre autores materiales e intelectuales puede hacer creer a las personas con escasa experiencia en la práctica de la justicia penal que es constante la presencia de inductores en los delitos que se cometen y que por ello una sentencia en que estos no son condenados es en cierto modo incompleta. Lo habitual es justamente lo contrario. En la generalidad de los casos la idea criminal nace en quienes finalmente la ejecutan. Y esto es particularmente visible en los pequeños grupos terroristas, muy cohesionados por un fanatismo compartido, cuyos miembros no necesitan que desde el exterior se les instigue a cometer los hechos que constituyen precisamente la razón de ser del propio grupo.
3. Cuando un Tribunal penal declara que ha quedado probada la intervención en los hechos que juzga, como autores materiales o ejecutores, de unos determinados acusados y que, por el contrario, no se ha considerado suficientemente acreditado que otros, igualmente acusados, indujesen a aquéllos a realizarlos, no deja abierta y sin resolver cuestión alguna relacionada con la posible existencia de inductores. Con la declaración probada los jueces cierran definitivamente el debate sobre los hechos y las personas que en ellos participaron, sin que en adelante sean ya constitucionalmente legítimas elucubraciones no acogidas en el pronunciamiento judicial.
4. Con independencia de lo dicho en el apartado anterior, en la declaración de hechos probados de la sentencia del 11-M y en el análisis de la prueba que la precede hay elementos más que suficientes para que cualquier lector libre de prejuicios llegue a la conclusión de que los ejecutores del atentado estaban, desde el primer momento, absolutamente decididos a cometerlo, contaban con los medios personales y técnicos necesarios para ello y no recibieron más impulso para llevarlo a cabo que el que eventualmente pudiera derivarse de sus contactos con otros grupos terroristas del mismo signo ideológico, esto es, del islamismo radical.
A la luz de estas consideraciones, parece que el buen sentido debe hacernos confiar en un rápido cierre del conflicto que algunos desencadenaron. Seguirán alentándolo seguramente los profesionales de la mentira pero, eso sí, enfrentados a una sentencia pacificadora.
miércoles, 28 de noviembre de 2007
Igualdad ciudadana y federalismo
Las primeras palabras de la Constitución española, las que condensan lo que se ha llamado gráficamente "su fórmula", son que "España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho". Nuestro Estado de derecho no es el propio del liberalismo del siglo XIX, en el que la igualdad y la libertad tenían sólo un contenido negativo, de simple defensa ante el poder. No es ya así, sino que nuestro Estado de derecho se predica social y democrático, de forma que la libertad e igualdad deben ser reales y efectivas, y los poderes públicos deben remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud (artículo 9). Por eso, afirmar como hace el profesor Sánchez Cuenca que el Estado de derecho "es neutral o indiferente en cuanto a la organización territorial del poder" constituye un serio dislate. El Estado autonómico no está al margen del Estado social de derecho, sino a su servicio: el autogobierno es instrumental respecto al principio estructural de ciudadanía igual de todos los españoles, y nadie puede discutir hoy en día que la ciudadanía se construye con derechos no sólo defensivos sino también prestacionales.
Cuando el artículo 149-1-1º de la propia Constitución proclama que el Estado debe velar por el establecimiento de las condiciones básicas que garanticen la igualdad de todos los españoles en el ejercicio de los derechos y el cumplimiento de los deberes constitucionales está precisamente recogiendo ese carácter totalizador del Estado social de derecho. Y esa igualdad de derechos y deberes no se circunscribe a los derechos fundamentales, como afirma el profesor Sánchez Cuenca, sino que alcanza a todos los derechos y deberes constitucionales, concepto mucho más amplio que el anterior y que incluye todos los derechos recogidos en la Constitución, incluso los prestacionales, como el derecho a la salud o a la vivienda (Juan José Solozábal). Tal como el Tribunal Constitucional ha establecido (sentencia 37/87), debe existir una igualdad sustancial o básica del estatus de ciudadanía en todas las autonomías (un mínimo común), sin perjuicio de la diferencia autonómica de regulación. Igualdad no es homogeneidad.
Lo que en realidad sucede es que todo Estado federal, y el nuestro responde a esa inspiración, combina dos principios dispares: los de igualdad y diferencia. La igualdad remite al estatus básico de la ciudadanía, que no puede depender de su ubicación territorial: por eso, precisamente, somos un Estado de ciudadanos libres e iguales y no una serie de Estados diversos. La diferencia exige respetar la autonomía de cada Estado para regular su heterogeneidad. Si sólo primara la igualdad sería más lógico un Estado centralizado y homogéneo. Si sólo la diferencia, lo sería separar a los diversos Estados como entes independientes. La conjunción de ambos principios en una tensión fructífera es la clave del éxito del modelo federal. Pero no olvidando nunca que ninguno de ambos principios puede maximizarse ilimitadamente sin merma del otro.
Hoy asistimos en España a una magnificación unilateral y excesiva del principio de diferencia, que ha llegado a poner en riesgo en algunos aspectos al principio de libertad igual de los ciudadanos. Por ejemplo, determinadas políticas asimilacionistas en lo cultural están socavando la efectividad del principio de libertad de identidad en algunas comunidades, de manera que los ciudadanos no pueden desarrollar libremente su personalidad (artículo 10 CE) sino que están sometidos al dirigismo público. Véase como botón de muestra el estridente artículo 10 del Estatuto de Andalucía recientemente aprobado, que declara que es objetivo básico del Gobierno andaluz nada menos que "el afianzamiento de la conciencia de identidad andaluza"; objetivo que, dado que esa conciencia tiene su sitio ontológico en las neuronas del cerebro de los ciudadanos, autoriza al poder a una descarada intervención en el coto vedado de la libertad de personalidad de cada uno. Y lo que Andalucía declara pomposamente como una alharaca, otros lo practican en serio.
Igualmente, está sucediendo que los resultados reales de determinadas expresiones de la diferencia territorial, como es el caso del régimen de Concierto Económico vasco y navarro, están produciendo una disparidad inadmisible en el deber igual de soportar las cargas comunes y, en definitiva, creando privilegios fiscales para ciertos ciudadanos que exceden de lo admisible en un Estado federal. Como quien esto subscribe es vasco, no le duelen prendas en reconocerlo así: una cosa es el régimen mismo de Concierto como sistema de financiación y autogobierno fiscal, y otra muy distinta el resultado real que está generando.
No resulta extraño, por ello, que algunos ciudadanos salten a la arena pública para recordar que el principio de igualdad es tan consustancial al Estado federal como el de diferencia. Sus propuestas nos gustarán más o menos, estarán probablemente escoradas por el déficit que denuncian, pero nunca podremos afirmar con seriedad que se fundamentan en principios inexistentes: la igual libertad de los ciudadanos es el rasgo esencial de nuestro Estado social y democrático de Derecho.
martes, 27 de noviembre de 2007
Una salida al «bloqueo» del Tribunal Constitucional
NI siquiera con el máximo talento pedagógico cabe describir con detalle el embrollo actual del Tribunal Constitucional sin causar al lector serias molestias psíquicas. Una descripción indolora sería errónea y defectuosa, como es erróneo y defectuoso todo tratamiento de un asunto complejo que elimine esa complejidad. Así pues, voy a exponer en síntesis la situación de parálisis o «bloqueo» parcial en que se encuentra el TC, eludiendo el relato pormenorizado de lo que ha conducido a esa situación. Y avanzaré rápidamente hacia las conclusiones.
Aparcada, por motivos que desconozco, la deliberación y fallo sobre los recursos de inconstitucionalidad contra el nuevo Estatuto de Cataluña, el TC está paralizado en lo relativo al recurso de inconstitucionalidad de una ley que reforma la Ley Orgánica del propio TC (LOTC), la L.O. 6/2007, de 24 de mayo.
El Pleno del TC, compuesto por doce magistrados, ha de resolver sobre dos escritos, uno, presentado por el Gobierno, que recusa a dos magistrados y otro, posterior, del PP, que recusa a otros tres distintos magistrados. En total, cinco recusados. A los doce miembros del TC hay que restarles dos (la actual presidenta y el actual vicepresidente, que tomaron la iniciativa de abstenerse, por entender que la cuestionada reforma de la LOTC les afectaba personalmente). Pues bien: si a diez magistrados se le restan cinco, quedan sólo otros cinco y resulta que, conforme a la LOTC (art. 14), deben ser ocho los magistrados reunidos en Pleno para resolver.
¿Por qué a los diez no abstenidos conforme a Derecho se les restarían cinco magistrados recusados y no habría «quorum» ni para echarse a andar respecto de esa L.O. 6/2007? Porque se está entendiendo que, conforme al art. 80 LOTC, la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOJ) y la Ley de Enjuiciamiento Civil (LEC), son de aplicación supletoria al TC y, según esas leyes (y el buen sentido), los recusados no pueden intervenir en la deliberación y en la resolución sobre su recusación. Por tanto, cinco Magistrados no podrían decidir si esas recusaciones son procedentes y sólo a partir de ahí y según lo que decidiesen, podría el Pleno resolver el recurso contra la ley reformadora de la LOTC.
Dicho todo lo anterior, lo primero que conviene tener claro es que al TC no se le pueden aplicar, en su totalidad, las normas sobre abstención y recusación de la LOPJ y de la LEC. No he dicho a la ligera que no se pueden aplicar todas esas normas. Lo he dicho porque -en paráfrasis de una célebre frase- su aplicación es materialmente imposible. Esas normas legales incluyen, en cuanto al modo de proceder ante abstenciones o recusaciones, un elemento clave, inexistente en el Tribunal Constitucional. Ese elemento es el de los sustitutos inmediatos de los recusados. Los recusados en Juzgados y Tribunales de la Jurisdicción ordinaria y de la Militar cesan de inmediato, en tanto no se resuelva sobre la recusación, porque tienen, legalmente, numerosos sustitutos posibles, que ocupan inmediatamente el lugar de los recusados. En cambio, los magistrados del Tribunal Constitucional carecen de sustitutos (y no podemos inventarlos). Ergo hay normas de la LOPJ y de la LEC que no cabe aplicar al TC. Ergo, nadie debiera sentirse irracionalmente esclavo de esas normas por lo que respecta al TC.
En segundo lugar, una fundamentalísima regla de interpretación de las normas -tan fundamental que casi constituye un principio general del Derecho- es la que veda cualquier entendimiento de los preceptos jurídicos que conduzca al absurdo.
En tercer lugar, es fácil comprender que, de apegarse como hasta ahora a la interpretación de la LOPJ y de la LEC que ha situado al TC en un aparente callejón sin salida, se habría descubierto (o, cuando menos, se estaría estrenando) un sistema para paralizar al TC en innumerables asuntos: sería suficiente recusar a más de cuatro de sus doce magistrados, por muy infundada que fuese la recusación. Ni siquiera se podría resolver sobre ella y el consiguiente impasse indefinido impediría también resolver los asuntos en que se plantease la recusación.
Que el máximo órgano definidor de lo constitucional quede así paralizado es absurdo e inaceptable: sólo lo aceptan, e incluso sonríen o se mofan, quienes carecen de todo sentido del Estado y del Derecho. Por lo absurdo e inaceptable del «bloqueo», resulta obligado un esfuerzo para salir del atolladero desedificante, que transmite al común de los ciudadanos la triste impresión de que unos y otros -hoy, ciertos profesionales de la política; mañana, unos leguleyos de baja estofa- pueden neutralizar las más altas instituciones del Estado, porque les interesa a ellos y porque, en cambio, la seriedad de esas instituciones no les interesa.
A mi entender, hay un modo de salir del atolladero. La clave está en considerar que ni el Gobierno ni el PP han recusado a grupos de magistrados (pareja y trío), sino a magistrados concretos. Entonces, váyanse resolviendo, una por una, las cinco recusaciones. Y que se resuelvan, sin duda, conforme a la elemental regla de que el recusado no interviene en la decisión sobre su propia recusación.
Así, la recusación de Ticio, la resolverían los diez magistrados, menos Ticio: serían nueve y habría «quorum». Sucesivamente y de la misma forma, se resolvería la recusación de Cayo, la de Sempronio, la de Rómulo y la de Remo. Para todas, el Pleno del TC, con nueve magistrados, tendría «quorum».
Desde luego, preveo una objeción: dos magistrados por un lado y tres, por otro, han sido recusados por dos distintos sujetos jurídicos, en dos únicos escritos, con sus respectivas justificaciones (presuntas), comunes a dos y a tres magistrados. Es innegable esta realidad. Pero ¿acaso cabe negar que, por mucho que existan dos escritos de recusación, estamos ante cinco recusaciones de cinco personas diferentes? ¿No se podrían resolver, una tras otra, esas cinco recusaciones, dejando al margen de la decisión sólo al recusado en cada una de ellas, si se hubiesen presentado dos escritos de recusación del Gobierno y tres del PP, un escrito por cada magistrado recusado? ¿Va a ser una diferencia formal irrelevante (cinco papeles o dos) lo que marque la distancia entre el funcionamiento y la parálisis del TC?
No propongo, como mal menor, una pequeña irregularidad. Propongo, en orden a un gran bien, un tratamiento procedimental razonable. Desde luego, no es exactamente el previsto en la LOPJ y la LEC, parcialmente inaplicables y ya inaplicadas, insisto, respecto del TC. Pero no veo que el tratamiento que sugiero, una vez pensado y repensado, merezca reparos jurídicos serios.
Dicen que detrás del embrollo está en juego este o aquel objetivo político, Quizás. Pero, no detrás, sino en el embrollo mismo, se está jugando ya esta alternativa: o una posible reanimación del Tribunal Constitucional, sacándolo del presente «coma» terminal, o su definitiva defunción real, con el enorme problema de que, ahora, formalmente vigente la Constitución de 1978, resulta imposible enterrarlo. La indefinida exposición pública del cadáver de esa institución sería de tremendas consecuencias. Y no quiero ni pensar en lo que un entierro en debida forma le supondría al Estado español y la sociedad a la que debe servir. No estamos, hoy por hoy, para discutir una nueva Constitución y menos aún para que algunos la impongan.
sábado, 24 de noviembre de 2007
El 'derecho a decidir'
Después de haber sido puesto en circulación por el nacionalismo vasco, le ha llegado el turno al nacionalismo catalán, que a través de su portavoz más autorizado, Artur Mas, acaba de convertir el derecho a decidir en el eje de su propuesta política de refundación del catalanismo.
Creo saber qué es el derecho a decidir. Es el derecho constitutivo de la democracia. Ni más ni menos. Democracia es el ejercicio de la autonomía personal con el límite de la voluntad general. Los ciudadanos disponemos de derechos constitucionales para poder orientar nuestra conducta de la manera que nos parezca oportuno en todos los órdenes de la vida en sociedad sin más límites que los que nos ponemos a nosotros mismos mediante la ley, aprobada por representantes democrática y periódicamente elegidos en condiciones de absoluta igualdad.
En democracia no hay ningún ciudadano, mejor dicho, no puede haber ningún ciudadano que esté privado del derecho a decidir. Democracia y privación del derecho a decidir son proposiciones incompatibles. En consecuencia, presentar el derecho a decidir como un objetivo a conseguir es un sinsentido.
Si España es un Estado social y democrático de derecho, ningún ciudadano puede estar privado del derecho a decidir y si alguno o algunos estuvieran privados del ejercicio de tal derecho, entonces tendríamos que cuestionarnos el carácter democrático de nuestra fórmula de gobierno.
El derecho a decidir tiene que estar ordenado normativamente porque, de lo contrario, su ejercicio conduciría al caos. En todas las democracias dignas de tal nombre el ejercicio de tal derecho se regula de la siguiente manera: en primer lugar, se garantiza que cada individuo pueda ordenar su vida privada y su vida social sin interferencias de los poderes públicos; y en segundo lugar, se garantiza que cada individuo pueda participar en condiciones de igualdad en el proceso de constitución de los poderes públicos en los diferentes niveles de gobierno que presiden la convivencia.
Los ciudadanos ejercemos el derecho a decidir todos los días en nuestra vida privada, familiar, profesional, etcétera y lo ejercemos periódicamente en la selección de las mayorías y minorías estatales, autonómicas o municipales, a través de las cuales se expresa la voluntad general, límite de nuestra libertad particular.
Así es como hemos convenido los españoles que se ejerce el derecho a decidir. Esa es la Constitución de España. Y nadie está privado del ejercicio de ese derecho. Todos los ciudadanos españoles ejercemos el mismo derecho en condiciones de igualdad. En consecuencia, no es admisible que nadie diga que está privado del ejercicio del derecho a decidir.
A mí me gustaría que Artur Mas me dijera en qué se diferencia su ejercicio del derecho a decidir del mío. Ambos hacemos con nuestra vida lo que nos parece apropiado, ambos votamos en las elecciones municipales en el municipio en el que estamos empadronados, en las elecciones autonómicas en la comunidad en la que vivimos y en las elecciones generales del Estado del que somos ciudadanos. No creo que sea discernible la más mínima discriminación en el ejercicio del derecho.
Si esto es así, está claro que el derecho a decidir como objetivo a alcanzar tiene que significar algo distinto de lo que entendemos por derecho a decidir en una democracia constitucionalmente ordenada.
En qué consiste ese algo distinto es lo que tiene que ser explicado. La Constitución española no priva a nadie del derecho a decidir. Al contrario. Es el presupuesto indispensable para el ejercicio de tal derecho. Nadie puede reprocharle a la Constitución que le esté privando del ejercicio de algún derecho.
Es verdad que el marco que supone la Constitución es el mismo para todos los ciudadanos. Con la reivindicación del derecho a decidir no se puede querer decir que se está privado del ejercicio de tal derecho, porque eso es tan disparatado que nadie que esté en su sano juicio puede decirlo, sino que se tiene que querer decir que no se quiere tener un marco común con los demás ciudadanos españoles para el ejercicio de tal derecho.
O dicho con otras palabras: que no se quiere ser titular y ejercer los derechos conjuntamente con los demás ciudadanos españoles sino independientemente de ellos. En términos de derecho a decidir no puede caber otra interpretación. Obviamente, Artur Mas, como antes Juan José Ibarretxe, tienen todo el derecho del mundo a formular una propuesta de esta naturaleza.
Pero que no la disfracen. Que la formulen tal como es. Presentarla como lo hacen es un insulto para los demás. Se nos está lanzando una acusación, que en modo alguno podemos aceptar. Tienen derecho a decir que quieren ser independientes, pero no porque los demás le estamos privando de algún derecho, sino porque quieren ser independientes.
viernes, 23 de noviembre de 2007
El currículo de la almeja
La simple duración no parece un objetivo vital suficientemente atractivo: basta aburrirse para que todo dure más, pero así no se vive mejor. Recuerdan ustedes sin duda el viejísimo chiste del paciente al que su médico prohibe fumar, beber y algún otro placer carnal. La víctima pregunta, ansiosa: «¿Cree usted que así viviré más?». El galeno se encoge de hombros: «No sé si vivirá más, pero desde luego la vida se le hará mucho más larga ». Ahí tienen por ejemplo el caso del animal más longevo del que se guarda registro reciente, una almeja que por lo visto ha sobrellevado las aflicciones de este mundo durante más de cuatrocientos años. Los biólogos nos explican que el molusco ha durado tanto gracias a una existencia -me resisto a llamarla 'vida'- tan monótona y carente de ingredientes orgiásticos como la que el doctor recomendaba al paciente del chiste. Solemos poner a la ostra como antonomasia del aburrimiento, pero a partir de ahora convendrá no olvidar que la almeja tampoco se lo pasa de muerte: por eso vive tanto, digo yo. Por cierto, si no recuerdo mal el nombre de la almeja en francés es 'palourde'. De modo que ya lo saben ustedes: cuanto más palurdo, más siglos que se echa uno a las espaldas con cara de aquí no ha pasado nada.
Claro que la almeja de marras es una simple principiante en cuestión de persistencia cuando la comparamos con el pueblo vasco, al menos según el lehendakari Ibarretxe: si el prócer no nos engaña, ese pueblo incombustible al cual usted y yo fugazmente pertenecemos viene durando cosa de siete mil años, día arriba o día abajo. Y ahí lo tienen, tan sano como una manzana podrida. Los maliciosos, que nunca faltan, dirán que una duración tan prolongada -que los mismísimos egipcios faraónicos deberían envidiarnos- no puede explicarse más que gracias a una existencia tan escasa en alicientes como la de la almeja y otras palurdas o palurdos de su especie. Es impensable que un pueblo ferviente de ideas y empresas, creador e inquieto, se haya pasado siete milenios sin salir de casa ni sufrir un infarto liberador. Sinceramente, por nuestro bien y hasta por la cosa más tonta del mundo (el orgullo patriótico), espero que el maestro Ibarretxe esté mal informado. No quiero ser almeja entre almejas, ni palurdo entre palurdos.
Por la misma razón, desconfío del nuevo currículo vasco y de las justificaciones que se ofrecen para él por parte de nuestras autoridades educativas. El consejero Campos, por ejemplo, nos dice que tal plan de estudios primará «el corpus de conocimientos básicos para la ciudadanía que representa nuestra idiosincrasia como pueblo vasco». La verdad es que enseñar idiosincrasia me parece uno de los objetivos menos evidentes del Bachillerato. Según el diccionario de la RAE, idiosincrasia son los «rasgos, temperamento, carácter, etcétera, distintivos y propios de un individuo o de una colectividad». O sea, la idiosincrasia representa lo que uno ya es, para bien o para mal. Entonces ¿qué sentido tiene convertirlo en plan de estudios? Dejemos de lado por un momento una dificultad no menor, a saber: que puesto que las idiosincrasias personales son lo más diverso y peculiar del mundo, no parece claro cómo el pueblo vasco que entre todos formamos puede tener una idiosincrasia única y general. Vayamos a algo aún más elemental: si la idiosincrasia la llevamos puesta, lo que deberíamos aprender es cómo ir más allá de ella, cómo abrirnos a lo que hasta ahora nos es desconocido o nos resulta extraño, cómo alcanzar aquello que pueda permitirnos mejorar en lugar de repetirnos con bloqueada autosatisfacción. Es inútil dar clases para aprender a ser como somos de tal modo que jamás cambiemos: más atractivo sería intentar conocer otras formas de ser y de estar, a ver si por un casual nos apetece cambiar.
Esto parece tan obvio que a uno le entra la sospecha de que la 'idiosincrasia' que el currículo va a promulgar, con rango único y general según todo hace suponer, no está constituida por lo que ya somos sino por lo que deberíamos ser en opinión de las autoridades hoy vigentes. O sea, que la idiosincrasia que tenemos que aprender como pueblo vasco es aquélla que los nacionalistas han decidido que debe ser nuestra idiosincrasia. La nuestra de verdad, la que cada cual ya tenemos, vale más que vayamos olvidándola si queremos aprobar el curso. Por eso han tenido tanta importancia en la aportación de propuestas al currículo asociaciones educativas nacionalistas (EHIK, Kristau Eskola, Sortzen-Ikasbatuak) o nacionalistas a secas, como Udalbiltza, mientras que se han desatendido las protestas de marginación del sindicato CC OO y de asociaciones de directores de centros, de padres y de alumnos cuya idiosincrasia por lo visto no se correspondía al modelo requerido.
Digámoslo claramente: la ciudadanía tiene poco o nada que ver con la idiosincrasia de cada cual ni con la idiosincrasia de los pueblos (un concepto tardorromántico que sirve más para fabricar chistes xenófobos que para ninguna cosa buena). Lo que corresponde a la ciudadanía son derechos y deberes, garantías jurídicas y protección social, es decir, el marco institucional de las leyes, el cual no pertenece a la esencia sempiterna del atavismo cerrado de las almejas sino a las convenciones ilustradas conquistadas en su contra. Y esas convenciones pueden ser cambiadas por acuerdo social y legal, pero no ignoradas en nombre de algún principio previo a la Constitución y a la historia tal como efectivamente tuvo lugar. Por ejemplo: ocultar o minimizar ante los alumnos que los ciudadanos de nuestra CAV son legal, histórica, política y culturalmente ciudadanos españoles no es ni bueno ni malo, sino simple y llanamente mentira. Y no hay educación sana que pueda basarse en engañar a los alumnos, para fomentar sus frustraciones imaginarias y luego reinvertirlas políticamente.
¿Exagero o me equivoco? Ojalá. Es uno de esos casos en que me encantaría no tener razón. Pero hay síntomas tan inquietantes que no pueden ser desatendidos. Por ejemplo, el tratamiento del euskera, convertido ahora en lengua principal y prácticamente exclusiva de la enseñanza en cuanto desaparezcan como se pretende los antiguos modelos lingüísticos que sobre el papel constituyeron una norma perfectamente justa aunque temo que casi desde el principio traicionada.
Sobre esta cuestión se ha dado recientemente una polémica reveladora. 'The Wall Street Journal' publicó el 10 de noviembre un artículo ('La inquisición vasca') en el que se criticaba la imposición del euskera en el País Vasco por ser una lengua minoritaria de raigambre agropecuaria pero que carece de nombre propio para numerosas actividades modernas científicas e industriales. El viceconsejero de Política Lingüística del Gobierno vasco, Patxi Baztarrika, salió en defensa del euskera utilizando en su apoyo una cita mía de hace casi tras décadas: «Ninguna lengua puede ser descalificada por el número de sus hablantes. ( ) La tarea difícil es rescatar y consolidar el euskera, no proteger al castellano y a sus usuarios de la supuesta revancha lingüística». La recuperación de esas palabras mías -que sostengo como plenamente válidas, aunque sólo cuando fueron dichas, claro- demuestra al menos dos cosas: primera, que los no nacionalistas defendimos cuando era necesario y difícil el euskera como patrimonio de todos y sin hostilidad alguna hacia la lengua; segunda, que los nacionalistas comparten con la almeja centenaria una cierta dificultad para darse cuenta de que el paso del tiempo ha transformado radicalmente las relaciones de fuerza culturales y políticas en Euskadi. Pero ya que el viceconsejero Baztarrika tiene la amabilidad de rememorar con aprecio lo que dije hace treinta años, no parece abusivo rogarle una atención no menos caritativa para lo que digo ahora: un Estado democrático no puede renunciar por razones ya no culturales sino políticas a una lengua común para todos sus ciudadanos, aunque se respeten y cultiven también otras regionales. Por supuesto, nada tiene que ver ésto con la 'calidad' de la lengua regional en cuestión: si en el País Vasco se hablase hoy latín o griego clásico -por mencionar dos idiomas nada sospechosos de ineptitud cultural- no sería menos cierto que no puede arrinconarse la enseñanza en castellano para todos los que como ciudadanos de este Estado la soliciten. Ni negársela a nadie, porque supone hurtarle su herramienta principal de comprensión y debate político en el Estado democrático al que pertenece, es decir, España.
Regresando a la almeja, para despedirnos de ella: cuidado con las idiosincrasias inamovibles. El hatajo de brutos patrióticos (bruto más patriota, igual a fascista) que atacó el otro día a una estudiante del PP en la UPV se consideraban seguramente paladines de nuestra idiosincrasia vasca, pero ya ven las consecuencias de ese entusiasmo. Va a resultar que tenía razón el humorista donostiarra Álvaro de Laiglesia cuando tituló uno de sus desternillantes libros de manera profética: 'En el cielo no hay almejas'. Y nosotros aspiramos al cielo, faltaría más.
Bandera de conveniencia
En los últimos meses, con motivo de la polémica sobre si las banderas deben o no figurar como la ley preceptúa en los edificios públicos, hemos hablado de la enseña nacional más que nunca… o que casi nunca. Se trata de una característica curiosa de nuestro país: en todos los demás que conozco, las leyes se dictan –tras debates más o menos prolongados entre las fuerzas políticas- para zanjar de una vez las discusiones y saber a qué atenerse. Aquí no: en España las leyes no cierran las polémicas sino que las inauguran y avivan. Que si deben aplicarse o no, que cuándo deben aplicarse, que a quién, que en qué condiciones políticas o sociales, etc… Incluso no faltan los que, muy decididos, se ponen de buena fe al margen de ellas con el consabido sonsonete de “¡a nadie se le puede obligar a…!”. Y nunca falta un catedrático de derecho constitucional para darles la razón, con argumentos ilógicos, inverosímiles pero perfectamente “técnicos”.
Uno de los últimos espacios institucionales en que se ha discutido sobre si la bandera debe estar o no dónde la ley manda es en la reunión de alcaldes de todo el Estado para elegir al presidente de la federación de municipios. Y ahí se han oído todo tipo de genialidades de los partidarios no de entrar al trapo sino de no sacarlo del armario. Desde que “no se puede pegar a nadie con el palo de la bandera”, mire usted que cosa, hasta que “no se puede imponer el sentimiento de aprecio por la bandera y que es mejor seducir que coaccionar” (esto último me parece que proviene del alcalde socialista de Vitoria, pero no me hagan ustedes mucho caso, porque oye uno tantas sandeces al cabo del día que ya hasta se confunden las fuentes). Este último razonamiento es particularmente delirante. Porque, vamos a ver: ¿hay alguien que pretenda imponer el amor a la bandera, o la emoción ante ella, o las lágrimas cuando se iza o se arría? Lo que la ley estipula es que se exhiba en los lugares debidos, no que cada cual la lleve en lugar preferente de su corazón.
A mí la bandera no me estremece ni tampoco me acalora: sólo me interesa. Quiero verla en los edificios públicos porque es señal de que allí se está a mi servicio como ciudadano y se defienden mis derechos tal como la constitución y las demás leyes establecen, no como quiera algún caprichoso caciquillo provincial.
De igual modo, cuando sufro un accidente y veo un dispensario señalado por el emblema de la cruz roja, me siento animado por tal indicación. No porque se me salten las lágrimas al pensar en Henri Dunant y la admirable organización internacional que promovió –a quien estoy desde luego agradecido- sino porque bajo esa cruz roja encontraré vendas, linimentos y antibióticos que necesito para recobrar la salud. Si la bandera española se exhibiera solamente como expresión de sentimientos más o menos edificantes y patrióticos, el primero que pediría que la retirasen de los edificios públicos sería yo. Porque los sentimientos de cada cual no se imponen, pero tampoco está claro que daban interesarnos demasiado a los demás y desde luego es evidente que no eximen de cumplir las leyes.
Es chocante, por no decir algo más fuerte sobre la educación cívica de ciertos cargos públicos, que algunos socialistas tengan respecto a la bandera la misma opinión romántica e irracional que los nacionalistas: la ven no como símbolo de libertades, garantías, derechos y deberes ciudadanos sino como arrebatada expresión de amores o pertenencias esenciales. Por eso no la exhiben, por “respeto” a quienes no la sienten así…aunque ello ofenda y amenace a quienes la reclaman como símbolo constitucional y nada más. ¡Y encima se atreverán a llamar “ultras” a quienes protestan!