De Fernando Savater en la página de ¡Basta ya!
En los últimos meses, con motivo de la polémica sobre si las banderas deben o no figurar como la ley preceptúa en los edificios públicos, hemos hablado de la enseña nacional más que nunca… o que casi nunca. Se trata de una característica curiosa de nuestro país: en todos los demás que conozco, las leyes se dictan –tras debates más o menos prolongados entre las fuerzas políticas- para zanjar de una vez las discusiones y saber a qué atenerse. Aquí no: en España las leyes no cierran las polémicas sino que las inauguran y avivan. Que si deben aplicarse o no, que cuándo deben aplicarse, que a quién, que en qué condiciones políticas o sociales, etc… Incluso no faltan los que, muy decididos, se ponen de buena fe al margen de ellas con el consabido sonsonete de “¡a nadie se le puede obligar a…!”. Y nunca falta un catedrático de derecho constitucional para darles la razón, con argumentos ilógicos, inverosímiles pero perfectamente “técnicos”.
Uno de los últimos espacios institucionales en que se ha discutido sobre si la bandera debe estar o no dónde la ley manda es en la reunión de alcaldes de todo el Estado para elegir al presidente de la federación de municipios. Y ahí se han oído todo tipo de genialidades de los partidarios no de entrar al trapo sino de no sacarlo del armario. Desde que “no se puede pegar a nadie con el palo de la bandera”, mire usted que cosa, hasta que “no se puede imponer el sentimiento de aprecio por la bandera y que es mejor seducir que coaccionar” (esto último me parece que proviene del alcalde socialista de Vitoria, pero no me hagan ustedes mucho caso, porque oye uno tantas sandeces al cabo del día que ya hasta se confunden las fuentes). Este último razonamiento es particularmente delirante. Porque, vamos a ver: ¿hay alguien que pretenda imponer el amor a la bandera, o la emoción ante ella, o las lágrimas cuando se iza o se arría? Lo que la ley estipula es que se exhiba en los lugares debidos, no que cada cual la lleve en lugar preferente de su corazón.
A mí la bandera no me estremece ni tampoco me acalora: sólo me interesa. Quiero verla en los edificios públicos porque es señal de que allí se está a mi servicio como ciudadano y se defienden mis derechos tal como la constitución y las demás leyes establecen, no como quiera algún caprichoso caciquillo provincial.
De igual modo, cuando sufro un accidente y veo un dispensario señalado por el emblema de la cruz roja, me siento animado por tal indicación. No porque se me salten las lágrimas al pensar en Henri Dunant y la admirable organización internacional que promovió –a quien estoy desde luego agradecido- sino porque bajo esa cruz roja encontraré vendas, linimentos y antibióticos que necesito para recobrar la salud. Si la bandera española se exhibiera solamente como expresión de sentimientos más o menos edificantes y patrióticos, el primero que pediría que la retirasen de los edificios públicos sería yo. Porque los sentimientos de cada cual no se imponen, pero tampoco está claro que daban interesarnos demasiado a los demás y desde luego es evidente que no eximen de cumplir las leyes.
Es chocante, por no decir algo más fuerte sobre la educación cívica de ciertos cargos públicos, que algunos socialistas tengan respecto a la bandera la misma opinión romántica e irracional que los nacionalistas: la ven no como símbolo de libertades, garantías, derechos y deberes ciudadanos sino como arrebatada expresión de amores o pertenencias esenciales. Por eso no la exhiben, por “respeto” a quienes no la sienten así…aunque ello ofenda y amenace a quienes la reclaman como símbolo constitucional y nada más. ¡Y encima se atreverán a llamar “ultras” a quienes protestan!
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