De José María Ruiz Soroa en El País de 28 de noviembre de 2007
Las primeras palabras de la Constitución española, las que condensan lo que se ha llamado gráficamente "su fórmula", son que "España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho". Nuestro Estado de derecho no es el propio del liberalismo del siglo XIX, en el que la igualdad y la libertad tenían sólo un contenido negativo, de simple defensa ante el poder. No es ya así, sino que nuestro Estado de derecho se predica social y democrático, de forma que la libertad e igualdad deben ser reales y efectivas, y los poderes públicos deben remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud (artículo 9). Por eso, afirmar como hace el profesor Sánchez Cuenca que el Estado de derecho "es neutral o indiferente en cuanto a la organización territorial del poder" constituye un serio dislate. El Estado autonómico no está al margen del Estado social de derecho, sino a su servicio: el autogobierno es instrumental respecto al principio estructural de ciudadanía igual de todos los españoles, y nadie puede discutir hoy en día que la ciudadanía se construye con derechos no sólo defensivos sino también prestacionales.
Cuando el artículo 149-1-1º de la propia Constitución proclama que el Estado debe velar por el establecimiento de las condiciones básicas que garanticen la igualdad de todos los españoles en el ejercicio de los derechos y el cumplimiento de los deberes constitucionales está precisamente recogiendo ese carácter totalizador del Estado social de derecho. Y esa igualdad de derechos y deberes no se circunscribe a los derechos fundamentales, como afirma el profesor Sánchez Cuenca, sino que alcanza a todos los derechos y deberes constitucionales, concepto mucho más amplio que el anterior y que incluye todos los derechos recogidos en la Constitución, incluso los prestacionales, como el derecho a la salud o a la vivienda (Juan José Solozábal). Tal como el Tribunal Constitucional ha establecido (sentencia 37/87), debe existir una igualdad sustancial o básica del estatus de ciudadanía en todas las autonomías (un mínimo común), sin perjuicio de la diferencia autonómica de regulación. Igualdad no es homogeneidad.
Lo que en realidad sucede es que todo Estado federal, y el nuestro responde a esa inspiración, combina dos principios dispares: los de igualdad y diferencia. La igualdad remite al estatus básico de la ciudadanía, que no puede depender de su ubicación territorial: por eso, precisamente, somos un Estado de ciudadanos libres e iguales y no una serie de Estados diversos. La diferencia exige respetar la autonomía de cada Estado para regular su heterogeneidad. Si sólo primara la igualdad sería más lógico un Estado centralizado y homogéneo. Si sólo la diferencia, lo sería separar a los diversos Estados como entes independientes. La conjunción de ambos principios en una tensión fructífera es la clave del éxito del modelo federal. Pero no olvidando nunca que ninguno de ambos principios puede maximizarse ilimitadamente sin merma del otro.
Hoy asistimos en España a una magnificación unilateral y excesiva del principio de diferencia, que ha llegado a poner en riesgo en algunos aspectos al principio de libertad igual de los ciudadanos. Por ejemplo, determinadas políticas asimilacionistas en lo cultural están socavando la efectividad del principio de libertad de identidad en algunas comunidades, de manera que los ciudadanos no pueden desarrollar libremente su personalidad (artículo 10 CE) sino que están sometidos al dirigismo público. Véase como botón de muestra el estridente artículo 10 del Estatuto de Andalucía recientemente aprobado, que declara que es objetivo básico del Gobierno andaluz nada menos que "el afianzamiento de la conciencia de identidad andaluza"; objetivo que, dado que esa conciencia tiene su sitio ontológico en las neuronas del cerebro de los ciudadanos, autoriza al poder a una descarada intervención en el coto vedado de la libertad de personalidad de cada uno. Y lo que Andalucía declara pomposamente como una alharaca, otros lo practican en serio.
Igualmente, está sucediendo que los resultados reales de determinadas expresiones de la diferencia territorial, como es el caso del régimen de Concierto Económico vasco y navarro, están produciendo una disparidad inadmisible en el deber igual de soportar las cargas comunes y, en definitiva, creando privilegios fiscales para ciertos ciudadanos que exceden de lo admisible en un Estado federal. Como quien esto subscribe es vasco, no le duelen prendas en reconocerlo así: una cosa es el régimen mismo de Concierto como sistema de financiación y autogobierno fiscal, y otra muy distinta el resultado real que está generando.
No resulta extraño, por ello, que algunos ciudadanos salten a la arena pública para recordar que el principio de igualdad es tan consustancial al Estado federal como el de diferencia. Sus propuestas nos gustarán más o menos, estarán probablemente escoradas por el déficit que denuncian, pero nunca podremos afirmar con seriedad que se fundamentan en principios inexistentes: la igual libertad de los ciudadanos es el rasgo esencial de nuestro Estado social y democrático de Derecho.
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