Por José María Ruiz Soroa en El Correo de 12 de enero de 2008 (Aunque yo lo acabo de leer hoy, 21 de abril)
Lo más extraño de la polémica en la que, con un interés claramente electoralista, se han enzarzado últimamente el Gobierno y su prensa afín es la desaparición virtual de nada menos que 150.000 ciudadanos. En efecto, ése es el número de personas que los medios señalaban como asistentes a la manifestación pro familia cristiana y, por tanto, los que se supone defendían las ideas que allí se manifestaron. Pues bien, ¿con quién sin embargo polemiza el gobierno?, ¿a quién atribuye en exclusiva la defensa de esas ideas?, ¿a quién acusa de intentar imponer unos dogmas periclitados? Pues resulta que a los obispos, a la Iglesia, sin mencionar para nada a los ciudadanos en cuestión, que se han evaporado mágicamente de la escena.
Esta evaporación supone, en primer lugar, un ninguneo atroz. Pues a esos ciudadanos católicos se les está ignorando, se les está negando la voz en la plaza pública. Se supone que no son sino pobres marionetas en manos de los obispos, unos incautos manipulados por el clero. Es una salida muy cómoda: cuando la gente sale a la calle por causas que nos gustan son 'el pueblo', cuando lo hace por las que nos disgustan son 'las masas'. El pueblo es sujeto consciente, las masas son manipulación de los poderes ocultos. Resulta ciertamente sorprendente que un Gobierno tan pendiente del ejercicio activo de la ciudadanía, ignore sin más a tantos ciudadanos que exponen con todo derecho unas demandas ideológicas. Gustarán más o menos (a mí muy poco), pero tienen derecho, por lo menos, a un acuse de recibo.
Por otra parte, hacer desaparecer a los ciudadanos de la escena permite transmutar de raíz la cuestión que plantean. Porque se convierte en una polémica con la Iglesia, y así es fácil recurrir a los más sobados tópicos: la iglesia quiere imponernos su moral, la democracia es distinta de la fe, etcétera. Es un campo en que la victoria del 'laicismo' (concepto vago como pocos) está descontada de antemano. Pero es que la cuestión no es ésa, sino la de que un número no despreciable de ciudadanos proponen en público sus ideas sobre cómo regular la familia, el aborto o la enseñanza. Y en una democracia tienen derecho no sólo a proponerlas, sino también a que se les responda en un debate abierto y razonable. Y si se trata de una democracia 'deliberativa' como la que presume de perseguir el Gobierno, más aún. ¿O es que sólo se delibera con los afines?
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