viernes, 30 de mayo de 2008

La mala educación

Por Jordi Soler en El País de 18 de mayo de 2008

El endurecimiento de las medidas contra los inmigrantes que aparece cíclicamente en la agenda de la Unión Europea tiene mucho de amnesia y un buen porcentaje de ingenuidad, porque si algo demuestra la historia de los flujos y reflujos migratorios de todos los tiempos es que no hay ley, ni muro, ni forma de impedir la entrada de una persona que, con el irreprochable objetivo de alimentar a su familia, pretende introducirse en un país que le ofrezca mejores oportunidades que el suyo.

Europa, y aquí viene la amnesia, le debe la vida a todos esos europeos que emigraron a otras latitudes en busca de fortuna; el soplo que trajo el Nuevo Mundo fue crucial para la consolidación del Viejo Continente. ¿Qué hubiera sido de la hoy pujante y boyante Irlanda si en el siglo XIX, durante la gran hambruna, Estados Unidos hubiera "endurecido" las medidas contra los inmigrantes? Éste es un asunto de conciencia nacional con el que tendrán que lidiar en su momento los irlandeses. En cuanto a nosotros, en España también tenemos nuestra propia cuota de amnesia, que nos lleva a hacer cosas que, si nos ajustásemos a cualquier manual de urbanidad básica, serían calificados como esos actos impropios que hace la gente maleducada y malagradecida.

Ahora voy a recordar una historia que debiera ser inolvidable, máxime en estos momentos: en el año de 1937, en la sede de la Sociedad de Naciones, en Ginebra, todas las democracias del mundo hacían la vista gorda para no condenar el golpe de Estado del general Franco, ni la intervención de Alemania e Italia en la Guerra Civil española. El silencio y la pasividad de aquellos gobiernos frente al golpe contra la República legítimamente constituida fue, y sigue siendo, una vergüenza.

Sólo un país defendió entonces, contra viento y marea, al Gobierno de la República: México. El presidente Lázaro Cárdenas, a través de su embajador en Ginebra, Isidro Fabela, dijo, ante el pasmo de todos los demás, cosas como ésta: "El Gobierno mexicano no reconoce, ni puede reconocer, otro representante legal del Estado español que el Gobierno republicano". El resto guardó silencio con tanta disciplina que, unos años más tarde, el Gobierno golpista español conseguiría un asiento en la ONU, el organismo en que se convirtió la Sociedad de Naciones, como si se tratara de un gobierno normal, legítimamente elegido por el pueblo.

Lázaro Cárdenas sostenía que las personas que, por cualquier razón, tenían que abandonar su país debían ser recibidas por otro. Esto le parecía un principio de elemental humanidad, y guiado por este principio ofreció asilo a miles de inmigrantes,entre ellos, a decenas de miles de españoles que no sólo habían perdido la guerra sino también su país. Ante el fracaso de su embajador Fabela, cuyos esfuerzos por defender el Gobierno legítimo de Manuel Azaña fueron premiados con un sonoro silencio, Cárdenas abrió las puertas de México a cualquier inmigrante español, con profesión o sin ella, sin más trámite que la necesidad, o el deseo, de rehacer su vida y labrarse un porvenir en aquel lejano país de ultramar.

En estos días en que la Unión Europea endurece, un poco más, las medidas contra los inmigrantes "sin papeles", no está de más tener presente esta historia, que tiene apenas 70 años de antigüedad, y no está de más recordarla porque las normas comunes que salen de Bruselas, que intentan controlar el flujo de emigrantes que entra todos los días a Europa, no son más que una aproximación, un tanteo, a veces bastante torpe, que con frecuencia se agita según los aires políticos del momento.

Estados Unidos, que nos lleva décadas de ventaja en este tema, se ha cansado de construir muros y leyes y de inventar cuerpos de policía especiales, y aun así no ha podido encontrar la solución para que los emigrantes latinoamericanos dejen de colarse por sus fronteras. La inmigración es el peaje inevitable que tienen que pagar los países ricos, y todo lo que puede hacerse al respecto es, más o menos, acotarla. Porque sin este margen se caería en la persecución, en la criminalización del inmigrante, en la instauración de un Estado policiaco que iría en contra de lo que es Europa, un territorio donde ante todo se practican los valores de respeto de la dignidad humana, sin los cuales este continente se convertiría en un holding de empresarios dedicados a la multiplicación de sus riquezas.

Dentro del margen que el fenómeno exige, cada país europeo debe tener presente su propio historial migratorio, que es parte indisociable de su historia, una particularidad que no puede meterse en el saco general de medidas de la Unión Europea. Por ejemplo, España tiene responsabilidades con Latinoamérica que Irlanda no tiene, porque España, guste o no, es la madre patria de aquel continente y además, a lo largo de su historia, los españoles han emigrado con bastante normalidad a aquellos países; cosa que, hasta hace unos años, también sucedía a la inversa.

Pero aquel periodo idílico, de elemental justicia, se ha terminado: la urgencia europea por controlar el aterrizaje, o el desembarco, de los inmigrantes, ha provocado, entre otras cosas, que el Gobierno español pase por alto esos años, nada remotos, en los que para progresar, para ganarse mejor la vida, había que irse de España, había que emigrar a otro país.

Pondré como ejemplo el caso de un mexicano que quiera viajar a España, porque es el que mejor conozco, porque tiene que ver con esa historia de conmovedora solidaridad que protagonizó el presidente Lázaro Cárdenas, y porque ilustra perfectamente cómo las medidas contra el inmigrante se han endurecido de manera irracional. Setenta años después de aquella historia, todo mexicano que venga, no a quedarse, sino a pasear a España tiene que someterse a un control nada cortés en el aeropuerto de Barajas o en el de El Prat; un control en el que un oficial le exigirá que enseñe el billete de vuelta, una cantidad mínima de 57 euros por cada día de estancia, el comprobante de una reserva de hotel y, si se trata de un turista que viene a visitar a un familiar o amigo, es decir, que no se hospedará en un hotel, una carta de invitación que previamente ese sufrido familiar o amigo habrá tenido que ir a tramitar a la comisaría de su barrio. Hay que añadir, porque no sobra, que los mexicanos son una minoría en España; una minoría que no sólo no amenaza la integridad de la Unión Europea, sino que ni siquiera pinta en las estadísticas del Ministerio de Trabajo e Inmigración.

Estas medidas duras e inútiles, que se aplican sin ningún rubor tanto a los mexicanos como a la mayoría de los latinoamericanos, hijos todos de la madre patria, deberían pesar en la conciencia colectiva de España, que hoy es rica y próspera gracias a sus emigrantes y a sus inmigrantes. Olvidar esto, pasarlo por alto, es de gente mal educada.

No es tan difícil de entender

Por Soledad Gallego-Díaz en El País de 30 de mayo de 2008

Muchos políticos vascos tienen la costumbre de decir que no se puede comprender lo que ocurre en el País Vasco sin estar allí, sin compartir la realidad cotidiana de sus ciudades o pueblos o sin saber lo que pasa realmente por las cabezas de los dirigentes políticos locales. Es posible que tengan razón, pero la verdad es que, con una cierta práctica en el mundo de la política, española, europea, americana o mundial, se diría que lo que sucede ahora mismo en Euskadi es bastante fácil de entender.

Algo, sinceramente, muy poco original: un dirigente político, Juan José Ibarretxe, intenta mantenerse en el poder sea como sea, por encima de otros dirigentes de su propio partido, y por encima de sus propios compromisos anteriores. Por supuesto, la situación se reviste de una cierta épica e Ibarretxe se presenta como el paladín de una idea y un proyecto. Pero si se analiza desapasionadamente su actuación, se podría decir que Ibarretxe, que no se parece en nada a Mariano Rajoy, se está comportando en estos momentos de una manera bastante similar a la del dirigente del PP. Simplemente, está haciendo lo posible para evitar que le quiten el puesto que ocupa.

Y el PNV, que tiene una historia completamente distinta a la del PP, se está tropezando con el mismo problema que el Partido Popular. Un amplio sector piensa que sería mejor cambiar de candidato, pero al mismo tiempo sabe que no tiene a mano una alternativa mejor, capaz de desbancar al actual jefe, un jefe que ha demostrado que es bastante hábil en el manejo de aparatos, divisiones y tiempos.

El lehendakari sabe que quedará en una posición interna difícil, al alcance de sus detractores, si no consigue que el Parlamento vasco apruebe el proyecto de ley para la convocatoria de su famosa consulta. Para ello necesita el voto del Partido Comunista de la Tierras Vascas (del que ahora ya nadie duda que es una simple prolongación de Batasuna y que hará lo que ETA decida que haga). Así que, sin dudarlo un minuto, ha decidido formular dos preguntas que sean aceptables por el PCTV. La papeleta no contendrá ya una condena expresa de ETA ni del uso del asesinato político como arma electoral. Difícil mantener que todo este entramado tiene un alto contenido ético, como le gusta pregonar al lehendakari (justo cuando ETA ha comenzado una nueva etapa de asesinatos de dirigentes políticos no nacionalistas y de fuerzas de seguridad), pero no cabe duda que puede ser efectivo desde el punto de vista de sus intereses.

En cualquier caso, Ibarretxe sabe que tiene unas elecciones en puertas. Si su propuesta prospera, porque el Tribunal Constitucional paralizará la consulta. Y si no prospera, porque él mismo se ha comprometido a adelantarlas. Con las dos ambiguas preguntas de la papeleta, Ibarretxe habrá lanzado ya, una vez más, sus redes en el electorado abertzale.

¿Dónde van a ir los votos que obtuvo el PCTV en las elecciones autonómicas de 2005 si, como es probable, esa formación es declarada ilegal? Se trata nada menos que de 150.000 votos, prácticamente la mitad de los que obtuvo el propio PNV en las últimas elecciones generales. Ibarretxe, especialista en presentar simples políticas como si fueran principios, está intentado lo que ya ha hecho en otros muchos prolegómenos electorales: convertir las elecciones autonómicas en una especie de referéndum sobre la supervivencia del nacionalismo. Meter dramatismo y tensión para propiciar un clima de confrontación es algo muy antiguo y muy fácil de comprender. El objetivo es conseguir que buena parte de esos 150.000 votos vayan a parar a uno de los partidos del actual tripartito, lo que significa que terminen en el bolsillo del propio Ibarretxe. Muy sencillo y muy poco heroico.

Es posible que una parte del PNV hubiera preferido que las cosas se desarrollaran de otra manera a como se están desarrollando, pero es seguro también que no hará nada para evitarlo. Los aparatos de los partidos son generalmente muy cobardes. El recién estrenado presidente del PNV, Iñigo Urkullu, por ejemplo, ha quedado desautorizado porque aseguró públicamente hace menos de tres días que "la consulta incluirá un rechazo explícito a ETA; el PNV no puede ser ambiguo". Pero nadie espera que ese desaire se traduzca en un mal gesto. Las encuestas indican que Ibarretxe sigue siendo el político más popular del PNV y la experiencia les demuestra que el lehendakari es duro de pelar y muy capaz de aguantar (y ganar) pulsos de sus correligionarios. Así que, en realidad, en estos momentos, no importa lo más mínimo lo que ese sector piense.

miércoles, 21 de mayo de 2008

La desafección catalana

Por Juan Francisco Martín Seco en Estrella Digital de 21 de mayo (Leído en Reggio)

La mayoría de las veces se produce un considerable desfase temporal entre las decisiones y las consecuencias, de manera que resulta fácil hacerse la ilusión de que tales resultados, sobre todo si son nocivos, no existen. Los defensores del Estatuto de Cataluña —ya lo sean por convencimiento o por necesidad— han venido repitiendo que, una vez aprobado, no se han originado los efectos negativos que se habían previsto, como si estos se fueran a manifestar inmediatamente de manera mágica por la simple firma de un papel, y no se dilatasen en el tiempo según se fuese aplicando.

Las consecuencias del Estatuto de Cataluña, y del resto de estatutos que a su rebufo se han aprobado, van a perseguir al Gobierno y a su partido a lo largo de toda esta legislatura. Nada más celebrarse las elecciones, el problema ha vuelto a surgir en su aspecto más controvertido: el de la financiación. No vale el voluntarismo ni el meter la cabeza debajo del ala. No sirven fórmulas generalistas y piadosas tales como las de Zapatero anunciando que se mantendrán los principios de cohesión y solidaridad. Lo cierto es que, tal como está planteado, el problema es bastante insoluble. Es imposible contentar a todos y, aunque el presidente del Gobierno lo niegue, sí va a darse un enfrentamiento entre territorios.

Felipe González, en su artículo del pasado día 7 en el diario El País, proponía retrasar la cuestión, pero lo hacía en unos términos profundamente equivocados, enfrentando los gastos del Estado: infraestructuras, vivienda, etc., vinculados al ciclo económico, con los gastos sociales, principalmente sanidad y educación, que corresponden mayoritariamente a las Comunidades Autónomas y que en buena medida son independientes de la mayor o menor actividad económica. La crisis, concluía González, obliga a dar prioridad a los primeros y dejar por tanto la reforma del sistema de financiación para momentos mejores.

El error de tal planteamiento ha servido de cortina de humo tras la que se han escondido, primero, el presidente de la Generalitat y, más tarde, Zapatero. Ambos han salido en defensa de los gastos sociales. Montilla afirma, con bastante razón, que “la mejor inversión económica es la social” y el presidente del Gobierno insiste en que “es un debate para las personas, para la educación y la sanidad”.

En estos términos, el dilema, sin duda alguna, está mal planteado; no se trata de contraponer gastos sociales a gastos de infraestructuras ni siquiera los recursos de la Administración Central a los de las Autonomías. El principal contencioso es saber cómo se reparte la tarta entre las distintas Comunidades y si el acuerdo tiene que ser multilateral o, por el contrario, hay alguna privilegiada que con absoluto desprecio hacia las demás pretenda entenderse en solitario con el Estado, determinando así su cuota y obligando a las otras a repartirse el resto.

La contestación del señor Montilla —El País del día 12— al artículo citado de Felipe González rebosa de sofismas. Pasaré por alto su afirmación gratuita y sin pruebas acerca de que el desarrollo económico de España en las últimas décadas se debe al proceso de descentralización. Desde el punto de vista político, se puede discutir el carácter positivo o negativo del proceso autonómico. Sin embargo resulta bastante difícil negar que, desde la perspectiva económica, la descentralización ha tenido costes evidentes y múltiples disfuncionalidades.

Pero centrémonos en el vocablo solidaridad y su utilización indebida en lugar de la palabra justicia. En la política redistributiva, función esencial del Estado social, no se puede hablar de solidaridad sino de equidad e igualdad. Nadie emplearía la palabra solidaridad cuando Botín, las Koplowitz o cualquier otro multimillonario paga sus impuestos, ni para referirse al hecho de que todos estos ciudadanos y otros muchos de ingresos superiores a la media, contribuyan al Estado en mayor cuantía que la de los servicios o prestaciones que de él reciben.

La palabra solidaridad connota voluntariedad y gratuidad. Solo quien, desde el más radical liberalismo, da por buena la distribución que realiza el mercado puede ver en la política redistributiva del Estado un acto de solidaridad graciable de los ricos y no la necesaria compensación, aun cuando sea parcial, de la injusta distribución de la renta que realizan las fuerzas económicas. Los saldos positivos o negativos de las distintas Comunidades —lo que llaman indebidamente “balanzas fiscales”— no son más que la lógica y equitativa redistribución de la renta, resultado puramente automático de la redistribución personal que practican en un Estado moderno las políticas fiscal y social. Los que piden la reducción de estos saldos, lo que están reclamando implícitamente es que ambas políticas sean más regresivas.

El señor Montilla, en su artículo, sostiene que “ejercer la solidaridad es aportar más, pero no debe significar recibir menos”. No sé lo que exige la solidaridad —para algunos políticos catalanes muy poco— aunque lo que resulta evidente es que la concepción del Estado como democrático y social demanda que aquellos cuya renta sea superior a la media coticen más y perciban menos que aquellos cuyos ingresos sean menores. El señor Botín (y que me perdone don Emilio por citarle continuamente pero viene muy a cuento) no solo debe pagar más impuestos que la casi totalidad de los contribuyentes, sino recibir menos del Estado, ya que lógicamente sus necesidades sociales son menores. ¿Cómo extrañarnos de que los territorios con renta per cápita más elevada paguen más y reciban menos? Aunque el lenguaje así empleado es ya una trampa, en puridad, las Comunidades no son las que pagan y reciben sino los ciudadanos.

Por lo visto, para el señor Montilla la defensa de estas verdades puede conducirnos a situaciones peligrosas, a la desafección de Cataluña con respecto al resto de España. Habría que preguntarse por qué en otras Autonomías con un saldo más negativo no se producen esos planteamientos victimistas. ¿No será porque en ellas están ausentes el nacionalismo y aquellos políticos que promueven demagógicamente el enfrentamiento entre los territorios explotando los sentimientos populares? Tales políticos deberían plantearse si al promover la desafección de Cataluña respecto al resto de España no promueven también la del resto de España respecto a Cataluña.

Identidad

Por Elvira Lindo en El País de 21 de mayo de 2008

Un hombre, Juan Manuel Piñuel, muere asesinado por una bomba de ETA, y otro hombre, Juan José Ibarretxe, la máxima autoridad política de la tierra en que este hombre pierde la vida, analiza el asesinato lamentándose del terrible daño que hacen los terroristas con cada acto criminal a aquellos que desean profundizar en la identidad vasca. Leo semejante análisis en Internet, desde este otro país en el que vivo, y esas palabras se me representan como lo que son, una expresión impúdica de inhumanidad. Los furiosos defensores de lo identitario sostienen que sólo aquellos que aman a su país más que a sí mismos pueden opinar sobre estos asuntos. Los demás, los que no tenemos esa tendencia romántica, estamos deslegitimados. Mentira. No hay nada más sano que alejarse para contemplar el nubarrón de tufo ideológico. Conviene irse a Málaga, por ejemplo, la ciudad a la que llegó el cadáver del guardia civil que trabajaba duro en otra tierra para volver a esta suya algún día; conviene leer la frase, por ejemplo, en el barrio de El Palo para darse cuenta de lo que significa que un responsable político analice una muerte en relación a la pérdida o ganancia que supone para su maldito proyecto. Conviene mirar la frase desde lejos, analizarla sin que esté adornada por todos los delirios locales. La frase sola, en crudo. A ver quién es capaz de digerirla. Pero nos puede la costumbre. La frase es una de tantas. El muerto, un guardia civil. No es ese atentado contra el político o el periodista que saca a un pueblo entero a la calle. Cierto es que, como dijo el otro día el guardia civil Leoncio Sanz, del desamparo que sufrieron antaño a los funerales de ahora hay un trecho. Pero aún queda un largo camino. Queda que el pueblo que rodea al lehendakari le afee su frase, que le deje claro que la única identidad sagrada es la de la vida.

martes, 20 de mayo de 2008

La ingenuidad va por barrios

Por José María Ruiz Soroa en El Correo de 6 de mayo de 2008


Todavía queda gente que no se ha enterado de que Franco fue un enemigo declarado de las lenguas vernáculas y, entre ellas, del vascuence. Pero, por otro lado, también parecen existir entre nosotros personas que piensan que el desarrollo del conocimiento de este idioma en los últimos veinticinco años se ha debido a la voluntad entusiasta de la población. Que la matriculación masiva de los alumnos en modelos de enseñanza en euskera no ha tenido nada que ver con la obligación ni con la necesidad. Ni tampoco la reconversión de los profesores, pues ésta se habría producido por un espontáneo amor por la llamada ‘lengua propia’. Que sólo últimamente han empezado a producirse esporádicas protestas ante la obligación de estudiar en vascuence. Que antes todo habría sido paz y armonía. Uno se pregunta dónde han estado estas ingenuas personas para no enterarse de la realidad; y se responde que seguramente estaban en el mismo lugar que aquellas que no veían lo de Franco: estaban mirando para otro lado, es decir, mirando a favor de los vientos del poder.

Guste o no, la realidad es demasiado cruda para disimularla: un elevado porcentaje de población aprende y ha aprendido el euskera por pura y dura obligación. Obligación indirecta, desde luego, pero efectiva y concreta como pocas, dado que se ha instituido a través de los poderosos mecanismos del mercado laboral, cerrándolo en sus sectores más apetecibles para todo aquel que no acreditase el conocimiento de la lengua. Difundiendo entre la ciudadanía el mensaje sutil pero claro de que sin el conocimiento del vascuence sus hijos no podrían competir por el acceso a los mejores puestos de trabajo. Ni quizás a los peores. Convenciendo al profesorado de que, o se reciclaba lingüísticamente, o perdería su plaza y pasaría a desempeñar tareas de asistente de comedor. Valorando la lengua vernácula en las oposiciones por encima de los méritos profesionales ¿Para qué seguir! Tales han sido los medios utilizados para suscitar el entusiasmo de la población, desengáñense los ingenuos.

Por otro lado, a nadie se le oculta que no podía haber sido de otra manera. Siempre que pueden optar, la inmensa mayoría de las personas no aprenden un idioma distinto sino por una finalidad muy concreta: porque les aporta mayor capacidad de comunicación con más gente. La inmensa mayoría no aprendería espontáneamente un idioma como el euskera, sencillamente porque no aumenta su potencial comunicativo. ¿Para qué tener dos idiomas en una comunidad social en que todos tenemos ya el mismo? ¿Para hacer ahora en dos idiomas lo que antes ya hacíamos en uno? Extraño capricho. Sólo un pequeño sector de población, aquel para el cual el idioma tiene un valor simbólico o expresivo, lo aprendería esforzadamente aun nadando contra corriente.

Lo asombroso del caso no son los medios que se han utilizado para conseguir el espectacular incremento del euskera, dado que éstos sólo podían ser la coacción indirecta y la mezcla de palo y zanahoria. Lo asombroso es que tales medios hayan tenido y sigan teniendo pleno soporte legal y constitucional y, por ello, sean inobjetables desde un punto de vista estrictamente jurídico. Lo asombroso es que hayamos montado en España un sistema normativo que permite a las autoridades de turno organizar gigantescos experimentos de reconversión lingüística de enteras masas de población nada menos que a finales del siglo XX. Con la ley en la mano. Esto sí que es asombroso.

Desde el momento en que el art. 3º de la Constitución estableció que las lenguas de España distintas del castellano serían oficiales en cada Comunidad de acuerdo con su Estatuto, desde ese mismo momento, quedó abierto el experimento al que luego hemos asistido. Porque una vez que el euskera (pongan catalán, gallego, o bable según corresponda) se declara lengua oficial, sucede que los ciudadanos que lo hablan tienen derecho a dirigirse a la Administración en esa lengua; y a exigir que la Administración les hable en ella. Para lo cual los funcionarios deben conocerla, luego hay que exigirla como condición o mérito para el empleo. Vayan ustedes estirando del hilo de las consecuencias y llegarán a una conclusión bastante obvia: en el momento en que una lengua minoritaria se declara oficial con el mismo rango que la común, se está poniendo la primera piedra de la obligación de que a la larga todos los ciudadanos la aprendan y conozcan. Es así de inevitable.

¿Y qué se podía haber hecho, según usted? ¿Es que los euskaldunes no tienen los mismos derechos lingüísticos que los castellanohablantes? ¿Es que vamos a discriminar entre lenguas en el plano legal? Pues sí, exactamente es lo que pienso que se debería haber hecho si se hubiera atendido a la realidad sociolingüística del país, en lugar de a la voluntad nacionalista de construir la nación soñada. Tratar desigualmente a los desiguales no es discriminación, sino justicia, lo dijo ya Aristóteles. Y tanto en España como en Euskadi se ha ignorado a la hora de definir la política lingüística el dato de hecho más relevante al efecto: que todos, absolutamente todos, poseíamos ya una lengua común. Es por eso, ante todo y sobre todo, por lo que la cuestión arranca de una defectuosa conceptualización de la realidad sociolingüística vasca (o española). En efecto, se ha descrito a esta sociedad como una en que existían dos lenguas y dos clases de hablantes, los euskaldunes y los castellanoparlantes. Con lo que parecía obligado, por mor de igualdad, concederles los mismos derechos y el mismo estatus legal. Pero esta era una mala definición y peor clasificación, porque ignoraba algo trascendental: que la lengua castellana era común a todos los vascos, que todos la dominan. De manera que la forma correcta de clasificar a la sociedad era la de monolingües y bilingües, pues ese es el divisor de los ciudadanos: todos hablan castellano y algunos, además, hablan euskera.

En una sociedad así, los derechos lingüísticos no pueden por definición ser los mismos para los monolingües y los bilingües. El valor esencial de la lengua como instrumento de comunicación está garantizado para todos por la común. Todos tienen las mismas opciones de acceso a los servicios y oportunidades vitales. El valor expresivo que la otra lengua tiene para algunos (los que no desean ‘cambiar’ su habla de una a otra cuando sea necesario) es legítimo y atendible, pero nunca puede estar al mismo nivel que el derecho de los otros a no invertir tiempo, esfuerzo y oportunidades en aprenderla. Un valor simbólico para unos no puede llegar a justificar una carga tan real y pesada para otros. Conclusión: que habrían de hacerse todos los esfuerzos que demande la sociedad para conservar el euskera salvo el de imponerlo a quienes no desean conocerlo y usarlo. ¡Es que entonces casi nadie lo estudiaría!, dirán muchos con indignación. Pues sí, precisamente.

Reconozco de buen grado que mis ideas pueden resultar ofensivas, descarnadas e incluso injuriosas para muchos. Hasta tal punto el pensamiento hegemónico nacionalista se ha adueñado del imaginario colectivo que ya casi nadie es capaz de asombrarse ante hechos tan pasmosos como el de que la lengua que todos hablamos, la que nos permite entendernos a los vascos entre nosotros mismos, la lengua común universal para todos los conciudadanos, sea considerada como una ‘lengua ajena’. Y que la vernácula, que sólo una minoría conoce, sea nuestra ‘lengua propia’. Tiempos vendrán en que los estudiosos se maravillarán ante tan insólito caso de hipnosis colectiva de toda una sociedad.

Mientras tanto, y siempre con la ley en la mano, proseguirá la política lingüística asimilacionista. Como ya ha sucedido en Cataluña, la lengua vernácula mejorará de estatus y de ‘cooficial’ pasará a ser ‘la de uso preferente’. Es predecible, por lo menos mientras dure el experimento. Pero, por favor, un poco de caridad: que se nos ahorre la ingenuidad impostada de algunos cuando fingen creer en el entusiasmo de las masas.

Madrid está en Euskadi

Por Joseba Arregi en El Mundo de 20 de mayo de 2008 (Leído en Reggio)

Tenemos de nuevo al lehendakari preparando un viaje. Uno de los muchos que está realizando en los últimos años. La mayoría, hacia los lugares en los que exite diáspora vasca: ciudadanos que, perfectamente integrados en sus lugares de acogida, siendo fervientes ciudadanos estadounidenses, venezolanos, mexicanos, o argentinos -y sin ninguna tentación de dejar de serlo- mantienen una idea romántica de su País Vasco de origen, un lugar idealizado como la infancia, y de la que se aprovecha Ibarretxe para rascar los votos que quizá le hicieran falta para aprobar su plan.

Pero también ha acudido a Madrid en sus viajes, y hoy vuelve a Madrid. A hablar con Zapatero, para que éste le dé la bendición para que se vaya, pero para que se vaya con buena conciencia, con todas las bendiciones necesarias para seguir manteniendo el mito de que lo que mejor caracteriza a un nacionalista es su derecho innato a la buena conciencia.

El lehendakari acude a Madrid como si de un lugar ajeno a Euskadi se tratara. Va en busca de reconocimiento, del reconocimiento que los extraños le deben a uno mismo, en busca del que los extraños deben a los lugareños. Los lugareños son los vascos -y vascas-, pertenecientes a un pueblo milenario que ha guardado su identidad durante todo ese tiempo sin cambios, y que ahora reclaman de quien en los últimos tiempos se ha atrevido a entrometerse indebidamente en ese permanecer idéntido en el tiempo el reconocimiento para que puedan seguir su camino de permanencia en lo mismo durante todo el futuro.

Madrid se ha convertido para los nacionalistas en la metáfora de lo extraño a Euskadi, del elemento extraño en su, por lo demás, homogéneo corpus lingüístico, cultural, identitario y social. Madrid es madrastra. Madrid es opresión. Madrid es inculturación. Madrid es la bota. Madrid supone subordinación inaceptable de Euskadi a algo extraño. Madrid es la metáfora del extrañamiento del pueblo vasco para consigo mismo, parábola de la alienación que sufre el pueblo vasco. Madrid es aquello de lo que se tiene que librar Euskadi para ser ella misma, en plenitud de autorreconocimiento.

Ibarretxe acude a Madrid para recibir permiso para librarse de Madrid. Para poder volver a casa en el sentido pleno de la palabra: no sólo realizando los kilómetros que separan a la capital española de Vitoria, sino recorriendo hacia atrás, pero proyectado al futuro, el camino hacia una situación en la que el pueblo vasco lo era sin interferencia extraña alguna, en plena autoconciencia y atuoposesión de sí mismo. La vuelta de Ibarretxe del viaje de Madrid de nuevo a Euskadi es la vuelta a Itaca de Ulises como representante del pueblo griego, una vuelta que implica la adquisición de autoconciencia del pueblo griego.

Ya es contradictorio que Ibarretxe tenga que viajar a Madrid para encontrar allí el reconocimiento de lo que el pueblo vasco es, como si éste no fuera capaz de su propia autoconciencia sin que se lo refrende el extraño de los extraños, Madrid. Es como si el Athleti de Bilbao no adquiriera conciencia de su vasquidad plena si no gana la Liga española o la Copa del Rey.

Pero en realidad, Ibarretxe se podría quedar en casa. No necesitaría de tanto viaje. Lo que él considera extraño lo tiene en casa. Madrid está más cerca, lo tiene más cerca de lo que cree. Madrid está en Vitoria, está en Laguardia, está en Llodio, está en Bilbao, está en Guecho, está en Durango, está en San Sebastián, está en Lasarte, en Irún o en Pasajes. No hay sociedad vasca, no hay Euskadi sin Madrid, sin lo que para los nacionalistas representa Madrid: lo distinto al nacionalismo, lo distinto a la visión que los nacionalistas se hacen de Euskadi. No hay Euskadi sin Madrid -es decir, no hay Euskadi sin España-. Porque Madrid, y/o España, no son exteriores a la sociedad vasca, como no lo han sido en los muchos y largos últimos siglos.

Madrid y España están en Euskadi en la medida en que muchos ciudadanos vascos se sienten al mismo tiempo vascos y españoles. Madrid y España están en Euskadi en la medida en que muchos ciudadanos vascos hablan normalmente en español. Madrid y España están en Euskadi, son también Euskadi, en la medida en que más o menos la mitad de los ciudadanos vascos en las condiciones actuales -condiciones de miedo, de amenaza terrorista por quienes consideran España como la gran enemiga del pueblo vasco, condiciones de control extenso e intenso de los resortes sociales, políticos, laborales, financieros y culturales de la sociedad vasca por parte del nacionalismo imperante- son no nacionalistas, y no tienen ninguna voluntad de autolesionarse, de autodividirse, de proceder a una imposible purificación química de su compleja identidad.

Los viajes de Ibarretxe son huidas: huye de la realidad de la sociedad vasca, busca en interlocutores adecuados o imposibles lo que nunca obtendrá de la sociedad vasca en su conjunto, la renuncia a su complejidad, a su pluralismo, a su propia tradición, que no es una tradición de homogeneidad y soberanía, sino una tradición de doble lealtad, de doble patriotismo, de colaboración y de participación en ámbitos más amplios que Araba (Alava), Bizkaia (Vizcaya) y Gipuzkoa (Guipúzcoa).

La solución la tiene más cerca: en el pacto estatutario, en ese espíritu que propició el acuerdo del Estatuto de Guernica gracias al que el pueblo vasco como tal accedió a ser sujeto político unitario: unitario en la medida en que participa en el Estado español más amplio. Si no participa no es más sujeto, no llega ni siquiera a ser sujeto de nada. Porque no debiera olvidar Ibarretxe, tan dado él a recurrir a la Historia, que el pueblo vasco sólo ha estado unido como sujeto político en los dos momentos estatutarios, es decir, en los dos momentos de pacto consigo mismo: en 1936, cuando pactaron Aguirre y Prieto, y en 1979, cuando pactaron todos los partidos vascos menos AP, y con la enemiga violenta de ETA, siendo Juan Echeverría, de UCD, el encargado de llevar el pacto a Madrid, a depositarlo en el Congreso para su trámite parlamentario.

Ibarretxe se ha instalado en el centro de un torbellino que lo está consumiendo, a él y a su partido, amenazando con consumir, o al menos esterilizar, al conjunto de la sociedad vasca. Y sus muchos viajes, sus idas y venidas no son más que camuflaje de ese movimiento a toda velocidad en torno al núcleo absorbente del torbellino. La única forma que tiene de salir de esa espiral destructiva es reconociendo que fuera del torbellino de su propia argumentación autista existe una realidad, histórica, social, cultural, lingüística y política que le indica que Euskadi o es pactada internamente, o deja de existir. Y de esa alternativa no le puede sacar ningún personaje del -supuesto- exterior.

Euskadi es mucho más compleja de lo que permite el imaginario nacionalista. La sociedad vasca es mucho más rica, plural y mestiza de lo que se imagina Ibarretxe. La historia vasca es mucho más multidimensional de lo que pretende la interpretación histórica del nacionalismo y la idea simple que de la misma tiene Ibarretxe. Y a esa historia pertenencen, además, instituidos como víctimas asesinadas en nombre de un proyecto nacionalista por ETA, ciudadanos que han pasado a ser ciudadanos ejemplares por haber sido asesinados por el nacionalismo radical por ser obstáculos en el camino a un ideal de unidad, de homogeneidad, de pureza, de no mezcla, de autoafirmación simple. Son impedimentos que hacen imposible, ética y políticamente, el sueño absurdo de Ibarretxe.

Yo tampoco

Por Joseba Arregi en El Correo de 20 de mayo de 2008

El lehendakari Ibarretxe ha vuelto a pronunciar una de sus frases famosas, ha vuelto a repetir el lema fundamental de su tiempo como gobernante: 'No vamos a parar'. Se le ha llamado insistencialismo. Es una frase que viene pronunciada siempre en primera persona del plural. Descartado el plural mayestático que usa, por ejemplo, el Papa cuando dice 'nos', esa primera persona del plural de Ibarretxe implica que coinciden el yo del lehendakari con el yo colectivo de su partido, más el yo colectivo del pueblo vasco.

No soy nadie yo, como firmante de estas reflexiones, para poner en cuestión lo que constituye el yo del lehendakari. Puedo tener mis ideas explicativas respecto a su comportamiento, pero no hacen al caso. Tampoco soy nadie para referirme al yo colectivo de los miembros de su partido, del que me alejé por las razones que constituyen el núcleo de su mensaje desde hace algunos años. A pesar de todo, me permito dudar de que ese yo colectivo sea tan cerrado y sin fisuras.

Pero lo que sí reclamo es la posibilidad de poder declinar de otra forma el yo colectivo del pueblo vasco. Porque yo tampoco voy a parar. En singular. Sin saber si a ese singular le corresponde algún plural y si pudieran ser pocos o muchos quienes constituyeran ese plural. Pero yo tampoco voy a parar. No voy a parar en considerarme ciudadano. En pensar que ni el lehendakari me puede expulsar de un pueblo vasco constituido por ciudadanos. Porque yo no voy a parar en defender principios distintos a los del 'nos' del lehendakari, no voy a parar en mantener y desarrollar una visión de Euskadi distinta de la suya, una forma distinta de la suya de entender la sociedad vasca, una forma bien distinta de la suya de entender el pueblo vasco.

Sobre todo porque no voy a parar de defender la libertad ciudadana, la libertad de no sentirme incluido en ese pueblo vasco capitidisminuido que dice defender el lehendakari, no voy a parar de defender la libertad de identidad como traducción actual de la libertad religiosa. No voy a parar de defender la libertad de ser distinto, no respecto a algo exterior, no distinto a lo español -pues ello me obligaría a ser distinto respecto a un elemento constitutivo de la sociedad vasca, a jibarizarla-, sino respecto a quienes quieren imponerme una visión reduccionista de la sociedad vasca.

Y no voy a parar porque no me rindo. No me resigno a que la política vasca, el futuro de la sociedad vasca quede encerrada en el horizonte limitado de pensamiento que le ha quedado a determinado nacionalismo por no haber sabido digerir el fracaso de sus apuestas infantiles. Porque no me resigno a que el horizonte de lo pensable políticamente quede limitado a lo que el nacionalismo actual necesita para salir de un atolladero en el que se ha metido él solo.

No voy a parar -ya sé que poco puede un ciudadano contra la maquinaria institucional, contra la maquinaria partidaria y la maquinaria comunicativa pública a su servicio con la que puede contar el lehendakari- de pensar y de decir en público que no podemos seguir sometidos a la idea de que basta querer para que todo lo que se quiera sea posible. Uno está harto de escuchar que todo es cuestión de voluntad, especialmente de voluntad política: si se quiere, todo se puede cambiar, todo se puede conseguir, el cambio de marco, el cambio constitucional, decir no al Estado y decirle sí al mismo tiempo, reclamar la definición política de la sociedad vasca exclusivamente para los nacionalistas y al mismo tiempo afirmar que se quiere respetar el pluralismo y la complejidad de la sociedad vasca.

No se puede parar uno porque este tipo de omnipotencia laica, después de haber expulsado a los dioses fuera del espacio público, es peor que cualquier teocracia confesada. No puede parar uno porque ya está bien de que algunos jueguen a pequeños dioses a quienes les está permitido todo, pensar lo uno y su contrario, afirmar lo uno y su contrario, creerse con capacidad de superar todas las contradicciones. No puede uno parar porque es enfermizo tener que vivir bajo la creencia de que los nacionalistas actuales pueden conseguir lo que quieran con la bendición de quienes no son nacionalistas, porque son tan buenos ellos que la consecución de su fin será capaz de hacer felices incluso a los no nacionalistas.

No puede seguir la sociedad vasca sometida a la mentira y a la falacia de la omnipotencia laica del pensamiento nacionalista actual. No puede seguir la sociedad vasca permitiendo que su nombre sea tomado en vano. Y el lehendakari Ibarretxe toma el nombre de la sociedad -pueblo le llama siempre él- en vano cuando dice que lo que él reclama es que ese pueblo -la sociedad en términos democráticos- pueda decidir su futuro. Pero en realidad está reclamando que se convoque un referéndum en el que participan todos los ciudadanos vascos para ver quién es más grande y más fuerte, o el nacioalismo o el no nacionalismo. Y el que gane 'takes it all', se lleva todo, es decir, el derecho a decidir en solitario, sin los demás miembros de la sociedad vasca, el futuro del conjunto de la sociedad vasca. El tocomocho es más refinado que esta trampa y este engaño.

Las instituciones democráticas, los representantes institucionales, antes que nadie el propio lehendakari, debieran hacer pedagogía política: ninguna sociedad se define en términos democráticos desde la mayoría. Siempre el marco de convivencia se basa en acuerdos amplios entre diferentes concepciones de la sociedad en cuestión. Y una vez acordado el marco es cuando entra a funcionar el principio de mayoría. Entre el imposible de la voluntad general de Rousseau, construcción metafísica fuente de dictaduras, y la decisión por mayoría está el acuerdo entre diferentes como base para la definición política de una sociedad, especialmente cuando de sociedades complejas y no homogéneas se trata.

No es cuestión de miedo a la pregunta. Miedo a la pregunta la tiene aquél que permanentemente la adoba con la necesidad de la misma para conseguir la paz. Uno no puede parar, porque ya está más que harto y aburrido de este juego pornográfico entre la fórmula recetaria y cuasimilagrosa de la capacidad de decisión de los vascos y la desaparición de ETA. No debiera hacer falta ningún referéndum para aprobar no se sabe bien qué propuesta ética de rechazo a la violencia. Llega muy tarde alguno a ese rechazo, y quienes aún no han llegado deben ser apartados radicalmente, y sin recursos a la ética, del campo común de la democracia que exige -y es sobre todo y primariamente una exigencia de política democrática- la renuncia y la condena de la violencia ilegítima.

Y tampoco hace falta ningún referéndum para que los partidos vascos, los representantes de distintas formas de ver, entender, vivir e imaginarse lo que significa ser vasco, se pongan de acuerdo -recordando que ya se pusieron una vez de acuerdo, y aquel acuerdo sirvió para que hoy los nacionalistas se puedan llenar la boca de todo lo que la sociedad vasca ha conseguido-. Si el lehendakari, su partido, entienden que el pueblo vasco está subordinado a España, es porque piensan que todo lo que vincula a la sociedad vasca con España no son más que numerosos ciudadanos vascos, es que pretenden un pueblo sin esos ciudadanos, o con esos ciudadanos sometidos a la voluntad exclusivamente nacionalista.

Uno no puede parar porque está cansado de que el conjunto de la sociedad vasca esté atrapado involuntariamente en este viaje de los nacionalistas actuales hacia sí mismos, sometidos a ese ejercicio de autismo estéril, falsificador de la realidad, proclamando lengua principal a la minoritaria, llegando a exigir que los exámenes para Osakidetza se lleven a cabo en euskera, examen que, por cuestiones de lengua, dejaría a muchos miembros del propio Gobierno vasco fuera de sus puestos.

Yo no voy a parar, porque no necesito que nadie me reconozca mi identidad euskaldun, que como tal es parcial, porque convive en mí mismo perfectamente con mi identidad española, con mi identidad europea al participar también en identidades como la alemana, la francesa o la británica, por no hablar de la identidad grecorromana y hebrea. Yo no voy a parar porque no quiero que me reduzcan, que me jibaricen, que me impidan pensar la nación vasca como aquélla que es capaz de hacer sitio a los ciudadanos vascos reales, plurales y complejos cada uno en sí mismo, porque la otra, la que para ser pensada necesita renunciar a la mitad de los ciudadanos, no me interesa para nada.

Soy uno, un ciudadano, constituido por derechos y libertades, por su pertenencia a un Estado que no se reduce a una cultura y a una lengua, que no me impone una identidad, que me permite sentirme e identificarme como quiera, porque lo importante son las libertades y los derechos que como sujeto político tengo garantizados. Para reconocer todo esto el lehendakari no tiene que viajar a Madrid, a la capital del Estado, a entrevistarse con Zapatero. Basta con que mire en derredor suyo y viaje a la realidad de la sociedad vasca. Lo demás es en balde.

sábado, 17 de mayo de 2008

Mercadear con la esperanza

Por José María Ruiz Soroa en El Correo de 17 de mayo de 2008

Resulta inevitable que el fenómeno terrorista contamine a la política. Considerado en sí mismo, ese fenómeno es lo más importante que nos pasa a los vascos como sociedad desde hace cuarenta años. Y si es lo más importante que nos pasa, ¿cómo podría la política ignorarlo?

Ahora bien, aceptada esta inevitable relación entre terrorismo y política, lo importante es clarificar en qué modo se va a establecer. Porque caben muchas formas. Una, la más evidente es la de aceptar directamente la negociación y pago de un precio político a cambio de la desaparición del terrorismo. Han existido momentos y casos en que se ha optado por explorar esta vía, como sucedió en Loyola. Es el modelo en que «la política cede ante el terrorismo». Otra menos evidente es la de congelar el desarrollo político mientras dure el terrorismo, que de esta forma se convertiría en una especie de elemento de bloqueo político. Es la vía que defendió la política de Aznar durante algunos años: mientras exista ETA no pueden tratarse ciertos temas. El nacionalismo vasco se rebeló, en parte con razón, ante este modelo de «quieta la política mientras exista terrorismo».

Hay otro modelo, aunque haya sido poco explorado en nuestra práctica democrática: el de hacer política como si ETA no existiera, es decir, no concederle capacidad para bloquear el desarrollo autógeno de la sociedad vasca, pero tampoco para orientarlo ni condicionarlo. Es un modelo difícil porque, aunque suene a paradoja, sólo puede aplicarse si se parte de la previa aceptación común por todos los actores de que ETA ha existido realmente, y de que ha causado serias distorsiones en la autopercepción de la sociedad vasca. Distorsiones que es lo primero que debe corregirse si se quiere llegar a una sociedad política normalizada. La política «como si ETA no existiera» comienza por reparar los daños causados por una ETA que sí ha existido.

Por último, ha existido otro modelo, un modelo que parecía ya arrumbado por quienes más lo han utilizado. Es el modelo nacionalista de «aprovechamiento del terrorismo», que mientras condena sin paliativos la violencia (¡faltaba más!), presenta la satisfacción de sus particulares demandas como camino seguro para superarlo. Denme lo que pido porque así desaparecerá ETA, viene a decir. Las hemerotecas están ahí para demostrar fehacientemente cómo una y otra vez el nacionalismo pacífico ha legitimado en el pasado sus reivindicaciones particulares revistiéndolas de una capacidad mágica para resolver el problema de la violencia. Desde el Concierto Económico al Estatuto, desde la Ertzaintza al euskera, a la sociedad vasca se le ha vendido el autogobierno como una receta infalible para acabar con el terrorismo.

Ha habido un nacionalismo que desde hace tiempo abandonó este modelo, que lo repudió porque comprendió la profunda contradicción ética y política que envuelve tal juego. Josu Jon Imaz fue probablemente quien mejor supo encarnar el corte, llegando incluso a defender con gran lucidez la separación total, incluso temporal, entre el momento del final del terrorismo y el momento de la política.

Por eso, precisamente, suscita una profunda sensación de desánimo y hartazgo ver que estos días un lehendakari (nada menos que un lehendakari), con un cadáver de cuerpo presente, vuelve a asociar el éxito de sus recetas políticas nacionalistas y partidistas con el fin del terrorismo. Resulta estremecedor escuchar todavía hoy construcciones retóricas en las que se promete o insinúa que ETA desaparecerá si se dialoga con él, si se llega a acuerdos con él, si se arriesga con él, si se concede el derecho a decidir en su versión nacionalista. Es la peor imagen del nacionalismo pacífico, y ni siquiera la mayoría del PNV está ya de acuerdo con ese discurso

Negarse a perder la esperanza, no resignarse ante la violencia, no aceptarla como algo inevitable, son todas ellas posturas apreciables e incluso positivas, aunque estén algo teñidas de histrionismo facilón y de manual de autoayuda. Pero otra cosa muy distinta es vender esperanza a la sociedad cuando no se poseen los fondos para hacer frente a lo comprometido.

Insinuar que un pronunciamiento mayoritario antiterrorista de la sociedad vasca en un estrafalario referéndum podría coadyuvar al desistimiento de ETA constituiría una simple extravagancia si no fuera porque es una propuesta interesada y sectaria a favor de las propias estrategias políticas. Una estrategia en la que no se tiene en cuenta el más que probable efecto de realimentación a favor del terrorismo que provocará la polémica y el forcejeo en torno a la consulta (hasta sus conmilitantes se lo han advertido al lehendakari). Por eso precisamente, lo que podría verse al principio como una extravagancia o una equivocación se convierte al final en una auténtica estafa. De nuevo, es triste decirlo, en Euskadi se está mercadeando con la esperanza.

domingo, 11 de mayo de 2008

Yo escribo

Por David Grossman en Letras Libres de mayo de 2008 (originalmente publicado en The New York Times)

“Para nuestro regocijo o para nuestra desgracia, las contingencias de la realidad ejercen una gran influencia sobre lo que escribimos”, dice Natalia Ginzburg en su libro E’ difficile parlare di sé, en el capítulo donde trata sobre su vida y su escritura a raíz de una catástrofe personal.

Es difícil hablar de uno mismo, así que antes de hablar sobre mi experiencia en la escritura, en este momento de mi vida, quiero decir unas cuantas cosas sobre el impacto que una catástrofe, una situación traumática, tiene sobre una sociedad entera, sobre un pueblo entero.

De inmediato vienen a mí las palabras del ratón en Una pequeña fábula, de Kafka. Ese ratón que, conforme se acerca a la trampa y mientras el gato acecha por detrás, dice: “¡Ay!… El mundo se hace cada día más pequeño”.

Sí. Tras muchos años de vivir en la realidad desmesurada y violenta de un conflicto político, militar y religioso, puedo informarles con tristeza de que el ratón de Kafka tenía razón: el mundo, efectivamente, se vuelve más estrecho, más reducido con cada día que pasa.

Y también les puedo decir que un espacio vacío crece muy, muy lentamente entre la persona, el individuo, y la situación externa, violenta y caótica dentro de la cual vive. Esa situación que dicta su vida.

Dicho espacio nunca permanece vacío. Se llena rápidamente: con apatía, con cinismo, y más que nada con desesperanza, la desesperanza que alimenta las situaciones anómalas, favoreciendo su persistencia, en algunos casos incluso durante generaciones.

Desesperanza ante la imposibilidad de cambiar el estado reinante de las cosas, ante la imposibilidad de ser redimidos. Y la desesperanza que es aún más profunda: desesperanza ante las cosas que esta situación anómala saca a la luz, finalmente, en todos y cada uno de nosotros.

Siento que yo, y la gente que veo y que conozco a mi alrededor, llevamos una pesada carga, precio de este continuo estado de guerra. En él, el “área superficial” del alma que tiene contacto con el mundo violento y amenazante se encoge. La habilidad –y la disposición– de identificarse, incluso un poco, con el dolor de los otros se limita; el juicio moral se suspende. Casi todos sentimos desesperación ante la imposibilidad de llegar a comprender nuestros verdaderos pensamientos, inmersos como estamos en un estado de cosas que es demasiado aterrador y engañoso y complejo, tanto en términos morales como prácticos; de ahí que uno se convenza de que sería mejor no pensar, y opte por no saber… quizá esté mejor si dejo la tarea de pensar y de actuar y de establecer normas morales en manos de aquellos que, supuestamente, podrían saber más.

Pero ante todo, estoy mejor si no siento demasiado, al menos hasta que esto pase; y si no pasa, al menos habré aliviado en cierta medida mi sufrimiento, habré desarrollado una insensibilidad útil, me habré protegido lo mejor posible con ayuda de una pizca de indiferencia, una pizca de sublimación, una pizca de ceguera intencional, y grandes dosis de anestesia autoinfligida.

En otras palabras: debido al miedo perpetuo –y demasiado real– a resultar heridos, miedo a la muerte o a la pérdida insoportable, miedo incluso a la “mera” humillación, todos y cada uno de nosotros, ciudadanos del conflicto, prisioneros suyos, restringimos nuestra propia vitalidad, nuestro diapasón interno, mental y cognitivo, envolviéndonos siempre en capas protectoras que terminan por asfixiarnos.

El ratón de Kafka tiene razón: cuando el depredador se nos acerca, el mundo efectivamente se hace cada vez más pequeño. Y lo mismo sucede con el lenguaje que lo describe. A partir de mi experiencia puedo decir que el lenguaje con el que los ciudadanos de un conflicto sostenido describen su predicamento se vuelve progresivamente hueco cuanto más perdure la situación. Poco a poco, el lenguaje se convierte en una secuencia de clichés y eslóganes. Todo comienza con el lenguaje creado por las instituciones que administran el conflicto de manera directa: el ejército, la policía, los diferentes ministerios del gobierno; rápidamente el fenómeno se filtra a través de los medios de comunicación masiva que informan sobre el conflicto y que engendran un lenguaje aún más taimado, dirigido a narrar a su público la historia más fácil de digerir; finalmente, todo se cuela al lenguaje privado, íntimo, de los ciudadanos del conflicto, aunque ellos lo nieguen.

En realidad este proceso es totalmente comprensible: después de todo, la riqueza natural del lenguaje humano y su capacidad de tocar los más finos y delicados matices y fibras de la existencia puede herir profundamente en tales circunstancias, pues nos recuerda incesantemente la pródiga realidad que nos está siendo arrebatada, su verdadera complejidad, sus sutilezas.

Y cuando la situación parece irresoluble, conforme el leguaje utilizado para describir el estado de las cosas se vuelve hueco, su discurrir público mengua cada vez más. Lo que queda son las acusaciones mutuas, inmutables y banales, entre los enemigos, o entre los adversarios políticos dentro de un mismo país. Lo que queda son los clichés que usamos para describir a nuestro enemigo y a nosotros mismos; los clichés que son, en última instancia, una colección de supersticiones y generalizaciones burdas en las que nos encerramos y en las que entrampamos a nuestros enemigos. El mundo, efectivamente, se hace cada vez más pequeño.

Mis pensamientos no sólo se refieren al conflicto en Medio Oriente. En demasiadas partes del mundo, hoy día, miles de millones de personas se enfrentan a una “situación” de alguna clase en la que la existencia personal y los valores, la libertad y la identidad están, hasta cierto punto, bajo amenaza.

Casi todos nosotros tenemos una “situación” propia, una maldición propia. Cada uno de nosotros siente –o puede intuir– cómo nuestra “situación” especial puede convertirse rápidamente en una trampa que nos arrebatará la libertad, el sentido de hogar que nuestro país nos da, nuestro lenguaje privado, nuestro libre albedrío.

Es en esta realidad que nosotros, autores y poetas, escribimos. En Israel y en Palestina, en Chechenia y en Sudán, en Nueva York y en el Congo. En ocasiones, durante mi jornada de trabajo, después de varias horas de escribir, levanto mi cabeza y pienso: justo ahora, en este preciso momento, otro escritor a quien ni siquiera conozco está sentado, en Damasco o en Teherán, en Ruanda o en Dublín, justo como yo, practicando este peculiar y quijotesco oficio de creación, dentro de una realidad que alberga demasiada violencia y enajenación, indiferencia y abatimiento. Ahí tengo un aliado distante, que ni siquiera me conoce, pero juntos tejemos esta telaraña invisible que, no obstante, tiene un poder tremendo, un poder capaz de cambiar el mundo y de crear el mundo, el poder de hacer que los mudos hablen y el poder del tikun, de la restauración, en el sentido profundo que le da la Cábala.



En lo que a mí respecta, en la ficción que he escrito en años recientes he dado la espalda, casi intencionalmente, a la feroz realidad de mi país, esa realidad del último cable informativo. Ya antes había escrito libros sobre esta realidad, e incluso en años recientes nunca dejé de escribir sobre ella, nunca dejé de hacer un intento por comprenderla, en artículos y en ensayos y en entrevistas. Participé en decenas de protestas, en iniciativas internacionales por la paz. Me reuní con mis vecinos –algunos de ellos enemigos míos– en cada oportunidad que estimé cargada de posibilidad para el diálogo. Y, sin embargo, en años recientes, fruto de una decisión consciente, y casi a manera de protesta, no escribí sobre estas zonas de desastre en mi literatura.

¿Por qué? Porque quería escribir sobre otras cosas igualmente importantes, que no gozan del tiempo y de la pasión y de la completa atención de la gente cuando la guerra, casi eterna, retumba.

Escribí sobre los celos furiosos de un hombre por su esposa, sobre los niños sin techo en las calles de Jerusalén, sobre un hombre y una mujer que instauran un lenguaje privado que sólo a ellos les pertenece, casi hermético, dentro de una burbuja ilusoria de amor. Escribí sobre la soledad de Sansón, el héroe bíblico, sobre las finas e intrincadas relaciones entre las mujeres y sus madres y, en general, entre padres e hijos.

Hace unos cuatro años, cuando mi segundo hijo, Uri, estaba por unirse al ejército, no pude mantener mis viejas costumbres. Me bañó una sensación de urgencia y alarma que me dejó desencajado. Entonces comencé a escribir una novela que trata directamente la sombría realidad en la que vivo. Una novela que retrata la manera en que la violencia externa y la crueldad de la realidad general, política y militar, penetran el tejido blando y vulnerable de una sola familia, desgarrándola finalmente en jirones.

“Tan pronto uno escribe –dice Ginzburg– uno ignora milagrosamente las circunstancias concretas de la propia vida y, sin embargo, nuestra felicidad o nuestra miseria nos conducen a escribir de una cierta manera. Cuando estamos alegres nuestra imaginación es más dominante. Cuando estamos afligidos, el poder de nuestra memoria toma el control.”

Es difícil hablar sobre uno mismo, sobre todo cuando se trata de estos temas. Sólo diré lo que puedo decir en este momento, y desde el lugar donde me encuentro.

Escribo. A raíz de la muerte de mi hijo Uri, el verano pasado en la guerra entre Israel y Líbano, la conciencia de lo sucedido está presente en cada momento de mi vida. El poder de la memoria es realmente enorme y pesado, y por momentos tiene una cualidad paralizante. Sin embargo, el acto mismo de escribir en esos momentos crea un espacio para mí, una perspectiva que nunca he conocido antes, donde la muerte no es sólo la negación absoluta, unidimensional de la vida.

Los escritores que están aquí sentados en este auditorio lo saben: cuando escribimos, sentimos que el mundo se mueve, flexible, rebosante de posibilidades. Sin duda no está congelado. Dondequiera que la existencia humana perviva, no hay congelamiento ni hay parálisis y, de hecho, no hay statu quo. Incluso si en ocasiones erramos al pensar que hay un statu quo; incluso si algunos se empeñan en hacernos creer que existe un statu quo.

Cuando escribo, incluso ahora, el mundo no se cierra sobre mí, y no se hace cada vez más pequeño: muestra signos de apertura y de futuro.

Escribo. Imagino. El acto de imaginar por sí mismo me vivifica. No estoy congelado y paralizado ante el depredador.

Invento personajes. Por momentos me siento como si estuviera desenterrando a la gente del hielo con que la realidad los ha cubierto, pero quizás, más que nada, es a mí mismo a quien desentierro ahora.

Escribo. Siento la riqueza de posibilidades inherente a cualquier situación humana. Percibo mi capacidad de elegir entre ellas. La dulzura de la libertad, que creía perdida para mí. Me dejo llevar por la exuberancia de un lenguaje verdadero, personal, íntimo. Recuerdo el deleite de la respiración natural y plena cuando logro escapar de la claustrofobia del eslogan y el cliché. Súbitamente comienzo a respirar con ambos pulmones.

Escribo, y siento cómo el uso correcto y preciso de las palabras es a veces como una cura para la enfermedad. Una forma de purificar el aire que respiro de la turbiedad y las manipulaciones de los villanos de la lengua. Escribo y siento cómo la ternura y la intimidad que guardo respecto del lenguaje, en sus diversos estratos, su erotismo y su humor y su alma, me devuelven a la persona que solía ser, antes de que mi Ser fuese nacionalizado y confiscado por el conflicto, por gobiernos y por ejércitos, por la desesperanza y la tragedia.

Escribo. Me eximo de una dudosa y distintiva capacidad que se tiene en el estado de guerra en que vivo: la capacidad de ser un enemigo, de ser sólo un enemigo. Hago lo más que puedo por no escudarme ante la justedad y el sufrimiento de mi enemigo. Ni ante la tragedia y la confusión de su vida. Ni ante sus errores o sus crímenes, ni ante la conciencia de lo que yo mismo le inflijo. Y tampoco ante las sorprendentes similitudes que encuentro entre él y yo.

Súbitamente, no estoy condenado a esta dicotomía absoluta, falaz, sofocante, esa alternativa inhumana que dice: “sé víctima o agresor”, sin plantear una tercera opción, más humana. Cuando escribo puedo ser un ser humano con galerías naturales y vitales que conectan sus partes diversas; un ser humano que en parte se siente cercano al sufrimiento y la justedad de su enemigo, sin renunciar a un solo gramo de su propia identidad.

En ocasiones, cuando escribo, puedo recordar lo que todos sentimos en Israel, en un instante singular, cuando el aeroplano del presidente egipcio Anuar Sadat aterrizó en Tel Aviv, tras décadas de guerra entre las dos naciones: en ese momento, de pronto, descubrimos cuán pesada es la carga que llevamos toda nuestra vida, la carga de la enemistad y el miedo y la sospecha. La carga del estar permanentemente en guardia, la pesada carga de ser un enemigo en todo momento.

Y qué delicia fue liberarnos por un segundo de la inmensa armadura de la sospecha, el odio y el estereotipo, una delicia casi aterradora, estar ahí de pie, desnudos, casi puros, y presenciar cómo un rostro humano emergía de esta visión unidimensional con la que nos vimos los unos a los otros durante años.

Escribo. Le doy a un mundo externo y extraño mis palabras más íntimas y privadas. En cierto sentido, hago de ése mi mundo. En cierto sentido, regreso después de sentirme exiliado y extranjero para sentirme ahora en Casa. Así, ya estoy produciendo un pequeño cambio en lo que antes me parecía imposible de cambiar. Y cuando describo la más impenetrable arbitrariedad que signa mi destino –ya esté dicha arbitrariedad en manos de un hombre, o en manos del hado– descubro repentinamente nuevos matices, nuevas sutilezas. Descubro que el mero acto de escribir sobre la arbitrariedad me permite sentir una libertad de movimientos asociada a dicho acto. Siento que con el solo hecho de enfrentar la arbitrariedad me es otorgada la libertad –quizás la única libertad que un hombre pueda tener contra la arbitrariedad– la libertad de verter la propia tragedia en las propias palabras. La libertad de expresarse de forma diferente, nueva, ante eso que amenaza con encadenarnos e imponernos las definiciones limitadas, fosilizadas de la arbitrariedad.

Escribo también sobre lo que ya no puede volver. Y sobre eso para lo que no tenemos consuelo. También entonces, de una forma que aún encuentro inexplicable, las circunstancias de mi vida no se cierran sobre mí dejándome paralizado. Muchas veces cada día, cuando me siento ante mi escritorio, toco la aflicción y la pérdida como alguien que tocara la electricidad con sus manos desnudas y, sin embargo, no muero. No puedo entender cómo opera este milagro. Quizás una vez que termine de escribir esta novela trate de comprenderlo. Pero ahora no. Es muy pronto.

Escribo sobre la vida de mi tierra, Israel. Esa tierra torturada, desesperada, envenenada por una sobredosis histórica, por un exceso de emociones humanamente incontenibles, un exceso de acontecimientos desmesurados y tragedia, un exceso de ansiedad y de vigilia paralizante, un exceso de memoria, de esperanzas perdidas, circunstancias de un destino singular entre todas las naciones; esa tierra cuya existencia parece a veces una historia de proporciones míticas, una historia sobrehumana hasta tal punto que algo ya no funciona en su relación con la vida misma; una tierra cansada de la imposibilidad de llevar, algún día, la vida normal de un país entre otros, de una nación entre otras.

Nosotros, los escritores, pasamos por tiempos de desesperanza y tiempos de menosprecio hacia nosotros mismos. Nuestro trabajo es, en esencia, el trabajo de deconstruir la propia personalidad, de destruir algunos de los más arteros mecanismos de defensa que posee el hombre. Abordamos de manera voluntaria los más toscos, los más repulsivos, los más crudos materiales del alma. Nuestro trabajo nos conduce una y otra vez a reconocer nuestras taras, como humanos y como artistas.

Y, no obstante, he aquí el gran misterio y la alquimia de nuestras acciones: de alguna manera, tan pronto nuestra mano toca la pluma, o el teclado de la computadora, cesamos ya de ser la víctima impotente de eso, lo que sea, que nos esclavizaba y nos devaluaba antes de comenzar a escribir. Ya no más nuestro predicamento ni nuestros miedos privados, no más la “narrativa oficial” de nuestro país, ni el destino mismo.

Escribimos. El mundo no se cierra sobre nosotros. Qué afortunados somos. El mundo no se hace cada vez más pequeño.

Writing in the Dark

Por David Grossman en The New York Times de 13 de mayo de 2007

“To our joy or to our misery, the contingencies of reality have a great influence on what we write,” says Natalia Ginzburg in her book “It’s Hard to Talk About Yourself,” in the chapter in which she discusses her life and her writing in the wake of personal disaster.

It is hard to talk about yourself, and so before I describe my current writing experience, at this time in my life, I wish to make a few observations about the impact that a disaster, a traumatic situation, has on an entire society, an entire people. I immediately recall the words of the mouse in Kafka’s short story “A Little Fable.” The mouse who, as the trap closes on him, and the cat looms behind, says, “Alas . . . the world is growing narrower every day.”

Indeed, after many years of living in the extreme and violent reality of a political, military and religious conflict, I can report, sadly, that Kafka’s mouse was right: the world is, indeed, growing increasingly narrow, increasingly diminished, with every day that goes by. And I can also tell you about the void that is growing ever so slowly between the individual human being and the external, violent and chaotic situation within which he lives. The situation that dictates his life to him in each and every aspect.

And this void never remains empty. It is filled rapidly — with apathy, with cynicism and, more than anything else, with despair: the despair that fuels distorted situations, allowing them to persist on and on, in some cases even for generations. Despair of the possibility of ever changing the prevailing state of affairs, of ever being redeemed from it. And the despair that is deeper still — despair of what this distorted situation exposes, finally, in each and every one of us.

And I feel the heavy toll that I, and the people I know and see around me, pay for this ongoing state of war. The shrinking of the “surface area” of the soul that comes in contact with the bloody and menacing world out there. The limiting of one’s ability and willingness to identify, even a little, with the pain of others; the suspension of moral judgment. The despair most of us experience of possibly understanding our own true thoughts in a state of affairs that is so terrifying and deceptive and complex, both morally and practically. Hence, you become convinced, I might be better off not thinking and opt not to know perhaps I’m better off leaving the task of thinking and doing and establishing moral norms in the hands of those who might “know better.”

Most of all, I’m better off not feeling too much — at least until this shall pass. And if it doesn’t, at least I relieved my suffering somewhat, I developed a useful numbness, I protected myself as best I could with the help of a bit of indifference, a bit of sublimation, a bit of intended blindness and large doses of self-anesthetization.

In other words: Because of the perpetual — and all-too-real — fear of being hurt, or of death, or of unbearable loss, or even of “mere” humiliation, each and every one of us, the conflict’s citizens, its prisoners, trim down our own vivacity, our internal mental and cognitive diapason, ever enveloping ourselves with protective layers, which end up suffocating us.

Kafka’s mouse is right: when the predator is closing in on you, the world does indeed become increasingly narrow. So does the language that describes it. From my experience I can say that the language with which the citizens of a sustained conflict describe their predicament becomes progressively shallower the longer the conflict endures. Language gradually becomes a sequence of clichés and slogans. This begins with the language created by the institutions that manage the conflict directly — the army, the police, the different government ministries; it quickly filters down to the mass media that are reporting about the conflict, germinating an even more cunning language that aims to tell its target audience the story easiest for digestion; and this process ultimately seeps into the private, intimate language of the conflict’s citizens, even if they deny it.

Actually, this process is all too understandable: after all, the natural riches of human language, and their ability to touch on the finest and most delicate nuances and strings of existence, can hurt deeply in such circumstances, because they remind us of the bountiful reality of which we are being robbed, of its true complexity, of its subtleties. And the more this state of affairs goes on, and as the language used to describe this state of affairs grows shallower, public discourse dwindles further. What remain are the fixed and banal mutual accusations among enemies, or among political adversaries within the same country. What remain are the clichés we use for describing our enemy and ourselves; the clichés that are, ultimately, a collection of superstitions and crude generalizations, in which we capture ourselves and entrap our enemies. The world is, indeed, growing increasingly narrow.

My thoughts relate not only to the conflict in the Middle East. Across the world today, billions of people face a “predicament” of one type or other, in which personal existence and values, liberty and identity are under threat, to some extent. Almost all of us have a “predicament” of our own, a curse of our own. We all feel — or can intuit — how our special “predicament” can rapidly turn into a trap that would take away our freedom, the sense of home our country provides, our private language, our free will.

In this reality we authors and poets write. In Israel and Palestine, Chechnya and Sudan, in New York and in Congo. Sometimes, during my workday, after several hours’ writing, I lift my head up and think — right now, at this very moment, another writer whom I don’t even know sits, in Damascus or Tehran, in Kigali or in Belfast, just like me, practicing this peculiar, Don-Quixote-like craft of creation, within a reality that contains so much violence and estrangement, indifference and diminution. Here, I have a distant ally who doesn’t even know me, but together we weave this intangible cobweb, which nevertheless has tremendous power, a world-changing and world-creating power, the power of making the dumb speak and the power of tikkun, or correction, in the deep sense it has in kabbalah.

As for me, in recent years, in the fiction that I wrote, I almost intentionally turned my back on the immediate, fiery reality of my country, the reality of the latest news bulletin. I had written books about this reality before, and in articles and essays and interviews, I never stopped writing about it, and never stopped trying to understand it. I participated in dozens of protests, in international peace initiatives. I met my neighbors — some of whom were my enemies — at every opportunity that I deemed to offer a chance for dialogue. And yet, out of a conscious decision, and almost out of protest, I did not write about these disaster zones in my literature.

Why? Because I wanted to write about other things, equally important, which do not enjoy people’s complete attentiveness as the nearly eternal war thunders.

I wrote about the furious jealousy of a man for his wife, about homeless children on the streets of Jerusalem, about a man and a woman who establish a private, hermetic language of their own within a delusional bubble of love. I wrote about the solitude of Samson, the biblical hero, and about the intricate relations between women and their mothers, and, in general, between parents and their children.

About four years ago, when my second-oldest son, Uri, was to join the army, I could no longer follow my recent ways. A sense of urgency and alarm washed over me, leaving me restless. I then began writing a novel that treats directly the bleak reality in which I live. A novel that depicts how external violence and the cruelty of the general political and military reality penetrate the tender and vulnerable tissue of a single family, ultimately tearing it asunder.

“As soon as one writes,” Natalia Ginzburg says, “one miraculously ignores the current circumstances of one’s life, yet our happiness or misery leads us to write in a certain way. When we are happy, our imagination is more dominant. When miserable, the power of our memory takes over.”

It is hard to talk about yourself. I will only say what I can at this point, and from the location where I sit.

I write. In wake of the death of my son Uri last summer in the war between Israel and Lebanon, the awareness of what happened has sunk into every cell of mine. The power of memory is indeed enormous and heavy, and at times has a paralyzing quality to it. Nevertheless, the act of writing itself at this time creates for me a type of “space,” a mental territory that I’ve never experienced before, where death is not only the absolute and one-dimensional negation of life.

Writers know that when we write, we feel the world move; it is flexible, crammed with possibilities. It certainly isn’t frozen. Wherever human existence permeates, there is no freezing and no paralysis, and actually, there is no status quo. Even if we sometimes err to think that there is a status quo; even if some are very keen to have us believe that a status quo exists. When I write, even now, the world is not closing in on me, and it does not grow ever so narrow: it also makes gestures of opening up toward a future prospect.

I write. I imagine. The act of imagining in itself enlivens me. I am not frozen and paralyzed before the predator. I invent characters. At times I feel as if I am digging up people from the ice in which reality enshrouded them, but maybe, more than anything else, it is myself that I am now digging up.

I write. I feel the wealth of possibilities inherent in any human situation. I sense my ability to choose between them. The sweetness of liberty, which I believed that I had already lost. I indulge in the richness of true, personal, intimate language. I recall the delight of natural, full breathing when I manage to escape the claustrophobia of slogan and cliché. Suddenly I begin to breathe with both lungs.

I write, and I feel how the correct and precise use of words is sometimes like a remedy to an illness. Like a contraption for purifying the air, I breathe in and exhale the murkiness and manipulations of linguistic scoundrels and language rapists of all shades and colors. I write and I feel how the tenderness and intimacy I maintain with language, with its different layers, its eroticism and humor and soul, give me back the person I used to be, me, before my self became nationalized and confiscated by the conflict, by governments and armies, by despair and tragedy.

I write. I relieve myself of one of the dubious and distinctive capacities created by the state of war in which I live — the capacity to be an enemy and an enemy only. I do my best not to shield myself from the just claims and sufferings of my enemy. Nor from the tragedy and entanglement of his own life. Nor from his errors or crimes or from the knowledge of what I myself am doing to him. Nor, finally, from the surprising similarities I find between him and me.

All of a sudden I am not condemned to this absolute, fallacious and suffocating dichotomy — this inhumane choice to “be victim or aggressor,” without having any third, more humane alternative. When I write, I can be a human being whose parts have natural and vital passages between them; a human who is able to feel close to his enemies’ sufferings and to acknowledge his just claims without relinquishing a grain of his own identity.

Sometimes when I write, I can recall what we all felt in Israel, for one singular moment, when the airplane of the Egyptian president Anwar Sadat landed in Tel Aviv 30 years ago, after decades of war between the two nations: then, all of a sudden, we discovered how heavy is the load we carry all our lives — the load of enmity and fear and suspicion. The load of permanent guard duty, the heavy burden of being an enemy, at all times.

And what a delight it was, to remove for one moment the mighty armor of suspicion, hate and stereotype. It was a delight that was almost terrifying — to stand naked, pure almost, and witness a human face emerge from the one-dimensional vision with which we observed each other for years.

I write. I give intimate private names to an external and foreign world. In a sense, I make it mine. In a sense, I return from feeling exiled and foreign to feeling at home. By doing so, I am already making a small change in what appeared to me earlier as unchangeable. Also, when I describe the impermeable arbitrariness that signs my destiny — arbitrariness at the hands of a human being, or arbitrariness at the hands of fate — I suddenly discover new nuances, subtleties. I discover that the mere act of writing about arbitrariness allows me to feel a freedom of movement in relation to it. That by merely facing up to arbitrariness I am granted freedom — maybe the only freedom a man may have against any arbitrariness: the freedom to put your tragedy into your own words. The freedom to express yourself differently, innovatively, before that which threatens to chain and bind one to arbitrariness and its limited, fossilizing definitions.

And I write also about that which cannot be brought back. And about that which is inconsolable. Then, too, in a manner I still find inexplicable, the circumstances of my life do not close in on me in a way that would leave me paralyzed. Many times every day, as I sit at my desk, I touch on grief and loss like one touching electricity with his bare hands, and yet I do not die. I cannot grasp how this miracle works. Maybe once I finish writing this novel, I will try to understand. Not now. It is too early.

And I write the life of my land, Israel. The land that is tortured, frantic, drugged by an overdose of history, excessive emotions that cannot be contained by any human capacity, extreme events and tragedies, enormous anxiety and paralyzing sobriety, too much memory, failed hopes and the circumstances of a fate unique among all nations: an existence that sometimes appears to be a story of mythical proportions, a story that is “larger than life” to the point that something seems to have gone wrong with the relation it bears to life itself. A country that has become tired of the possibility of ever leading the standard, normal life of a country among countries, a nation among nations.

We writers go through times of despair and times of self-devaluation. Our work is in essence the work of deconstructing personality, of doing away with some of the most effective human-defense mechanisms. We treat, voluntarily, the harshest, ugliest and also rawest materials of the soul. Our work leads us time and again to acknowledge our shortcomings, as both humans and artists.

And yet, and this is the great mystery and the alchemy of our actions: In a sense, as soon as we lay our hand on the pen, or the computer keyboard, we already cease to be the helpless victims of whatever it was that enslaved and diminished us before we began to write. Not the slaves of our predicament nor of our private anxieties; not of the “official narrative” of our country, nor of fate itself.

We write. The world is not closing in on us. How fortunate we are. The world is not growing increasingly narrow.

David Grossman is the author most recently of Her Body Knows, a collection of two novellas. This essay is adapted from the Arthur Miller Freedom to Write Lecture, which he delivered at PEN’s World Voices Festival on April 29, 2007. It was translated from the Hebrew by Orr Scharf.