Por Elvira Lindo en El País de 21 de mayo de 2008
Un hombre, Juan Manuel Piñuel, muere asesinado por una bomba de ETA, y otro hombre, Juan José Ibarretxe, la máxima autoridad política de la tierra en que este hombre pierde la vida, analiza el asesinato lamentándose del terrible daño que hacen los terroristas con cada acto criminal a aquellos que desean profundizar en la identidad vasca. Leo semejante análisis en Internet, desde este otro país en el que vivo, y esas palabras se me representan como lo que son, una expresión impúdica de inhumanidad. Los furiosos defensores de lo identitario sostienen que sólo aquellos que aman a su país más que a sí mismos pueden opinar sobre estos asuntos. Los demás, los que no tenemos esa tendencia romántica, estamos deslegitimados. Mentira. No hay nada más sano que alejarse para contemplar el nubarrón de tufo ideológico. Conviene irse a Málaga, por ejemplo, la ciudad a la que llegó el cadáver del guardia civil que trabajaba duro en otra tierra para volver a esta suya algún día; conviene leer la frase, por ejemplo, en el barrio de El Palo para darse cuenta de lo que significa que un responsable político analice una muerte en relación a la pérdida o ganancia que supone para su maldito proyecto. Conviene mirar la frase desde lejos, analizarla sin que esté adornada por todos los delirios locales. La frase sola, en crudo. A ver quién es capaz de digerirla. Pero nos puede la costumbre. La frase es una de tantas. El muerto, un guardia civil. No es ese atentado contra el político o el periodista que saca a un pueblo entero a la calle. Cierto es que, como dijo el otro día el guardia civil Leoncio Sanz, del desamparo que sufrieron antaño a los funerales de ahora hay un trecho. Pero aún queda un largo camino. Queda que el pueblo que rodea al lehendakari le afee su frase, que le deje claro que la única identidad sagrada es la de la vida.
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