Por José María Ruiz Soroa en El Correo de 17 de mayo de 2008
Resulta inevitable que el fenómeno terrorista contamine a la política. Considerado en sí mismo, ese fenómeno es lo más importante que nos pasa a los vascos como sociedad desde hace cuarenta años. Y si es lo más importante que nos pasa, ¿cómo podría la política ignorarlo?
Ahora bien, aceptada esta inevitable relación entre terrorismo y política, lo importante es clarificar en qué modo se va a establecer. Porque caben muchas formas. Una, la más evidente es la de aceptar directamente la negociación y pago de un precio político a cambio de la desaparición del terrorismo. Han existido momentos y casos en que se ha optado por explorar esta vía, como sucedió en Loyola. Es el modelo en que «la política cede ante el terrorismo». Otra menos evidente es la de congelar el desarrollo político mientras dure el terrorismo, que de esta forma se convertiría en una especie de elemento de bloqueo político. Es la vía que defendió la política de Aznar durante algunos años: mientras exista ETA no pueden tratarse ciertos temas. El nacionalismo vasco se rebeló, en parte con razón, ante este modelo de «quieta la política mientras exista terrorismo».
Hay otro modelo, aunque haya sido poco explorado en nuestra práctica democrática: el de hacer política como si ETA no existiera, es decir, no concederle capacidad para bloquear el desarrollo autógeno de la sociedad vasca, pero tampoco para orientarlo ni condicionarlo. Es un modelo difícil porque, aunque suene a paradoja, sólo puede aplicarse si se parte de la previa aceptación común por todos los actores de que ETA ha existido realmente, y de que ha causado serias distorsiones en la autopercepción de la sociedad vasca. Distorsiones que es lo primero que debe corregirse si se quiere llegar a una sociedad política normalizada. La política «como si ETA no existiera» comienza por reparar los daños causados por una ETA que sí ha existido.
Por último, ha existido otro modelo, un modelo que parecía ya arrumbado por quienes más lo han utilizado. Es el modelo nacionalista de «aprovechamiento del terrorismo», que mientras condena sin paliativos la violencia (¡faltaba más!), presenta la satisfacción de sus particulares demandas como camino seguro para superarlo. Denme lo que pido porque así desaparecerá ETA, viene a decir. Las hemerotecas están ahí para demostrar fehacientemente cómo una y otra vez el nacionalismo pacífico ha legitimado en el pasado sus reivindicaciones particulares revistiéndolas de una capacidad mágica para resolver el problema de la violencia. Desde el Concierto Económico al Estatuto, desde la Ertzaintza al euskera, a la sociedad vasca se le ha vendido el autogobierno como una receta infalible para acabar con el terrorismo.
Ha habido un nacionalismo que desde hace tiempo abandonó este modelo, que lo repudió porque comprendió la profunda contradicción ética y política que envuelve tal juego. Josu Jon Imaz fue probablemente quien mejor supo encarnar el corte, llegando incluso a defender con gran lucidez la separación total, incluso temporal, entre el momento del final del terrorismo y el momento de la política.
Por eso, precisamente, suscita una profunda sensación de desánimo y hartazgo ver que estos días un lehendakari (nada menos que un lehendakari), con un cadáver de cuerpo presente, vuelve a asociar el éxito de sus recetas políticas nacionalistas y partidistas con el fin del terrorismo. Resulta estremecedor escuchar todavía hoy construcciones retóricas en las que se promete o insinúa que ETA desaparecerá si se dialoga con él, si se llega a acuerdos con él, si se arriesga con él, si se concede el derecho a decidir en su versión nacionalista. Es la peor imagen del nacionalismo pacífico, y ni siquiera la mayoría del PNV está ya de acuerdo con ese discurso
Negarse a perder la esperanza, no resignarse ante la violencia, no aceptarla como algo inevitable, son todas ellas posturas apreciables e incluso positivas, aunque estén algo teñidas de histrionismo facilón y de manual de autoayuda. Pero otra cosa muy distinta es vender esperanza a la sociedad cuando no se poseen los fondos para hacer frente a lo comprometido.
Insinuar que un pronunciamiento mayoritario antiterrorista de la sociedad vasca en un estrafalario referéndum podría coadyuvar al desistimiento de ETA constituiría una simple extravagancia si no fuera porque es una propuesta interesada y sectaria a favor de las propias estrategias políticas. Una estrategia en la que no se tiene en cuenta el más que probable efecto de realimentación a favor del terrorismo que provocará la polémica y el forcejeo en torno a la consulta (hasta sus conmilitantes se lo han advertido al lehendakari). Por eso precisamente, lo que podría verse al principio como una extravagancia o una equivocación se convierte al final en una auténtica estafa. De nuevo, es triste decirlo, en Euskadi se está mercadeando con la esperanza.
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