Por Joseba Arregi en El Mundo de 20 de mayo de 2008 (Leído en Reggio)
Tenemos de nuevo al lehendakari preparando un viaje. Uno de los muchos que está realizando en los últimos años. La mayoría, hacia los lugares en los que exite diáspora vasca: ciudadanos que, perfectamente integrados en sus lugares de acogida, siendo fervientes ciudadanos estadounidenses, venezolanos, mexicanos, o argentinos -y sin ninguna tentación de dejar de serlo- mantienen una idea romántica de su País Vasco de origen, un lugar idealizado como la infancia, y de la que se aprovecha Ibarretxe para rascar los votos que quizá le hicieran falta para aprobar su plan.
Pero también ha acudido a Madrid en sus viajes, y hoy vuelve a Madrid. A hablar con Zapatero, para que éste le dé la bendición para que se vaya, pero para que se vaya con buena conciencia, con todas las bendiciones necesarias para seguir manteniendo el mito de que lo que mejor caracteriza a un nacionalista es su derecho innato a la buena conciencia.
El lehendakari acude a Madrid como si de un lugar ajeno a Euskadi se tratara. Va en busca de reconocimiento, del reconocimiento que los extraños le deben a uno mismo, en busca del que los extraños deben a los lugareños. Los lugareños son los vascos -y vascas-, pertenecientes a un pueblo milenario que ha guardado su identidad durante todo ese tiempo sin cambios, y que ahora reclaman de quien en los últimos tiempos se ha atrevido a entrometerse indebidamente en ese permanecer idéntido en el tiempo el reconocimiento para que puedan seguir su camino de permanencia en lo mismo durante todo el futuro.
Madrid se ha convertido para los nacionalistas en la metáfora de lo extraño a Euskadi, del elemento extraño en su, por lo demás, homogéneo corpus lingüístico, cultural, identitario y social. Madrid es madrastra. Madrid es opresión. Madrid es inculturación. Madrid es la bota. Madrid supone subordinación inaceptable de Euskadi a algo extraño. Madrid es la metáfora del extrañamiento del pueblo vasco para consigo mismo, parábola de la alienación que sufre el pueblo vasco. Madrid es aquello de lo que se tiene que librar Euskadi para ser ella misma, en plenitud de autorreconocimiento.
Ibarretxe acude a Madrid para recibir permiso para librarse de Madrid. Para poder volver a casa en el sentido pleno de la palabra: no sólo realizando los kilómetros que separan a la capital española de Vitoria, sino recorriendo hacia atrás, pero proyectado al futuro, el camino hacia una situación en la que el pueblo vasco lo era sin interferencia extraña alguna, en plena autoconciencia y atuoposesión de sí mismo. La vuelta de Ibarretxe del viaje de Madrid de nuevo a Euskadi es la vuelta a Itaca de Ulises como representante del pueblo griego, una vuelta que implica la adquisición de autoconciencia del pueblo griego.
Ya es contradictorio que Ibarretxe tenga que viajar a Madrid para encontrar allí el reconocimiento de lo que el pueblo vasco es, como si éste no fuera capaz de su propia autoconciencia sin que se lo refrende el extraño de los extraños, Madrid. Es como si el Athleti de Bilbao no adquiriera conciencia de su vasquidad plena si no gana la Liga española o la Copa del Rey.
Pero en realidad, Ibarretxe se podría quedar en casa. No necesitaría de tanto viaje. Lo que él considera extraño lo tiene en casa. Madrid está más cerca, lo tiene más cerca de lo que cree. Madrid está en Vitoria, está en Laguardia, está en Llodio, está en Bilbao, está en Guecho, está en Durango, está en San Sebastián, está en Lasarte, en Irún o en Pasajes. No hay sociedad vasca, no hay Euskadi sin Madrid, sin lo que para los nacionalistas representa Madrid: lo distinto al nacionalismo, lo distinto a la visión que los nacionalistas se hacen de Euskadi. No hay Euskadi sin Madrid -es decir, no hay Euskadi sin España-. Porque Madrid, y/o España, no son exteriores a la sociedad vasca, como no lo han sido en los muchos y largos últimos siglos.
Madrid y España están en Euskadi en la medida en que muchos ciudadanos vascos se sienten al mismo tiempo vascos y españoles. Madrid y España están en Euskadi en la medida en que muchos ciudadanos vascos hablan normalmente en español. Madrid y España están en Euskadi, son también Euskadi, en la medida en que más o menos la mitad de los ciudadanos vascos en las condiciones actuales -condiciones de miedo, de amenaza terrorista por quienes consideran España como la gran enemiga del pueblo vasco, condiciones de control extenso e intenso de los resortes sociales, políticos, laborales, financieros y culturales de la sociedad vasca por parte del nacionalismo imperante- son no nacionalistas, y no tienen ninguna voluntad de autolesionarse, de autodividirse, de proceder a una imposible purificación química de su compleja identidad.
Los viajes de Ibarretxe son huidas: huye de la realidad de la sociedad vasca, busca en interlocutores adecuados o imposibles lo que nunca obtendrá de la sociedad vasca en su conjunto, la renuncia a su complejidad, a su pluralismo, a su propia tradición, que no es una tradición de homogeneidad y soberanía, sino una tradición de doble lealtad, de doble patriotismo, de colaboración y de participación en ámbitos más amplios que Araba (Alava), Bizkaia (Vizcaya) y Gipuzkoa (Guipúzcoa).
La solución la tiene más cerca: en el pacto estatutario, en ese espíritu que propició el acuerdo del Estatuto de Guernica gracias al que el pueblo vasco como tal accedió a ser sujeto político unitario: unitario en la medida en que participa en el Estado español más amplio. Si no participa no es más sujeto, no llega ni siquiera a ser sujeto de nada. Porque no debiera olvidar Ibarretxe, tan dado él a recurrir a la Historia, que el pueblo vasco sólo ha estado unido como sujeto político en los dos momentos estatutarios, es decir, en los dos momentos de pacto consigo mismo: en 1936, cuando pactaron Aguirre y Prieto, y en 1979, cuando pactaron todos los partidos vascos menos AP, y con la enemiga violenta de ETA, siendo Juan Echeverría, de UCD, el encargado de llevar el pacto a Madrid, a depositarlo en el Congreso para su trámite parlamentario.
Ibarretxe se ha instalado en el centro de un torbellino que lo está consumiendo, a él y a su partido, amenazando con consumir, o al menos esterilizar, al conjunto de la sociedad vasca. Y sus muchos viajes, sus idas y venidas no son más que camuflaje de ese movimiento a toda velocidad en torno al núcleo absorbente del torbellino. La única forma que tiene de salir de esa espiral destructiva es reconociendo que fuera del torbellino de su propia argumentación autista existe una realidad, histórica, social, cultural, lingüística y política que le indica que Euskadi o es pactada internamente, o deja de existir. Y de esa alternativa no le puede sacar ningún personaje del -supuesto- exterior.
Euskadi es mucho más compleja de lo que permite el imaginario nacionalista. La sociedad vasca es mucho más rica, plural y mestiza de lo que se imagina Ibarretxe. La historia vasca es mucho más multidimensional de lo que pretende la interpretación histórica del nacionalismo y la idea simple que de la misma tiene Ibarretxe. Y a esa historia pertenencen, además, instituidos como víctimas asesinadas en nombre de un proyecto nacionalista por ETA, ciudadanos que han pasado a ser ciudadanos ejemplares por haber sido asesinados por el nacionalismo radical por ser obstáculos en el camino a un ideal de unidad, de homogeneidad, de pureza, de no mezcla, de autoafirmación simple. Son impedimentos que hacen imposible, ética y políticamente, el sueño absurdo de Ibarretxe.
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