jueves, 31 de julio de 2008

Por El Roto en El País de 28 de julio de 2008

viernes, 25 de julio de 2008

Deadwood, Los Soprano, The Wire, el tesoro de HBO

Por Carlos Boyeroen El País de 25 de julio de 2008

Hubo una larga e indeseable época en este país en la que los cinéfilos tenían que cruzar fronteras si querían encontrar el paraíso. La censura y sus demenciales, retorcidos y mezquinos criterios prohibían el cine más deseable y polémico que se estaba haciendo en el mundo. Los privilegiados que habían tenido acceso a esas películas hablaban de ellas con el regocijo y la complicidad de los iniciados. Y provocaban mucha envidia. El mono te lo curaba un viaje anual al sur de Francia y el consecuente y apresurado atracón de esos títulos estigmatizados. También la comprobación de que entre ese cine pecador convivía lo mejor y lo peor, el escándalo barato y la auténtica transgresión, sensación de clasicismo y modas de inmediato olvido. Estoy hablando de los primeros años de la década de los 70, dominada por la inacabable vejez de aquel prodigio de mediocridad llamado Franco.

Treinta años después, las urgencias y los anhelos de la cinefilia más exigente tienen formato de series de televisión y la proveedora de la calidad extrema lleva el mitológico nombre de HBO. La censura palmó hace tiempo, pero el placer ante la contemplación de esas apasionantes series sigue demorándose en este país. Tienes entusiasmadas noticias de ellas a través de gente que vive en Estados Unidos o del pirateo selectivo en Internet, pero los que vivimos aquí o poseemos cavernícola e irremediable ignorancia en la técnica de descargar nuestros objetos del deseo, podemos morirnos de impaciencia o de aburrimiento antes de que esas series puedan verse en una televisión nacional (generalmente de pago) o de poder adquirir en una tienda el ansiado estuche de DVD, la forma más adecuada para disfrutar esos tesoros, sin pausas publicitarias, en versión original subtitulada, sin tener que esperar semana a semana el desarrollo y la continuidad de ese placer. Y el legado de HBO es de una riqueza, una heterodoxia y una audacia deslumbrantes. Su única regla fija es que todos sus inventos estén presididos por la inteligencia, el inconfundible sello de la casa. Ese nivel artístico no decae, desconoce los tiempos muertos. Cuando crees haber degustado la serie de tu vida te llegan informaciones fiables de que han parido otra que es tan buena o mejor que la anterior.

Cuando creía que era imposible superar el aroma y la profundidad de ese western impagable llamado Deadwood, la hipnótica complejidad al mostrar el anverso y el reverso de la mafia en Los Soprano, la tragicomedia cotidiana de una familia de funerarios en A dos metros bajo tierra, la intriga, violencia, traición y turbiedad como señas de identidad de la lucha por el poder en Roma, las esencias del mejor cine bélico en Hermanos de sangre, algunos amigos con ancestral buen gusto para el cine me contaron que HBO había producido una maravilla del género policíaco titulada The Wire. No exageraban.

En Estados Unidos están exhibiendo la quinta y última temporada de The Wire. Aquí, el canal TNT tuvo la agradable osadía de comenzar a programarla hace siete meses. Ignoro cuántos fanáticos ha conseguido, si la inversión está siendo rentable. Yo me enamoré de ella hace un par de años, al recibir en un anónimo sobre que llevaba sellos de Malasia la primera temporada, subtitulado el imposible argot de los narcotraficantes de Baltimore en el lenguaje coloquial de los hispanos de Estados Unidos. No fue un inconveniente demasiado serio para paladearla.

El éxtasis se ha prolongado con la visión de la segunda temporada. Me faltan tres más para saciar mi adicción. Y, por supuesto, tendré que conseguirlas en otro país. No intenten buscar esta serie genial en las estanterías de las tiendas españolas. No existe. Y ese desprecio, ignorancia o indiferencia del mercado nativo del DVD hacia esta obra de arte es más que alarmante. Es muy grave, es imperdonable. La importancia que imprime The Wire a las series de televisión es comparable a lo que supone para el cine la saga de El Padrino. A nadie le entraría en la cabeza que no estuviera a la venta en España la imperedecera trilogía que firmó Coppola.

¿Qué tiene de excepcional la serie que crearon David Simon y Ed Burns? Todo. Realismo de primera clase, personajes y situaciones que desprenden verdad, guiones en los que no falta ni sobra nada, un retrato de los mecanismos del narcotráfico y de la tan lógica como generalizada corrupción de las instituciones que crea un negocio tan sabroso como perdurable, actores enormemente veraces que jamás te dan la sensación de estar interpretando, villanos inquietantes y policías muy humanos empeñados en dignificar su complicada profesionalidad, el ritmo que necesita cada historia, rechazo radical de los tópicos y del edulcoramiento, una atmósfera admirable, estilo, talento, complejidad emocional, mordacidad, acción, gracia, tragedia, peligro, magia, horror, reflexión, todos esos dones con los que nos enamora ancestralmente el gran cine.

La última tragedia americana

Por Toni García en la Revista de Verano de El País de 25 de julio de 2008

La mejor serie de la historia. La mejor serie de la historia. La mejor serie de la historia. Empezó como una cantinela, se convirtió en un estribillo susurrado al oído y ha acabado siendo una letanía, un mantra que los fans recitan sin descanso.

La novela victoriana, la mitología griega, Shakespeare, Tolstoi, Eurípides, Sófocles y Esquilo, Pynchon y Dickens, todos y cada uno de ellos han sido mentados como referentes. Estamos hablando de televisión, aunque no lo parezca.

The Wire empezó a emitirse el 2 de junio de 2002. La serie era la hijastra de The Corner, la adaptación de un libro de David Simon y Ed Burns que hablaba de Baltimore, de su degradación, de la podredumbre de sus calles. El libro gustó a la cadena de televisión HBO, que decidió producir una miniserie. Poco tiempo después, los dos escritores presentaban un proyecto mucho más ambicioso cuya trama transcurría también en Baltimore: The Wire.

El título hacía referencia al sistema de escuchas que se utiliza -principalmente- para combatir el narcotráfico en Estados Unidos, pero al mismo tiempo era un juego de palabras sobre la conexión entre los diferentes ámbitos en los que se mueve el dinero de la droga, sus discípulos, las fuentes de donde mana, los tipos a los que influye.

The Wire no ha batido ningún récord de espectadores, ni siquiera ha podido competir en cifras con series menores (se desconocen sus cifras en on demand, ya que HBO es una cadena de televisión por cable y sus audiencias no son públicas), sin embargo hay pocas series tan alabadas, discutidas y comentadas.

Por ella han pasado escritores de la talla de George P. Pelecanos, Richard Price o Dennis Lehane; y personajes como John Connolly, Tom Waits (quien accedió a que su canción Way down the hole fuera utilizada en los créditos iniciales) o el mismísimo Barack Obama se han declarado incondicionales de la serie.

"Mis estándares en lo que a verosimilitud se refiere son simples y rigen mi prosa desde que empecé a escribir: que se joda el espectador medio". David Simon trataba así de explicar con claridad al escritor inglés Nick Hornby (autor de Fiebre en las gradas y Alta fidelidad y, cómo no, fanático de la serie) qué perseguía con el proyecto. "The Wire está violando un buen número de convenciones y tópicos de la televisión episódica", recalcaba el creador y guionista a Nick Hornby en la revista The Believer.

Simon es un hombre con historia: nacido en el seno de una buena familia y estudiante de suficiente, pronto sintió la llamada de la selva y se alistó en un periódico universitario (donde coincidió con David Mills, quien a la postre coescribiría algunos episodios de The Wire). Allí encontró un terreno fértil para su verbo cabreado y fue capaz de sacar de sus casillas a varios estudiantes y profesores, a los que no gustaba la mala leche del joven de Washington. Unos años después consiguió un empleo en el Baltimore Sun. "Me contrataron en el 84 y empecé a producir mis propias historias, muchas de ellas relacionadas con el crimen, la política...", cuenta el protagonista en un excelente artículo de Margaret Talbot -que califica a la serie de "cruzada"- en la revista The New Yorker. "Un día quedé en la biblioteca con un policía, un tío que podía ser una gran fuente para mis artículos". Aquel "tío" resultó ser Ed Burns, veterano de Vietnam y uno de los primeros detectives en los Estados Unidos en utilizar las escuchas en teléfonos privados y las cámaras ocultas de forma combinada. Uno de los peces gordos que cazó era un traficante llamado Melvin Williams. David Simon escribió la historia para el Sun.

Burns dejó la policía en 1991, después de 20 años de servicio, obsesionado con una vieja y alocada idea: ser maestro. En una entrevista que se puede leer en la web de HBO, éste confiesa que "en Baltimore siempre van cortos de profesores, así que si tienes dos piernas, dos brazos y dos ojos te suplican que trabajes para ellos".

Ese mismo año Simon publicó Homicide: A Life on the Street (que más tarde se convertiría en una serie de televisión) y casi al unísono los dos empezaron a escribir The corner: A Year in the Life of a City Inner-neighbourhood, una negrísima visión de los bajos fondos de la ciudad.

Simon ya era objeto de odio por parte de la clase política de Baltimore y de algunos activistas locales que creían que su propaganda negativa de la ciudad no llevaba a ninguna parte. En 1995 dejó el periódico por problemas de todo tipo con la dirección (sus antiguos jefes siguen tachándole de "obseso") y empezó a forjar la idea de crear "un universo entero" con núcleo en Baltimore. Poco después, el ex periodista y el ex policía (por aquel entonces ya ejerciendo de maestro) empezaban a escribir The Wire.

En una entrevista en la web CityPaper, Simon contaba: "Cuando presentamos el show a HBO les dijimos que no queríamos hacer otra de esas series de mierda sobre procedimientos policiales que están afectando a América en la actualidad". Una serie a la que, como explicaba Richard Plepler, copresidente de la cadena, a este periódico en Londres- nadie en Estados Unidos le hizo caso hasta la cuarta temporada. Fue entonces cuando todo el mundo empezó a hablar de ella".

De hecho, la BBC inglesa rechazó comprarla "por su complejidad", y lo mismo sucedió con otras muchas televisiones (en España TNT está emitiendo la tercera temporada) que recelaban de un proyecto con una treintena de personajes pululando, interminables líneas de diálogo, acción llevada a la mínima expresión y un lenguaje tan veraz que la perspectiva de tener que mirarla sin subtítulos se antojaba una pesadilla para cualquiera que no fuera de los barrios bajos de Baltimore.

Por aquel entonces ya se habían vuelto locos por The Wire los principales medios de comunicación del país, encabezados por The New York Times y su editor, Bill Keller (amigo de Simon y fan declarado). El periódico llegó a dedicar un editorial a la serie casi exigiendo a HBO que la emitiera hasta el final. Los rumores dicen que la cuarta temporada estuvo a punto de no llegar a emitirse.

Los periódicos Washington Post y Boston Globe y las revistas Slate y Entertainment Weekly la calificaron de "obra maestra" y de "hito para la historia de la televisión", y la cadena cumplió con su compromiso y creó "un producto que trasciende el ámbito de la televisión para convertirse en parte de la cultura popular", comentaba Michael Lombardo, presidente de operaciones de HBO para la costa Oeste en la presentación de la nueva parrilla de la cadena para 2009.

Ambientada en una ciudad/tugurio donde el sistema apesta y la justicia es una fulana, The Wire no trata de ocultar su condición de dedo en el ojo del ciudadano medio, de bofetón al político de turno y, en su última temporada, de patada en el trasero a la profesión periodística. "El periódico que retrata Simon es un microcosmos (...) una cultura corporativa que sacrifica la verdad en el altar de la negligencia", decía Brian Lowry en la revista Variety.

En la quinta entrega de la serie, el Baltimore Sun (y por extensión todas las redacciones del mundo) recibe el equivalente callejero a una paliza, cerrando el círculo que empezó en la primera temporada, donde un grupo de policías trataba de enchironar a Avon Barksdale y Stringer Bell, dos de los traficantes más poderosos de Baltimore chocando una y otra vez con el muro de la corrupción. Desde entonces, la serie ha clavado el bisturí a los sindicatos, policías, políticos, responsables del sistema educativo y (lo mejor para el final) periodistas.

Obviamente no todos han quedado contentos con la serie: en la web Goatmilk, el activista afroamericano Ishmael Reed calificó a David Simon de "neonazi", además de afirmar: "está utilizando a los niños de los barrios pobres e inventándose una nueva clase de ficción. Como en esos viejos dibujos animados racistas". Otros, como el alcalde de Baltimore, menosprecian The Wire en base a sus audiencias o "su discurso, que llama a la indiferencia". De hecho, el alcalde ha sugerido a Simon la posibilidad de irse a rodar a otra parte. Pero luego cambió de opinión al saber que, aunque la serie cambiara de ubicación, el guión seguiría aconteciendo en el mismo sitio, y además se perdería el dinero que The Wire dejaba en la ciudad.

Burns y Simon se trasladarán ahora a Nueva Orleans para rodar una historia sobre los músicos de la ciudad en la época post-Katrina, mientras que hace sólo unos días se estrenó en Estados Unidos (HBO) su último trabajo, Generation Kill, basado en el libro de Evan Wright sobre la primera división de marines que entró en combate en la guerra de Irak. Mientras tanto, y después de una espera de seis años, el espectador español podrá disfrutar de la primera temporada de The Wire sin tener que recurrir a triquiñuelas o compras cibernéticas: el 23 de septiembre, la serie aparece en DVD en nuestro país. La han rebautizado Bajo escucha. Ya era hora.

jueves, 24 de julio de 2008

Manifiesto por una lengua común

En El País de 23 de junio de 2008.

Desde hace algunos años hay crecientes razones para preocuparse en nuestro país por la situación institucional de la lengua castellana, la única lengua juntamente oficial y común de todos los ciudadanos españoles. Desde luego, no se trata de una desazón meramente cultural -nuestro idioma goza de una pujanza envidiable y creciente en el mundo entero, sólo superada por el chino y el inglés- sino de una inquietud estrictamente política: se refiere a su papel como lengua principal de comunicación democrática en este país, así como de los derechos educativos y cívicos de quienes la tienen como lengua materna o la eligen con todo derecho como vehículo preferente de expresión, comprensión y comunicación.

Como punto de partida, establezcamos una serie de premisas:

1. Todas las lenguas oficiales en el Estado son igualmente españolas y merecedoras de protección institucional como patrimonio compartido, pero sólo una de ellas es común a todos, oficial en todo el territorio nacional y por tanto sólo una de ellas -el castellano- goza del deber constitucional de ser conocida y de la presunción consecuente de que todos la conocen. Es decir, hay una asimetría entre las lenguas españolas oficiales, lo cual no implica injusticia (?) de ningún tipo porque en España hay diversas realidades culturales pero sólo una de ellas es universalmente oficial en nuestro Estado democrático. Y contar con una lengua política común es una enorme riqueza para la democracia, aún más si se trata de una lengua de tanto arraigo histórico en todo el país y de tanta vigencia en el mundo entero como el castellano.

2. Son los ciudadanos quienes tienen derechos lingüísticos, no los territorios ni mucho menos las lenguas mismas. O sea: los ciudadanos que hablan cualquiera de las lenguas cooficiales tienen derecho a recibir educación y ser atendidos por la administración en ella, pero las lenguas no tienen el derecho de conseguir coactivamente hablantes ni a imponerse como prioritarias en educación, información, rotulación, instituciones, etc... en detrimento del castellano (y mucho menos se puede llamar a semejante atropello «normalización lingüística»).

3. En las comunidades bilingües es un deseo encomiable aspirar a que todos los ciudadanos lleguen a conocer bien la lengua cooficial, junto a la obligación de conocer la común del país (que también es la común dentro de esa comunidad, no lo olvidemos). Pero tal aspiración puede ser solamente estimulada, no impuesta. Es lógico suponer que siempre habrá muchos ciudadanos que prefieran desarrollar su vida cotidiana y profesional en castellano, conociendo sólo de la lengua autonómica lo suficiente para convivir cortésmente con los demás y disfrutar en lo posible de las manifestaciones culturales en ella. Que ciertas autoridades autonómicas anhelen como ideal lograr un máximo techo competencial bilingüe no justifica decretar la lengua autonómica como vehículo exclusivo ni primordial de educación o de relaciones con la Administración pública. Conviene recordar que este tipo de imposiciones abusivas daña especialmente las posibilidades laborales o sociales de los más desfavorecidos, recortando sus alternativas y su movilidad.

4. Ciertamente, el artículo tercero, apartado 3, de la Constitución establece que «las distintas modalidades lingüísticas de España son un patrimonio cultural que será objeto de especial respeto y protección». Nada cabe objetar a esta disposición tan generosa como justa, proclamada para acabar con las prohibiciones y restricciones que padecían esas lenguas. Cumplido sobradamente hoy tal objetivo, sería un fraude constitucional y una auténtica felonía utilizar tal artículo para justificar la discriminación, marginación o minusvaloración de los ciudadanos monolingües en castellano en alguna de las formas antes indicadas.

Por consiguiente los abajo firmantes solicitamos del Parlamento español una normativa legal del rango adecuado (que en su caso puede exigir una modificación constitucional y de algunos estatutos autonómicos) para fijar inequívocamente los siguientes puntos:

1. La lengua castellana es COMUN Y OFICIAL a todo el territorio nacional, siendo la única cuya comprensión puede serle supuesta a cualquier efecto a todos los ciudadanos españoles.

2. Todos los ciudadanos que lo deseen tienen DERECHO A SER EDUCADOS en lengua castellana, sea cual fuere su lengua materna. Las lenguas cooficiales autonómicas deben figurar en los planes de estudio de sus respectivas comunidades en diversos grados de oferta, pero nunca como lengua vehicular exclusiva. En cualquier caso, siempre debe quedar garantizado a todos los alumnos el conocimiento final de la lengua común.

3. En las autonomías bilingües, cualquier ciudadano español tiene derecho a ser ATENDIDO INSTITUCIONALMENTE EN LAS DOS LENGUAS OFICIALES. Lo cual implica que en los centros oficiales habrá siempre personal capacitado para ello, no que todo funcionario deba tener tal capacitación. En locales y negocios públicos no oficiales, la relación con la clientela en una o ambas lenguas será discrecional.

4. LA ROTULACION DE LOS EDIFICIOS OFICIALES Y DE LAS VIAS PUBLICAS, las comunicaciones administrativas, la información a la ciudadanía, etc... en dichas comunidades (o en sus zonas calificadas de bilingües) es recomendable que sean bilingües pero en todo caso nunca podrán expresarse únicamente en la lengua autonómica.

5. LOS REPRESENTANTES POLITICOS, tanto de la administración central como de las autonómicas, utilizarán habitualmente en sus funciones institucionales de alcance estatal la lengua castellana lo mismo dentro de España que en el extranjero, salvo en determinadas ocasiones características. En los parlamentos autonómicos bilingües podrán emplear indistintamente, como es natural, cualquiera de las dos lenguas oficiales.

Firmado por Mario Vargas Llosa, José Antonio Marina, Aurelio Arteta, Félix de Azúa, Albert Boadella, Carlos Castilla del Pino, Luis Alberto de Cuenca, Arcadi Espada, Alberto González Troyano, Antonio Lastra, Carmen Iglesias, Carlos Martínez Gorriarán, José Luis Pardo, Alvaro Pombo, Ramón Rodríguez, José Mª Ruiz Soroa, Fernando Savater y Fernando Sosa Wagner.

Contramanifiesto por las lenguas cooficiales

Por la Federación de Asociaciones de Escritores GALEUSCA (Asociación de Escritores en Lengua Catalana (AELC), Asociación de Escritores en Lengua Gallega (AELG) y la Asociación de Escritores en Lengua Vasca (EIE)) en El Mundo (leído en Reggio).

Ante el discurso pretendidamente homogeneizador y centralista que subyace en el Manifiesto por la Lengua Común, la Federación de Asociaciones de Escritores GALEUSCA manifiesta que:

1. La realidad plurilingüe que conforma y da existencia al estado español, lejos de ser entendida como una «asimetría» o deficiencia per se, reproduce de una manera transparente una diversidad lingüística y cultural común a la mayoría de estados que conforman la Europa plurilingüe.

2. El gallego, el euskara y el catalán no son «inventos» de ahora, sino lenguas que fueron normales en sus territorios y sociedades respectivas durante centenares de años. Su desnormalización, su pérdida de usos públicos, no se produjeron de manera «natural», sino por invasión de la lengua que fue decretada como oficial del estado, sin ninguna consulta ni acuerdo previos.

3. El artículo 3 de la Constitución española garantiza la presencia de esta lengua común para todos los habitantes del estado, mediante la exigencia a todos los ciudadanos de la obligación de conocer el castellano. Todos los ciudadanos de Galicia, Euskadi y los Países Catalanes asumen en la práctica esta exigencia, ya que no hay nadie que no tenga una buena competencia del castellano, independientemente de que lo tengan como primera lengua o segunda. En cambio, por lo que respecta al gallego, al euskara y al catalán, la legislación no prevé la obligación de ser conocidos en sus respectivos territorios, cosa que establece una asimetría en los derechos lingüísticos de los ciudadanos que quieren ejercer el derecho, que se les reconoce, a usarlos.

4. El gallego, el euskara y el catalán también son lenguas oficiales en sus territorios, que es lo mismo que decir que son lenguas propias de aproximadamente el 40% de la población del estado español. Estos códigos lingüísticos, legítimos y en los que se reconoce el recorrido y la expresividad de un pueblo y de una cultura, son instrumentos de comunicación igualmente «democrática», herramientas de relación interpersonal útiles y necesarias para la sociedad que las sustenta.

5. El derecho al uso público, en todas las instancias, de la lengua propia está reconocido en todas las legislaciones democráticas del mundo. En el ámbito europeo, hace falta que recordemos la Carta Europea de las Lenguas Regionales o Minoritarias (aprobada y ratificada por el estado español) o la Declaración Universal de Derechos Lingüísticos, aprobada por unanimidad por el Congreso de los Diputados.

6. La visión anuladora que desde la enriquecedora realidad plurilingüe española se transmite desde el Manifiesto nos hace pensar en la similitud de tesis de la etapa franquista; un estado, una lengua y, consecuentemente, reforzar los planteamientos diferenciadores entre ciudadanos de primera y segunda por razones de lengua. La competencia plurilingüe, también para los ciudadanos españoles nacidos en comunidades autónomas con una única lengua oficial, siempre será una clave que abra el mundo, que abra las fronteras del respeto por el otro desde la interpretación de una equidad entre los seres humanos, independientemente de su lugar de nacimiento, de residencia y de lengua propia. Además, el Manifiesto parte de una premisa que no se corresponde con la realidad, ya que en ningún caso el castellano corre ningún peligro en todo el territorio del estado.

7. El aprendizaje de las lenguas, además de la propia, ha de ser entendido siempre en sentido positivo y como sinónimo de enriquecimiento del individuo, ya que el aprendizaje plurilingüe estimula la expresividad y el conocimiento de las personas. En el caso de Galicia, Euskadi y los Países Catalanes es imprescindible que la población sea competente en las dos lenguas oficiales, para que cada uno pueda decidir libremente cuál de ellas utilizará en los diferentes ámbitos y situaciones. Es decir, la doble competencia es imprescindible para garantizar la libertad lingüística.

8. Para garantizar esta utilización libre de las lenguas hacen falta medidas surgidas de una política lingüística adecuada. Es decir, para garantizar los derechos que tenemos también los hablantes del catalán, el euskara y el gallego se necesitan políticas lingüísticas que creen las condiciones para ejercerlos, tal y como dictó el Tribunal Constitucional en la sentencia 334/1994 cuando «avala un trato desigual, que no discriminatorio, para las dos lenguas oficiales en función del carácter propio de una de ellas que precisa de una acción normalizadora que ha de implicar, necesariamente, acciones de soporte singularizado».

9. Las políticas lingüísticas aplicadas al ámbito educativo en las comunidades bilingües, tienen como objetivo conseguir que el alumnado logre una buena competencia en las dos lenguas oficiales, independientemente de cuál sea la lengua familiar. Para conseguir este objetivo, hace falta desarrollar planificaciones lingüísticas que garanticen la consecución y que pasen, necesariamente, por la utilización vehicular mayoritaria de la lengua más desfavorecida socialmente. Y eso, en lugar de ir contra la libertad lingüística es, precisamente, una actuación imprescindible para garantizar esta libertad lingüística.

10. Las escritoras y los escritores gallegos, vascos y catalanes PROCLAMAN nuestra voluntad de continuar escribiendo en nuestras lenguas y de contribuir al proceso, inacabado, de su normalización como derecho humano, democrático y pacífico al cual no renunciaremos. Repudiamos enérgicamente todos los intentos de EXCLUSION que colegas escritores españoles hacen de nuestras lenguas y lamentamos que, en lugar de preocuparse por la salud del español en Puerto Rico, Costa Rica o los Estados Unidos, se dediquen a combatir al más próximo y asimétricamente discriminado.

11 de julio de 2008

miércoles, 23 de julio de 2008

Varias decepciones y una profunda desazón

Por Ernest Maragall i Mira en El País de 23 de julio de 2008

En 1921, José Ortega y Gasset publicó La España invertebrada. En su capítulo 5, el filósofo dedicaba sus reflexiones a la existencia en España de los particularismos. Decía Ortega y Gasset que "cuando una sociedad se consume víctima del particularismo, puede siempre afirmarse que el primero en mostrarse particularista fue precisamente el poder central. Y esto es lo que ha pasado en España. Castilla ha hecho a España y Castilla la ha deshecho. Núcleo inicial de la incorporación ibérica, Castilla acertó a superar su propio particularismo e invitó a los demás pueblos peninsulares para que colaborasen en un gigantesco proyecto de vida común... Pero si nos asomamos a la España de Felipe II, advertimos una terrible mudanza... Castilla se transforma en lo más opuesto a sí misma: se vuelve suspicaz, angosta, sórdida, agria. Ya no se ocupa en potenciar la vida de las otras regiones; celosa de ellas, las abandona a sí mismas y empieza a no enterarse de lo que en ellas pasa".

He leído el Manifiesto por la lengua común firmado por destacados periodistas, escritores y columnistas, e impulsado por un importante filósofo. No puedo más que expresar por varias razones una profunda decepción. Y también, una profunda desazón.

Vaya por delante que, efectivamente, el castellano es lengua común de todos. Común, porque todos la hablamos, todos la entendemos y todos la utilizamos. Aquí es donde se produce mi primera decepción: el texto da a entender que el castellano es una lengua marginada en Cataluña, que un castellanohablante no puede vivir en Cataluña si no es renunciando a su lengua materna. Cualquier persona que viva en Cataluña sabe que eso es una auténtica falacia. Una distorsión intencionada de la realidad para mostrar a Cataluña, otra vez, como protagonista de una agresión, a través de la lengua, contra los derechos y libertades básicas de las personas.

La Administración catalana, cumpliendo con las leyes, la Constitución y el Estatuto de Autonomía, garantiza que todo el mundo pueda vivir conociendo la lengua común de España, el castellano, y la lengua propia de Cataluña, el catalán. Defender el derecho a escolarizar exclusivamente en castellano es, directamente, arrebatar derechos a los ciudadanos que viven y trabajan en Cataluña. Lo que el Manifiesto parece defender es el derecho a no aprender en catalán, a no usarlo, a no entenderlo, a no escucharlo, a reducir su aprendizaje, como máximo, a la condición de materia ordinaria. En resumen, a poder prescindir del catalán para vivir en Cataluña.

Lo que una vez más se ignora en la defensa de la lengua común es que, con el sistema actual, todo el mundo en Cataluña completa sus estudios obligatorios dominando el castellano y el catalán. ¿Cómo se explica, si no, que en los resultados de las pruebas aleatorias a los 10 años, en los exámenes al final de la ESO, en el Bachillerato y en laspruebas de Selectividad, los alumnos catalanes obtengan iguales resultados, incluso a veces mejores, en lengua castellana que en otras autonomías donde sólo se habla la lengua común? ¿O acaso conocen los firmantes del Manifiesto común a alguien en Cataluña que en uso de su libertad no pueda expresarse en castellano porque nadie le entiende o le prohíbe el uso de su lengua materna? Porque en catalán sí sucede. En demasiadas ocasiones, un ciudadano intenta ejercer sus "derechos individuales", pero debe renunciar a ser atendido o entendido en su propia lengua. En la práctica es obligado a usar la otra lengua oficial.

¿No será que conscientemente o no, expresan la convicción de que el catalán debería resignarse a ocupar un espacio limitado a los dos extremos de la vida, el de la oficialidad y el de la intimidad, mientras el castellano aparece libre y potente en la creación cultural, las relaciones económicas y sociales, y la auténtica comunicación interpersonal?

El Manifiesto, pues, proclama esa visión de España que ignora las realidades culturales que la conforman. La lengua común, que se quiere única, es el castellano. Las lenguas cooficiales no pasan de ser lenguas pintorescas para expresión de un folclor trasnochado. Si podemos vivir todos en castellano, ¿para qué utilizar idiomas regionales que no tienen ninguna potencia cultural y se deben circunscribir al respeto "cortés" por los paisanos de las tierras donde se habla? Pura promoción de la caricatura chistosa según la cual los catalanes nos inventamos el catalán para que los españoles no nos entendieran.

Pues no se hagan ilusiones. Eso no va a suceder. Mantendremos, y aún más, mejoraremos, el modelo lingüístico que ya ha demostrado sus efectos positivos. Ganaremos la batalla del uso social del catalán. De su normalidad como lengua de creación con valor universal. De su presencia natural, en todos los terrenos; y lo haremos con respeto y con inteligencia, sin confrontaciones inútiles. Lo haremos con el catalán como lengua vehicular en la enseñanza. Con el castellano como lengua que queremos y debemos dominar. Y con el refuerzo obligado de la capacitación en una tercera lengua que nos abre las puertas del escenario internacional.

El contraste, que no la contradicción, entre derechos individuales y territoriales se plantea del mismo modo en España y en Cataluña. Un Estado, una Constitución y las leyes que la desarrollan sitúan al castellano como preeminente en el "territorio" España. La misma Constitución, una nación, el Estatuto de Autonomía y las leyes que lo desarrollan otorgan al catalán el estatus de lengua propia en el "territorio" Cataluña. En el segundo caso se trata, evidentemente, de una riqueza adicional para unos ciudadanos que tienen un doble derecho reconocido. Y naturalmente, con el desarrollo pendiente, del uso del "derecho individual" al uso de las lenguas propias en toda España en las relaciones con las Administraciones públicas, así como su adecuada presencia en los sistemas educativos de cada autonomía.

Podemos, pese a todo, enquistar el debate en un falso enfrentamiento entre lenguas, hoy inexistente. El Manifiesto expresa una decidida voluntad de imposición de una lengua sobre otra que, por su "carácter particular" y "no común", debería resignarse a su papel de "representante de la peculiaridad regional". Que no moleste, que no se oponga a la ocupación lingüística total de espacios sociales y culturales.

Constato, pues, que en España existen voces que no entienden -o no admiten- que Cataluña tenga lengua propia. Y también constato, y no me duelen prendas decirlo, que en Cataluña, reactivamente, se expresan actitudes castellanofóbicas que la inmensa mayoría de catalanes no comparten por respeto a un idioma que hablan millones de personas, por la potencia que ofrece el uso del castellano en el escenario internacional, y, mucho más importante, por la evidencia de que el castellano es patrimonio, para muchos, personal y familiar. Sí, el castellano también es nuestro.

De ahí mi desazón: casi 90 años después de la cita de Ortega y Gasset, el mundo ha cambiado. La percepción que el mundo tiene de España, también, y a mejor. La presencia de España en el mundo es la de un protagonismo creciente. La percepción de España sobre ella misma, al parecer, no. O, al menos, reaparece periódicamente la vieja actitud denunciada por Ortega, cual Guadiana de siete cabezas, amenazante y vociferante.

¿Es necesario repetirlo? ¿Debemos volver aún más atrás, a 1898, para poder mirar adelante con alguna esperanza? Hagámoslo entonces una vez más: "Escolta, Espanya, la veu d'un fill que et parla en llengua no castellana; parlo en la llengua que m'ha donat la terra aspra: en'questa llengua pocs t'han parlat; en l'altra massa... On ets, Espanya? No et veig enlloc. No sents la meva veu atronadora? No entens aquesta llengua que et parla entre perills? Has desaprès d'entendre an els teus fills? Adéu. Espanya!" (Joan Maragall, Oda a Espanya).

Ustedes mismos.

lunes, 21 de julio de 2008

Lenguas y argumentos

Por Joseba Arregi en El Periódico de 20 de julio de 2008 (leído en Tribuna Libre)

Los responsables de las políticas lingüísticas de las autonomías con lengua específica se las habían prometido muy felices mientras la opinión pública, la propia y la española en general, parecía dispuesta a aceptar todo tipo de medidas que a favor de la lengua minorizada fueran capaces de definir y aprobar. Hoy el viento empieza a virar, y ya aparecen contestaciones a cada medida que aprueban las administraciones en materia de promoción de las lenguas específicas. Y el debate al que hemos asistido en los últimos meses probablemente ha venido para quedarse.
Se puede aplaudir que sea así o se puede lamentar la nueva situación, pero lo importante es analizar los argumentos. El ambiente –la opinión pública, lo que consigue establecerse como corrección oficial– importa mucho en la política moderna. Pero no hasta el límite de despreciar los argumentos.

Las respuestas al manifiesto en favor de los derechos de quienes solo hablan la lengua franca española, o los de quienes, siendo bilingües, no quieren que se les fuerce a usar una de las lenguas, han partido en general de la buena salud de la que goza el español. Pero no es esa la cuestión: se trata de los derechos de los hablantes, y no de la salud, buena o mala, de las lenguas. Tampoco tiene nada de objetable que alguien subraye el valor de que el conjunto de la sociedad española cuente con una lengua franca: no tiene por qué desaparecer el valor de las grandes comunidades de lengua que desde la antigüedad se conocen como koiné.

En la misma medida son rechazables, en mi opinión, las acusaciones de nacionalismo exacerbado, y de ser el malo por representar al grande, y de imperialismo lingüístico que más de uno ha utilizado ante las afirmaciones bastante matizadas del manifiesto. Subrayar el valor de la lengua franca y los derechos de los hablantes no tiene por qué ser señal de nacionalismo.

Cierta confusión se ha puesto de manifiesto al analizar y valorar la relación entre los derechos de los hablantes y la territorialidad de una lengua. Se ha llegado a afirmar que el manifiesto incurre en contradicción por basarse en la reclamación de los derechos de los hablantes sin renunciar a la territorialización de las lenguas. Se ha llegado a reclamar que, si se subraya el derecho de los hablantes, cada uno de ellos porta con él, allá donde vaya, su derecho lingüístico como derecho subjetivo.

Pero no hay contradicción: los derechos de los hablantes se consideran siempre dentro de lo que los estados determinan como los territorios de las lenguas. No otra cosa implica la elevación de una lengua, o de varias, a la categoría de lenguas oficiales. Esta territorialización es congruente con los derechos de los hablantes, que son exigibles en el contexto de los territorios lingüísticos previamente definidos estatalmente. Los estados, las administraciones públicas, hablan e imponen. No hay ningún problema en ello. Pero dentro de esa territorialización lingüística siguen existiendo derechos lingüísticos. Existen derechos de los castellanohablantes en Euskadi, y no de los que hablen algún dialecto árabe. Y a estos, en esos contextos, se refiere el manifiesto.

No se trata de negar el valor del bilingüismo ni el valor del multilingüismo, ni de imponer el monolingüismo. Aunque la existencia de sociedades perfectamente bilingües –en las que todos los ciudadanos son perfectamente competentes en ambas lenguas– se pueda poner en duda y aunque el multilingüismo tan de moda siempre será elitista. Se trata de los derechos de los hablantes en cualquiera de las lenguas oficiales en un territorio determinado.

No se trata de recrear el mito de la lengua materna. Quien firma estas líneas debiera ser un deficiente mental, pues toda su enseñanza y su educación formal se han producido en alguna lengua distinta de su lengua materna. Otra cosa es que los padres tengan el derecho de poder ayudar a sus hijos en casa en las cuestiones escolares. Otra cosa es que los padres no quieran renunciar a que la lengua de casa no sea ocultada como lengua vehicular en ningún tramo de la escuela.

Es importante el argumento de las consecuencias: la inmersión ha conseguido una sociedad más cohesionada, se dice, y nadie deja de aprender castellano al final. Dejando de lado que los fines no justifican los medios, la pregunta es si dando entrada al castellano también como lengua vehicular en la escuela hasta los 12 años se resta tanto a lo que se quiere lograr. Aunque lo que se quiera lograr sea una identificación colectiva de pueblo a través de la lengua que merece otro tipo de críticas.

Desde Catalunya, y en referencia a la política educativa vasca, se afirma que no se puede separar a los alumnos por razón de lengua. Pero la petición de respeto de los derechos de los hablantes no tiene por qué conducir a modelos educativos que separen por lenguas. De lo que se trata es de que ambas lenguas oficiales sean lenguas vehiculares en la enseñanza, sin que una de ellas, sea la específica, sea la co- mún, sea ocultada. Si de cohesionar a la sociedad se trata, nada mejor que la comunión de lenguas en todo el sistema escolar, y no necesariamente la inmersión.

Dos viejos amigos en Benicàssim

Por Lino Portela en El País de 21 de julio de 2008

Sonriente, de pantalón negro, camisa gris y buen aspecto, Leonard Cohen, de 74 años, pasea tranquilo por los camerinos del FIB Heineken. Amablemente se hace una foto junto a varios seguidores que se frotan los ojos. Son las siete de la tarde. Cohen está a punto de volver a pisar un escenario español tras 15 años.

A esa misma hora el cantaor Enrique Morente descansa en su hotel de Castellón. Se viste lentamente como los toreros. Sabe que es una noche histórica. Y no sólo porque en un rato actuará ante 35.000 personas junto al grupo de rock Lagartija Nick, sino también porque volverá encontrarse con su viejo amigo Leonard Cohen, con el que ha cruzado pocas palabras pero mantiene una intensa y espiritual conexión.

Ayer estos dos colosos volvieron a encontrarse en un curioso lugar: el backstage de un festival de rock. Un espacio muy distinto al que se encontraron hace 15 años. En aquella ocasión fue en la cafetería del hotel Palace de Madrid. Unidos por la poesía, el flamenco y Lorca.

Para entender la conexión entre ellos hay que hablar de otro protagonista en la sombra: el poeta y adaptador Alberto Manzano (Barcelona, 1955) que todavía recuerda con emoción el día que conoció personalmente a Cohen. Fue en 1980 y hasta entonces Alberto había escrito varias biografías sobre el cantante y se había encargado de la traducción al castellano de sus libros. Manzano asegura haber aprendido inglés sólo para entender lo que el trovador canadiense decía en sus canciones. El mismo día que se dieron un apretón de manos, Alberto y Leonard se hicieron amigos de sangre. Una relación que aún se mantiene y en la que han compartido viajes (Los Ángeles, Italia...) y vacaciones en Idra, la isla griega donde Cohen solía pasar largas temporadas junto a su hija Lorca, en homenaje al poeta.

"Es un hombre generoso, accesible, cordial...", explicaba ayer Alberto sentado entre bambalinas en el FIB horas antes del encuentro Cohen-Morente. "También un apasionado de Federico García Lorca. Es el poeta que le convirtió en poeta. El poeta que, como dice él, le arruinó la vida", sonríe Manzano.

Leonard Cohen descubrió a Federico García Lorca con 16 años en una librería de Montreal donde descubrió una vieja edición de segunda mano de Poeta en Nueva York. Su embrujo atrapó a Cohen.

Conocedor de su profunda pasión por él, Manzano quiso preparar un presente para el 60 aniversario de su amigo. "Le debo mucho, así que pensé en un regalo especial. Lo primero que se me ocurrió fue llamar a Morente", recuerda Manzano que rápidamente contactó con el cantaor granadino para proponerle su idea: adaptar las canciones de Cohen e impregnarlas de flamenco, además de mezclarlas con el surrealismo de Lorca. La idea también cautivó a Morente, que se puso manos a la obra.

Lo que iba a ser un regalo de cumpleaños se convirtió en uno de los mejores discos españoles de los últimos 20 años: Omega. Un tesoro que encierra el misterio de Morente, la poesía de Cohen y la inaudita unión entre el flamenco y el rock de Lagartija Nick. Una revolución musical que al principio fue vista con recelo por los flamencos puros. Lo recuerda Antonio Arias, guitarrista de Lagartija Nick. "Los gitanos creían que no sabíamos afinar las guitarras porque distorsionábamos y acoplábamos mucho". Morente sabía lo que hacía. "Cuando empezamos a grabar nos quedamos impresionados y sobrecogidos con lo que de allí salió", recuerda el cantaor. "También nos extrañó la frialdad con la que el público acogió el proyecto".

Con tal joya en preparación y sin que Cohen supiese nada de la sorpresa, Manzano aprovechó una visita promocional del canadiense para organizar un encuentro extraordinario. Entonces ocurrió.

Morente y Cohen se abrazaron por primera vez en una fría tarde de invierno de 1993 en la cafetería del hotel Palace de Madrid. El encuentro duró algo más de una hora. Los dos bebieron agua. Los dos se hicieron hermanos al instante. Manzano, que hizo de intérprete, recuerda aquel momento histórico. "No hablaron mucho. No hacía falta, porque funcionaron las miradas. Leonard sabe muy poco español y Morente poco inglés. Los dos son muy introvertidos, aunque hubo un entendimiento muy espiritual".

Omega, una obra maestra, no se terminó hasta noviembre de 1996. Cohen ya había cumplido los 60 pero Manzano, fiel a su idea, le mandó el regalo a Canadá. Cohen agradeció emocionado el presente: "Es lo más grande que nadie ha hecho por mí en toda mi vida", decía en la carta que recibió Manzano de su amigo-héroe. "Cohen quedó impactado por la transgresión del proyecto. Sus letras transportadas al flamenco convertía aquello era una obra atrevida y emocionante", continúa Alberto. "Cohen admira profundamente a Morente. Suele decir que Omega es tan grande como si Ray Charles hubiese hecho un disco versionando sus canciones".

Son las ocho de la tarde en Benicàssim y Cohen se ha puesto el sombrero. Se dirige al escenario con una copa de vino en la mano y sonríe a los que se encuentra por el camino. Media hora después, puesto en pie y frente a un público emocionado, Cohen canta First we take Manhattan -más tarde también lo hará Morente con un sobrecogedor aire flamenco-. Más: Suzanne, So lone Mariane, The future, I'm your man... Hallelujah. El vello se eriza. También el de Enrique Morente que ya ha llegado al FIB y mira la actuación desde el lateral del escenario. Los dos se miran y lanzan una cómplice sonrisa.

Llegó el momento. Morente baja del lateral del escenario por la derecha junto antes de que Cohen acabe su última canción. El canadiense baja por la izquierda. El de Granada espera impaciente y ve cómo el canadiense recupera su copa de vino y baja la rampa a su encuentro. Están a punto de abrazarse pero una chica histérica se interpone en su camino y agarra por el cuello a Cohen para que su amiga torpe amiga haga una foto. La inoportuna reportera -fuera de servicio y con alguna copa de más- retrasa de forma estúpida el encuentro mágico. La chica desaparece y los dos genios por fin se abrazan. No hablan. No hace falta. Se miran fijamente a los ojos y sonríen. Juntos se dirigen al camerino donde Morente presenta a Cohen a su hija Estrella Morente y nietos. El encuentro no dura más de 20 minutos porque Enrique debe subir al escenario. Se vuelven a abrazar. "Hasta pronto", se dicen.

Llegaba entonces el turno de Omega que sonó ayer apoteósico. Mientras el FIB bailaba a ritmo del Pequeño vals vienés, escrita por Lorca y versionada por Morente y Cohen, este último ya volaba a Ginebra para su próximo concierto. Los asistentes ingleses no daban crédito al espectáculo. ¿Morente, flamenco, Lorca, Cohen y guitarras saturadas? ¿Qué invento es éste? Quizá nunca sea la portada de una revista musical británica, pero a esto se le llama magia.

Ciudadanía y lengua común

Por Fernando Savater en El País de 11 de julio de 2008

Como el mío va a ser uno de los pocos artículos que se publiquen en este periódico a favor del Manifiesto por la Lengua Común, permítanme que empiece con algo de melancolía. El documento en cuestión derrocha miramientos y renuncia a cualquier denuncia o acusación: no contiene críticas contra el Gobierno, ni contra la oposición, ni contra ninguna de las Administraciones autonómicas. Como el poeta, está a punto de perder su vida por delicadeza. Tampoco incurre en un alarmismo exagerado (se limita a señalar lo que es una preocupación generalizada en nuestra sociedad, como demuestran las firmas obtenidas de personalidades ilustres de las letras, las ciencias, el arte, el comercio o el deporte, muchas de las cuales no han firmado ningún manifiesto en su vida), y se centra en recomendar medidas preventivas antes de que lo peor sea además irremediable. Ni que decir tiene que reconoce todas las lenguas oficiales como igualmente españolas (lo que sin duda puede haber molestado a algunos) y formando parte del patrimonio cultural y social que compartimos, merecedoras de estímulo y salvaguardia. En el Manifiesto no sólo se defiende el derecho de quien lo desee a ser educado en castellano, sino también el derecho semejante a ser educado en catalán en Cataluña, en euskera en el País Vasco, en gallego en Galicia, etc. Éste es el Manifiesto que ha sido denunciado como xenófobo, imperialista, contrario al pluralismo cultural y hasta partidario del exterminio de los hablantes de lenguas minoritarias. Un político catalán lo calificó como "un insulto a la inteligencia": bueno, entonces usted no tiene por qué considerarse ofendido, buen hombre. Y lo mismo vale para los demás. Por decirlo churchilianamente: nunca quien no agredió a nadie fue agredido por tantos.

Es curioso: a los que hemos luchado durante bastantes años a favor de la asignatura de Educación para la Ciudadanía, las tergiversaciones polémicas que se utilizan contra el Manifiesto nos recuerdan irresistiblemente las que oímos tantas veces contra esa necesaria materia académica. Destinos paralelos: en un caso, se ofendió involuntariamente las prerrogativas que considera intocables la Iglesia católica, y en el otro, las que se atribuye la jerarquía nacionalista, dos poderes fácticos de fundamentación mitológica que consideran persecución totalitaria cualquier merma de sus privilegios autoconcedidos. Interesante semejanza, que merece ser examinada más despacio.

Primera similitud: para criticar con mayor comodidad, se inventan el contenido de la asignatura y el contenido del Manifiesto. Según unos manipuladores, la Educación para la Ciudadanía se dedica a hacer proselitismo homosexual y a recomendar que nadie se case si no es con persona de su mismo sexo. Como no faltan manuales delirantes propuestos para la materia, otros se dedican a entresacar proclamas a favor de Fidel, Chávez y la abolición inmediata del capitalismo. Intentar que se recuerde en sus justos términos el temario oficial es tiempo perdido. De modo semejante, algunos decretan que el Manifiesto sale en defensa de la lengua castellana, empeño risible porque nuestro idioma goza de excelente salud, es hablado por 400 millones de personas y de nada hay que protegerlo. Según otros -pertenecientes a la lunatic fringe de varias autonomías bilingües-, el Manifiesto persigue abolir nuestro pluralismo lingüístico y cultural, exterminar al diferente, etc. Rogar que se lea el Manifiesto para comprobar que lo que se trata de defender son los derechos de los castellanohablantes sin mermar el bilingüismo o que estamos tan convencidos de la pujanza universal del castellano que por eso nos parece crucial reforzarlo como lengua común de España es tarea ociosa: la caricatura resulta polémicamente más rentable.

Segunda similitud: tanto la asignatura como el Manifiesto son inútiles, superfluos y refuerzan al poder establecido. Unos nos dicen que todo el mundo sale ciudadano de la escuela por la convivencia con los demás y sobre todo por la enseñanza de los padres. ¿Para qué adoctrinarles con teorías políticamente correctas que les hagan dóciles al relativismo moral dominante? Los otros aseguran con total convicción que no existe problema lingüístico en ninguna parte, salvo en la imaginación de la extrema derecha. No es verdad que haya comunidades donde no se pueda escolarizar a los niños con plena naturalidad en castellano, ni es cierto que en ellas los impresos oficiales sólo se faciliten en la lengua autonómica, ni es verdad que la señalización de vías públicas tampoco sea bilingüe, ni que el conocimiento de la lengua co-oficial tenga un valor desmesurado en concursos y oposiciones, etc. Esas denuncias son invenciones en la mayoría de los casos, o simples anécdotas irrelevantes cuando resultan probadas. Los que de veras sufren son quienes intentan manejar una lengua distinta del castellano: ¿hay algo más difícil y peor visto que hablar catalán en Cataluña, euskera en el País Vasco o gallego en Galicia? Todo son problemas y cortapisas para los héroes que a tanto se atreven... El Manifiesto es una apología de la represión y de la prepotencia vigente, puaf.

Tercera similitud: ¡vuelve el franquismo! Educación para la Ciudadanía es un revival de la Formación del Espíritu Nacional (que nada tiene que ver con las sanas lecciones de identidad que se dan en las autonomías nacionalistas), así como el Manifiesto defiende la lengua del Imperio, según enseñó Girón de Velasco. ¿Cómo no nos habremos dado cuenta antes? Bien claro está; el último canalla que se preocupó por la unidad de España fue Franco, y sólo a él podía ocurrírsele adoctrinar en valores políticos comunes. Menos mal que aún quedan vigías para dar la voz de alarma y señalar que por allí resopla el fascismo. Debemos estarles eternamente agradecidos... y obedecerles sin rechistar.

En fin, dejémoslo estar. Los defensores de la inmersión lingüística ven en ella la única forma de evitar guetos y de garantizar la convivencia cultural. Si nosotros fuésemos nacionalistas españoles, aceptaríamos el razonamiento pero aplicado a toda España: inmersión lingüística general en castellano para la educación pública, a fin de evitar que Cataluña, Euskadi, Galicia o Baleares se conviertan en guetos dentro del país. Es la doctrina vigente en Francia, que no es el peor Estado europeo ni en cultura ni en democracia. Sin embargo, no es eso lo que reivindicamos. El Manifiesto no pide inmersión en castellano de los que tienen otras lenguas maternas, sino que no se imponga otra lengua a los que prefieren el castellano. En general, la lengua común no requiere en las comunidades bilingües trato privilegiado, sólo que no se la persiga ni obstaculice como hoy se hace. Con eso basta.

Por lo demás, admito que se nos discuta, pero no acepto que se nos descalifique con infundios sectarios como han hecho reciente y reiteradamente el Partido Socialista y el Gobierno. La decencia política no se funda en el optimismo, como cree Zapatero, sino en la veracidad. Decidido: en cuanto nos repongamos de este Manifiesto, hay que preparar otro contra el uso impune de la mentira por los políticos.

lunes, 7 de julio de 2008

Un manifiesto contra España

Por Albert Branchadell en El País de 7 de julio de 2008

España es un país plurilingüe. La mayoría de españoles tiene el castellano como lengua materna o lo ha elegido como vehículo preferente de expresión, comprensión y comunicación, pero existen también otros españoles que tienen o han elegido otra lengua. Ésta es la realidad que la Constitución de 1978, los estatutos de autonomía y las llamadas leyes "de normalización lingüística" han pretendido acomodar en los últimos 30 años. Y he aquí la realidad que el Manifiesto por la lengua común no acierta a reconocer en su empeño por encumbrar el concepto de "lengua común" y dar marcha atrás en el camino iniciado hace seis lustros.

El primer reproche que cabe dirigir al Manifiesto no es su franco involucionismo sino el concepto mismo de "lengua común". Según el Diccionario de la Lengua Española, "común" es lo que "no siendo privativamente de ninguno, pertenece o se extiende a varios". Sin duda, el castellano pertenece a todos los españoles. Pero también el catalán/valenciano, el euskera y el gallego. Para los firmantes del Manifiesto sólo el castellano es verdaderamente común en la medida que lo conocen todos los españoles. Pero una cosa es que todos los españoles conozcan el castellano y otra muy distinta que consideren que el castellano es su lengua. Ahí es donde el Manifiesto efectúa un dudoso salto conceptual: de la amplia difusión social del castellano a la condición de lengua política exclusiva. La asimetría social entre las lenguas españolas es un hecho empírico (con sus razones históricas); la asimetría política que el Manifiesto deduce de ella es una posición ideológica no sólo controvertible sino peligrosa para la continuidad de España como proyecto político compartido.

Esta asimetría se manifiesta tanto en la consideración que reciben las lenguas dentro de las comunidades bilingües como en los ámbitos estatal y europeo. Según el Manifiesto, en las comunidades bilingües la obligación de conocer el castellano puede ser impuesta; en cambio, el conocimiento de la otra lengua oficial solo puede ser "estimulado". Por otra parte, es evidente que los funcionarios de esas comunidades deben conocer el castellano; en cambio, no es necesario que todos conozcan la otra lengua oficial. Finalmente, el uso público del castellano por parte de los representantes políticos no conoce límites territoriales; en cambio, el uso de las otras lenguas oficiales debe quedar confinado al territorio de las comunidades bilingües.

El plan del Manifiesto es trasladar la asimetría social a la esfera política y ordenar jerárquicamente las lenguas: el castellano debe ser la lengua verdaderamente oficial y las demás deben serlo sólo de modo secundario. El problema es obvio: este plan no está en línea con el desarrollo del bloque constitucional de los últimos 30 años. Es por ello que los firmantes del Manifiesto reclaman al Parlamento español una normativa legal para rectificar el rumbo y amarrar la primacía del castellano.

El Manifiesto sostiene que esa normativa debe fijar que el castellano es "común y oficial" a todo el territorio y la única lengua cuya comprensión "puede serle supuesta a todos los ciudadanos españoles". Si exceptuamos el aconstitucional "común", esa propuesta ya está en la Constitución. Sin duda, la propuesta debe ser entendida en términos exclusivistas: lo que se propone es que se prohíba la posibilidad de establecer el deber de conocer una lengua española diferente del castellano, de modo que su comprensión pueda serle supuesta a todos los ciudadanos de la comunidad afectada. Es decir, que se prohíba lo que prevé el Estatuto de Cataluña para el catalán y que se abandone la jurisprudencia que sanciona el conocimiento obligatorio del catalán por parte de los alumnos y de los funcionarios de la Administración catalana.

El Manifiesto también reclama que se establezca el derecho de los ciudadanos a ser educados en castellano. A diferencia de la anterior, esta propuesta no está en la Constitución. Lo que sí existe es una acreditada jurisprudencia según la cual el derecho a la educación no implica el derecho a elegir la lengua de la enseñanza. Es interesante, por cierto, que el Manifiesto solicite al Parlamento español una normativa sobre una cuestión que parlamentariamente ya está zanjada: el Congreso rechazó recientemente una proposición del PP que incluía el derecho a "estudiar en castellano en todas las etapas del sistema educativo".

Naturalmente, que el Parlamento convalide el sistema de inmersión lingüística en Cataluña no significa que este sistema sea invulnerable a la crítica. Si el Manifiesto existe es, en buena medida, por el trato escolar que recibe el castellano en Cataluña, que acaso sería bueno revisar. Es posible que en Cataluña no se haya garantizado de manera satisfactoria el derecho a recibir la "primera enseñanza" en castellano, reconocido desde la Ley de Normalización de 1983. En la actualidad, oponerse a la tercera hora de castellano (al mismo tiempo que se admiten asignaturas en inglés) es un grave error político. En ambas cuestiones, cumplir estrictamente la ley podría bastar quizás no para prevenir manifiestos pero sí para aplacar el posible descontento ciudadano. La normativa legal que propone el Manifiesto también debería establecer que "en las autonomías bilingües, cualquier ciudadano tiene derecho a ser atendido institucionalmente en las dos lenguas oficiales". De nuevo se propone algo que ya está en el derecho vigente. En el caso de Cataluña, el Estatuto no puede ser más claro: "Los ciudadanos tienen el derecho de opción lingüística". Todo lo que habría que hacer es garantizar efectivamente este derecho en todas las comunidades bilingües, reconociendo que se infringe con mayor frecuencia cuando la lengua elegida no es el castellano. El testimonio de un ciudadano valenciano en este periódico es ilustrativo: "Nunca he tenido problema alguno para ser atendido en castellano; muchísimos para serlo en valenciano".

Por lo demás, si verdaderamente son los ciudadanos quienes tienen derechos lingüísticos, no es claro por qué esos derechos deberían quedar circunscritos al territorio de su comunidad. En aplicación de sus principios, el Manifiesto debería abogar también por el derecho a ser atendido en cualquier lengua oficial por las instituciones compartidas del Estado. De lo contrario, el Manifiesto debería solicitar la reforma del actual reglamento del Senado, por cuanto reconoce que los ciudadanos "podrán dirigirse al Senado en cualquiera de las lenguas españolas que tengan carácter oficial en su comunidad autónoma". O, por la misma regla de tres, debería solicitar la derogación de los acuerdos entre España y las instituciones de la UE, que permiten a los ciudadanos españoles comunicarse con ellas en cualquier lengua que sea oficial dentro del territorio español.

En la línea de limitar el uso de las lenguas diferentes del castellano, el Manifiesto termina reclamando que se obligue a los representantes políticos a expresarse en castellano en sus funciones de alcance estatal o europeo. Se desprende, de nuevo, la conveniencia de reformar el reglamento del Senado, que permite intervenir en cualquier lengua oficial en la Comisión General de las Comunidades Autónomas, y la abrogación de los acuerdos con la UE. En definitiva, el Manifiesto nos propone un viaje en el tiempo, hacia 1981, cuando el ministro Rodolfo Martín Villa, al calor del 23-F, promovía una ley para garantizar la enseñanza del castellano en todo el territorio, o acaso hacia 1975, cuando el último Consejo de Ministros franquista aprobaba un decreto que reconocía las lenguas "regionales" como patrimonio cultural y declaraba el castellano "idioma oficial de la Nación y vehículo de comunicación de todos los españoles".

En los acuerdos con la UE antes citados, se aduce que "los esfuerzos para acercar la Unión a los ciudadanos exigen que, en la medida de lo posible, se facilite tanto a ellos como a sus representantes la comunicación con las instituciones en su lengua materna, elemento importante para reforzar su identificación con el proyecto político de la Unión". El Manifiesto por la lengua común va en la dirección contraria: lejos de reforzar la identificación de los ciudadanos con el proyecto político de España, es una invitación al desapego. España es un país plurilingüe. Si queremos que siga siendo un país, la receta no es contraponer la lengua "común" a las lenguas "autonómicas", ni anteponer los intereses de los "ciudadanos monolingües en castellano" a los del resto de ciudadanos españoles.

domingo, 6 de julio de 2008

La lengua obligatoria

Por Josep Ramoneda en El País (Domingo) de 6 de julio de 2008

Un ciudadano de Cataluña que lo desee puede vivir en este país sólo con la lengua castellana; un ciudadano de Cataluña que lo desee no puede vivir sólo con el catalán. Ésta es la asimetría sobre la que está construido el Manifiesto por una lengua común que la prensa conservadora madrileña ha convertido en el juguete político de la temporada. Para un catalanohablante, el bilingüismo es obligatorio; para un castellanohablante, no. Es una peculiar interpretación de la equidad lingüística.

El alegato por la lengua común, que hace el castellano obligatorio, pero no las lenguas propias de cada comunidad autónoma "porque hay una asimetría en las lenguas españolas oficiales", se funda en la idea convertida ya en mito de que "son los ciudadanos los que tienen derechos lingüísticos, no los territorios, ni mucho menos las lenguas mismas". Pero, por lo visto, hay ciudadanos con más derechos lingüísticos que otros porque tienen que aprender una sola lengua, mientras que los que hablamos catalán tenemos que aprender dos.

En coherencia con la afirmación de que los derechos lingüísticos son de los ciudadanos, se dice que "las lenguas no tienen derecho a conseguir coactivamente hablantes". Pero la solidez del principio de referencia no aguanta ni cinco líneas. Porque inmediatamente después se precisa que el castellano es "obligatorio", y, por tanto, puede ser impuesto, mientras que la aspiración a que todos sepan el catalán (o el vascuence, o el gallego) a lo sumo puede ser "estimulada". ¿Por qué? Porque el castellano es la lengua común del territorio español. O sea, que hay territorios con derechos lingüísticos y otros que carecen de ellos, de modo que los principios fundamentales del razonamiento -los que enfáticamente afirman que los territorios no tienen derechos lingüísticos- son adaptables en función del lugar.

Dicen los autores del manifiesto que su inquietud es estrictamente política. Por eso el manifiesto concluye con unas notas o recomendaciones para un decreto de unificación lingüística que elevan al Parlamento español con la petición de que se desarrolle la normativa correspondiente, aun en el caso de que exigiera modificación de la Constitución o de algunos estatutos. Todo su alegato parte de la obligación constitucional de saber el castellano, pero la Constitución deja de ser intocable si se trata de garantizar más todavía la hegemonía de este idioma. De modo que el manifiesto es una invitación explícita al PSOE y al PP a poner orden lingüístico en las naciones periféricas e, implícitamente, una señal al Tribunal Constitucional para que no desaproveche la oportunidad de revisar el Estatuto de Cataluña. La irrupción del nuevo PP de Rajoy en apoyo del manifiesto demuestra las limitaciones de la renovación de la derecha: quiere forjar alianzas con los nacionalistas periféricos, y lo primero que hace es darles donde más les duele: en la lengua.

Los conflictos entre lenguas son siempre delicados y difícilmente admiten soluciones definitivas, salvo en regímenes que estén en condiciones de imponer una lengua a sangre y fuego. Puesto que éste no es el caso, siempre habrá puntos de roce y opciones insatisfactorias para unos u otros. Hace tiempo que sabemos que el retablo social en que todas las piezas encajan perfectamente es del dominio de la utopía, es decir, del horror. En Cataluña se optó, con amplio consenso político y social, por la inmersión lingüística. No fue un capricho. Fue una opción con un doble objetivo: recuperar la lengua propia y evitar la fractura del país en dos comunidades idiomáticas. Ha funcionado razonablemente. A pesar de algunas estridencias, perfectamente evitables, de los que todavía sueñan con la absurda fantasía de un país monolingüe en catalán. Los jóvenes acaban los estudios básicos conociendo los dos idiomas, y después es ya la dinámica social la que determina los usos. Y en ésta el castellano todavía juega con mucha ventaja. En Cataluña se hablan hoy decenas de lenguas, ¿no empieza a ser antiguo este debate?

¿Cuál debería ser el objetivo? Una sociedad realmente bilingüe. Es decir, una sociedad en la que cuando uno inicie una conversación en catalán tenga la certeza de que le responderán en catalán y cuando uno la inicie en castellano tenga la certeza que le responderán en castellano. Éste sería un equitativo ideal regulativo. Pero a día de hoy, el bilingüismo es todavía perfectamente asimétrico a favor del castellano. Y, sin embargo, el manifiesto pretende que asumamos que el castellano sea obligatorio y el catalán no. ¿No eran algunos de los firmantes los que decían que las lenguas que se imponen obligatoriamente se hacen antipáticas? -

sábado, 5 de julio de 2008

España

Por José María Ruiz Soroa en El Correo de 5 de julio de 2008

Los recientes éxitos futboleros de la selección nacional, a pesar de su intrascendente levedad, han aportado una de las contadas ocasiones en que el sentimiento nacional español ha podido manifestarse en una forma que pudiéramos denominar estándar por relación a la de otros países de nuestro entorno, es decir, una forma gozosa y nada conflictiva. Porque lo cierto es que el sentimiento de autoidentificación nacional tiene desde antiguo en España enormes dificultades para expresarse con normalidad: los españoles perciben de una manera demediada y en general teñida de algo de culpabilidad y vergüenza su relación con esa entelequia que es (o debería ser) su patria. «España me suena a brazo en alto», sería el respingo que mejor resume esa frustrada autoidentificación.

Las dificultades vienen de lejos: la realidad histórica de España es un pajarraco lleno de picos y garras al que no es fácil aproximarse sin sufrir picotazos y magulladuras. Nuestro pasado nacional-católico más próximo hace que sea muy difícil asumir con normalidad el conjunto de nuestra historia. Más bien lleva a la exótica creencia de que el sentimiento nacional español es un invento conservador, como escribía Juan José Linz. Y de ahí, como muestra el pensamiento de izquierda o progresista desde hace muchos años, se pasa a hacer dejación de la idea nacional: no merece la pena el esfuerzo y el riesgo político de intentar reinventar y elaborar un relato del pasado patrio en forma de relato cívico.

España se identifica con todo lo negativo que hay en nuestro pasado (y, como en todos los pueblos, de eso hay en abundancia), así que mejor dejarlo estar y asumir ese vago e incomprometido cántico a la España «plural» que hoy caracteriza al pensamiento correcto. En este camino, desde la transición la izquierda española adoptó una posición huidiza e ingenua en esta materia e hizo suya acríticamente la historia que relataban los nacionalismos periféricos.
Para estos nacionalistas la cuestión está bastante más clara: España no existe como nación, es poco más que una carcasa institucional, un Estado frágil y torpe que anda desde antiguo a la búsqueda de una nación, pero que cada vez que intenta «inventarla» genera un nuevo fracaso. Naciones no hay más que las suyas, todas ellas densas, perfiladas, homogéneas como macizas bolas de billar. España no es sino el difuso «resto» que queda después de descontar a Cataluña, Euskal Herria y Galicia, un resto sostenido malamente por «Madrid».

Por su lado, la derecha española se muestra incapaz de revisar a fondo su pasado franquista. Ello hace que sus periódicas campañas de promoción de una identidad española rotunda y abrupta (la superbandera de Aznar) se mezclen con el peor pasado nacional y acaben ahuyentando a todos los que sienten renacer en ellas el socorrido mito de las dos Españas.

Lo que resulta de todo ello es que los españoles perciben en general su identidad como «disminuida» en comparación con la «reforzada» de los nacionalistas competidores. Hay un cierto sentimiento de privación relativa en materia nacional: pues para el discurso posible sólo existen unos sentimientos nacionales naturales, positivos y justos, los de los periféricos, mientras que los españoles son percibidos como cutres, retrógrados y culpables. España suscita mucha más vergüenza que orgullo, así que los sentimientos patrios tienden a refugiarse en el localismo: en nuestro país se valora en una manera extraordinariamente positiva la adscripción más inmediata y local, en una manera que posiblemente no tiene parangón en nuestro entorno europeo.

Estas dificultades con la autoidentificación nacional suelen confundirse con una supuesta debilidad intrínseca de la construcción nacional española. Ha sido un rasgo recurrente entre muchos pensadores y políticos el de angustiarse ante la indefinición y fragilidad de la realidad patria, que percibían siempre a punto de desmoronarse ante los embates de los otros sentimientos nacionales competidores. Y la hipersensibilidad de quien se siente al borde del abismo hace que el sentimiento nacional esté siempre en carne viva.

Pero dificultades de expresión discursiva no implican necesariamente debilidades congénitas del invento nacional. Julio Beramendi dice, con razón, que España es un país «nacionalmente enfermo» desde antiguo, pero de esos enfermos que poseen una «mala salud de hierro». Como lo demuestra una curiosa constatación: es el único país europeo (junto con Suiza) que no ha experimentado cambio alguno en sus fronteras metropolitanas durante los siglos XIX y XX. Quizás porque, como ingenuamente decía el buenazo de Iker Casillas, hay muchos que se sienten contentos de ser españoles. Aunque si les preguntan por qué, o si les piden explicitar sus sentimientos, se encogen desdeñosamente de hombros o sienten algo de vergüenza. Y lo curioso es que quizás sea lo mejor para todos, porque bastantes sentimientos inflamados aguantamos como para desear añadir otro más. Probablemente, es mejor dejar el himno sin letra.