Por Josep Ramoneda en El País (Domingo) de 6 de julio de 2008
Un ciudadano de Cataluña que lo desee puede vivir en este país sólo con la lengua castellana; un ciudadano de Cataluña que lo desee no puede vivir sólo con el catalán. Ésta es la asimetría sobre la que está construido el Manifiesto por una lengua común que la prensa conservadora madrileña ha convertido en el juguete político de la temporada. Para un catalanohablante, el bilingüismo es obligatorio; para un castellanohablante, no. Es una peculiar interpretación de la equidad lingüística.
El alegato por la lengua común, que hace el castellano obligatorio, pero no las lenguas propias de cada comunidad autónoma "porque hay una asimetría en las lenguas españolas oficiales", se funda en la idea convertida ya en mito de que "son los ciudadanos los que tienen derechos lingüísticos, no los territorios, ni mucho menos las lenguas mismas". Pero, por lo visto, hay ciudadanos con más derechos lingüísticos que otros porque tienen que aprender una sola lengua, mientras que los que hablamos catalán tenemos que aprender dos.
En coherencia con la afirmación de que los derechos lingüísticos son de los ciudadanos, se dice que "las lenguas no tienen derecho a conseguir coactivamente hablantes". Pero la solidez del principio de referencia no aguanta ni cinco líneas. Porque inmediatamente después se precisa que el castellano es "obligatorio", y, por tanto, puede ser impuesto, mientras que la aspiración a que todos sepan el catalán (o el vascuence, o el gallego) a lo sumo puede ser "estimulada". ¿Por qué? Porque el castellano es la lengua común del territorio español. O sea, que hay territorios con derechos lingüísticos y otros que carecen de ellos, de modo que los principios fundamentales del razonamiento -los que enfáticamente afirman que los territorios no tienen derechos lingüísticos- son adaptables en función del lugar.
Dicen los autores del manifiesto que su inquietud es estrictamente política. Por eso el manifiesto concluye con unas notas o recomendaciones para un decreto de unificación lingüística que elevan al Parlamento español con la petición de que se desarrolle la normativa correspondiente, aun en el caso de que exigiera modificación de la Constitución o de algunos estatutos. Todo su alegato parte de la obligación constitucional de saber el castellano, pero la Constitución deja de ser intocable si se trata de garantizar más todavía la hegemonía de este idioma. De modo que el manifiesto es una invitación explícita al PSOE y al PP a poner orden lingüístico en las naciones periféricas e, implícitamente, una señal al Tribunal Constitucional para que no desaproveche la oportunidad de revisar el Estatuto de Cataluña. La irrupción del nuevo PP de Rajoy en apoyo del manifiesto demuestra las limitaciones de la renovación de la derecha: quiere forjar alianzas con los nacionalistas periféricos, y lo primero que hace es darles donde más les duele: en la lengua.
Los conflictos entre lenguas son siempre delicados y difícilmente admiten soluciones definitivas, salvo en regímenes que estén en condiciones de imponer una lengua a sangre y fuego. Puesto que éste no es el caso, siempre habrá puntos de roce y opciones insatisfactorias para unos u otros. Hace tiempo que sabemos que el retablo social en que todas las piezas encajan perfectamente es del dominio de la utopía, es decir, del horror. En Cataluña se optó, con amplio consenso político y social, por la inmersión lingüística. No fue un capricho. Fue una opción con un doble objetivo: recuperar la lengua propia y evitar la fractura del país en dos comunidades idiomáticas. Ha funcionado razonablemente. A pesar de algunas estridencias, perfectamente evitables, de los que todavía sueñan con la absurda fantasía de un país monolingüe en catalán. Los jóvenes acaban los estudios básicos conociendo los dos idiomas, y después es ya la dinámica social la que determina los usos. Y en ésta el castellano todavía juega con mucha ventaja. En Cataluña se hablan hoy decenas de lenguas, ¿no empieza a ser antiguo este debate?
¿Cuál debería ser el objetivo? Una sociedad realmente bilingüe. Es decir, una sociedad en la que cuando uno inicie una conversación en catalán tenga la certeza de que le responderán en catalán y cuando uno la inicie en castellano tenga la certeza que le responderán en castellano. Éste sería un equitativo ideal regulativo. Pero a día de hoy, el bilingüismo es todavía perfectamente asimétrico a favor del castellano. Y, sin embargo, el manifiesto pretende que asumamos que el castellano sea obligatorio y el catalán no. ¿No eran algunos de los firmantes los que decían que las lenguas que se imponen obligatoriamente se hacen antipáticas? -
domingo, 6 de julio de 2008
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