Por Joseba Arregi en El Periódico de 20 de julio de 2008 (leído en Tribuna Libre)
Los responsables de las políticas lingüísticas de las autonomías con lengua específica se las habían prometido muy felices mientras la opinión pública, la propia y la española en general, parecía dispuesta a aceptar todo tipo de medidas que a favor de la lengua minorizada fueran capaces de definir y aprobar. Hoy el viento empieza a virar, y ya aparecen contestaciones a cada medida que aprueban las administraciones en materia de promoción de las lenguas específicas. Y el debate al que hemos asistido en los últimos meses probablemente ha venido para quedarse.
Se puede aplaudir que sea así o se puede lamentar la nueva situación, pero lo importante es analizar los argumentos. El ambiente –la opinión pública, lo que consigue establecerse como corrección oficial– importa mucho en la política moderna. Pero no hasta el límite de despreciar los argumentos.
Las respuestas al manifiesto en favor de los derechos de quienes solo hablan la lengua franca española, o los de quienes, siendo bilingües, no quieren que se les fuerce a usar una de las lenguas, han partido en general de la buena salud de la que goza el español. Pero no es esa la cuestión: se trata de los derechos de los hablantes, y no de la salud, buena o mala, de las lenguas. Tampoco tiene nada de objetable que alguien subraye el valor de que el conjunto de la sociedad española cuente con una lengua franca: no tiene por qué desaparecer el valor de las grandes comunidades de lengua que desde la antigüedad se conocen como koiné.
En la misma medida son rechazables, en mi opinión, las acusaciones de nacionalismo exacerbado, y de ser el malo por representar al grande, y de imperialismo lingüístico que más de uno ha utilizado ante las afirmaciones bastante matizadas del manifiesto. Subrayar el valor de la lengua franca y los derechos de los hablantes no tiene por qué ser señal de nacionalismo.
Cierta confusión se ha puesto de manifiesto al analizar y valorar la relación entre los derechos de los hablantes y la territorialidad de una lengua. Se ha llegado a afirmar que el manifiesto incurre en contradicción por basarse en la reclamación de los derechos de los hablantes sin renunciar a la territorialización de las lenguas. Se ha llegado a reclamar que, si se subraya el derecho de los hablantes, cada uno de ellos porta con él, allá donde vaya, su derecho lingüístico como derecho subjetivo.
Pero no hay contradicción: los derechos de los hablantes se consideran siempre dentro de lo que los estados determinan como los territorios de las lenguas. No otra cosa implica la elevación de una lengua, o de varias, a la categoría de lenguas oficiales. Esta territorialización es congruente con los derechos de los hablantes, que son exigibles en el contexto de los territorios lingüísticos previamente definidos estatalmente. Los estados, las administraciones públicas, hablan e imponen. No hay ningún problema en ello. Pero dentro de esa territorialización lingüística siguen existiendo derechos lingüísticos. Existen derechos de los castellanohablantes en Euskadi, y no de los que hablen algún dialecto árabe. Y a estos, en esos contextos, se refiere el manifiesto.
No se trata de negar el valor del bilingüismo ni el valor del multilingüismo, ni de imponer el monolingüismo. Aunque la existencia de sociedades perfectamente bilingües –en las que todos los ciudadanos son perfectamente competentes en ambas lenguas– se pueda poner en duda y aunque el multilingüismo tan de moda siempre será elitista. Se trata de los derechos de los hablantes en cualquiera de las lenguas oficiales en un territorio determinado.
No se trata de recrear el mito de la lengua materna. Quien firma estas líneas debiera ser un deficiente mental, pues toda su enseñanza y su educación formal se han producido en alguna lengua distinta de su lengua materna. Otra cosa es que los padres tengan el derecho de poder ayudar a sus hijos en casa en las cuestiones escolares. Otra cosa es que los padres no quieran renunciar a que la lengua de casa no sea ocultada como lengua vehicular en ningún tramo de la escuela.
Es importante el argumento de las consecuencias: la inmersión ha conseguido una sociedad más cohesionada, se dice, y nadie deja de aprender castellano al final. Dejando de lado que los fines no justifican los medios, la pregunta es si dando entrada al castellano también como lengua vehicular en la escuela hasta los 12 años se resta tanto a lo que se quiere lograr. Aunque lo que se quiera lograr sea una identificación colectiva de pueblo a través de la lengua que merece otro tipo de críticas.
Desde Catalunya, y en referencia a la política educativa vasca, se afirma que no se puede separar a los alumnos por razón de lengua. Pero la petición de respeto de los derechos de los hablantes no tiene por qué conducir a modelos educativos que separen por lenguas. De lo que se trata es de que ambas lenguas oficiales sean lenguas vehiculares en la enseñanza, sin que una de ellas, sea la específica, sea la co- mún, sea ocultada. Si de cohesionar a la sociedad se trata, nada mejor que la comunión de lenguas en todo el sistema escolar, y no necesariamente la inmersión.
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