viernes, 31 de octubre de 2008

Un prolongado genocidio

Por Antonio Elorza en El País de 30 de octubre de 2008

España no se encuentra aislada en el mundo. Lo que muchos presentan como una jugada personalista de Garzón, calificado en estas mismas páginas de "juez campeador", se inserta en una larga marcha iniciada en 1945 para calificar y sancionar adecuadamente lo que hasta entonces fueron, en palabras de Churchill, "crímenes sin nombre". Hace poco el Tribunal Supremo de Italia ha dado el aldabonazo de condenar a Alemania a pagar una indemnización económica por la matanza cometida en 1944 por los soldados germanos en tres pueblecillos toscanos. Un antecedente que abre la puerta a una cascada futura de indemnizaciones. El transcurso del tiempo no ha borrado esos crímenes, ni en Francia los de Klaus Barbie y Papon, verdugo nazi uno y colaborador con el genocidio el otro.

Lo cierto es que no fue fácil desde un principio lograr el encaje de tales crímenes en el ordenamiento jurídico. Desde un primer momento, surgió el obstáculo de que forjar un nuevo tipo de delito, el correspondiente a la acción hitleriana contra judíos y pueblos sometidos en Europa del Este, suponía quebrantar ante todo el principio de que la norma no debe ser aplicada retroactivamente, así como de modo complementario en décadas posteriores la exigencia de prescripción.

Lo primero, la no retroactividad, es una clave en la argumentación del recurso del fiscal Zaragoza contra el auto del juez Garzón. No sería posible aplicar una norma promulgada con posterioridad al delito que viene a sancionar. Claro que de este modo los crímenes peores de los nazis, el Holocausto en primer término, nunca hubiera podido ser castigado. Son bien conocidos los esfuerzos para tipificar ese nuevo crimen contra la humanidad, anunciado en Armenia en 1915, por parte del jurista Rafaël Lemkin, quien incluso acuñó al efecto el neologismo de genocidio hoy consagrado, al tiempo que lograba una definición precisa del mismo, en gran parte recogida en el texto aprobado por la Asamblea de la ONU en diciembre de 1948.

El recurso del fiscal Zaragoza acumula las objeciones jurídicas, pero pasa por alto, a mi juicio torticeramente, el aspecto esencial del auto de Garzón, más allá de sus posibles errores: la calificación de crimen de lesa humanidad del levantamiento militar de 1936 se basa no sólo en la rebelión contra el régimen republicano, sino en que la misma se hizo con la finalidad preconcebida de exterminar a un colectivo perfectamente delimitado, la izquierda política y cultural de España. Tal es la divisoria bien conocida desde Lemkin, que Zaragoza no debiera haber emborronado hablando de una supuesta "inquisición general". Puede haber un asesinato de masas, con responsables políticos identificables, como los que tuvieron lugar en Paracuellos y con las sacas sucesivas de noviembre del 36 en Madrid, pero en tales actos puntuales de barbarie estaliniana falta el móvil fijado de antemano para proceder a un aniquilamiento general, el distintivo del genocidio que en cambio sí conviene al Gran Terror de 1936-38.

Los textos de Franco, Mola y Queipo ofrecidos por Garzón ilustran perfectamente esa voluntad de suprimir a los dirigentes y los cuadros de la izquierda política y sindical, así como de llevar a cabo el "genocidio cultural", la eliminación de las élites democráticas. Mala calificación jurídica es asimilar tales palabras y tales comportamientos asesinos con una simple rebelión militar como la de Primo de Rivera en 1923. Y es que, además, hay testimonios inequívocos anteriores. La documentación del Archivo de Asuntos Exteriores francés conserva los informes del embajador Jean Herbette, quien en noviembre de 1935 recoge las posiciones enfrentadas de Gil Robles, partidario de "un régimen de autoridad" cuasi-dictatorial, sin golpe de Estado, y la de su colaborador el general Franco, defensor del "golpe de Estado que debiera desarrollar la tarea 'como una operación quirúrgica" (comillas de Herbette). Y bien que la llevaron a cabo de palabra y obra, siendo la más clara confirmación de que el genocidio constituía el núcleo del levantamiento que su lógica mortífera siguiera imperando después del fin de la guerra, prolongándose a mi modo de ver -y aquí discrepo de Garzón- hasta el asesinato judicial de Julián Grimau en 1963. Les faltó sólo la informática: los cientos de miles de fichas reunidas en el Archivo de Salamanca prueban su voluntad de consumar "la operación quirúrgica" puesta en marcha el mismo 17 de julio de 1936.

La transición democrática se hizo sobre la base de una reconciliación asimétrica, forzada por las circunstancias, y casi nadie pone en tela de juicio que ello fue una necesidad histórica, supuesto imprescindible para que aceptaran el cambio los poderosos residuos franquistas, con "la columna vertebral del régimen" en primer plano. Hoy, transcurridos 70 años, no debiera existir razón alguna para que la memoria histórica vaya más allá del imprescindible rescate de las víctimas de las fosas comunes. Una recuperación que limitada a ese gesto seguiría dejando impune a quienes conscientemente desencadenaron aquella orgía de muerte. De ahí la pertinencia de proceder a la adecuada calificación jurídica del genocidio franquista, sin olvidar los asesinatos masivos registrados en la España republicana, que no son lo mismo que crímenes republicanos. Los cometidos en la llamada zona nacional y desde 1939 sí son crímenes franquistas.

¿Qué hacer ante demandas separatistas?

Por Ignacio Sánchez-Cuenca en El País de 30 de octubre de 2008

Suele describirse la democracia como un procedimiento para resolver conflictos de manera no violenta, de acuerdo con reglas que permiten conjugar intereses diversos. Dichas reglas casi siempre derivan, de una forma más o menos directa, del principio de mayoría: si las partes no consiguen llegar a un acuerdo, se decide en función del apoyo popular que tienen las distintas posturas en litigio.

Uno de los conflictos más duraderos y enrevesados de la política española es el territorial. No hay un equilibrio institucional entre centro y periferia. De hecho, el Título VIII de la Constitución dejó este asunto sin cerrar y desde 1978 España se encuentra, por lo que respecta al asunto territorial, en una especie de fase constituyente permanente. En términos generales, esta naturaleza irresuelta del problema territorial no es sino un reflejo del tipo de Estado que tenemos, en el que ni el centro ni las regiones periféricas han tenido poder suficiente para imponer su punto de vista. Las regiones con demandas separatistas no han conseguido desmembrar el Estado, pero el Estado tampoco ha conseguido asimilar completamente a las minorías territoriales formadas por catalanes, vascos y gallegos, como lo prueba la supervivencia de lenguas propias, características diferenciales y demandas de mayor autogobierno o incluso de separación.

Dada esta inestabilidad institucional, creo que sería conveniente establecer un procedimiento que permitiera procesar ciertas demandas nacionalistas que, hoy por hoy, no caben en nuestra democracia. No me refiero a las reformas de los estatutos, a la financiación autonómica, o al reparto de competencias. Más bien, estoy pensando en la demanda última de ciertos nacionalistas, que no es sino el deseo de separarse de España. Dicha demanda no puede ser digerida por nuestro actual sistema democrático.

No vale de mucho alegar que todo es planteable y que la unidad de España puede discutirse de acuerdo con lo que establece la Constitución al respecto. Como bien se sabe, la Constitución de 1978, al igual que muchas otras del mundo, sanciona la indivisibilidad de la patria. Para poder dar cabida a una demanda separatista, sería necesario, por tanto, modificar el texto constitucional. Pero el procedimiento de reforma es tan exigente que no resulta un instrumento útil (ni aceptable) para resolver democráticamente la cuestión separatista en nuestro país.

Los nacionalistas, evidentemente, se aprovechan de este "punto ciego" de nuestra democracia y amagan con provocar una crisis institucional. Ahí están las dos ediciones del plan Ibarretxe, o los planes de ERC de convocar un referéndum de autodeterminación en 2014. Con objeto de ganar seguidores para su causa, se presentan como víctimas delcerrilismo u opresión política de España.

Tanto por razones democráticas como por la necesidad de desactivar ciertas coartadas que usan los nacionalistas para reforzar sus tesis, creo que es imprescindible plantear abiertamente la discusión sobre qué debe hacerse ante una demanda separatista que cuente con un cierto apoyo popular. A mi juicio, no vale de nada remitir a la Constitución, por las razones antes apuntadas: la Constitución impide plantear seriamente el asunto. Tampoco vale aducir que el separatismo es minoritario tanto en Cataluña como en el País Vasco, pues el grado de respaldo que tenga una demanda es algo contingente e históricamente variable.

No quiero sugerir con ello que las regiones tengan en España el derecho de autodeterminación. Los estudiosos del tema saben de sobra que tal derecho no existe, salvo en circunstancias muy especiales (situaciones de descolonización, invasiones bélicas, etcétera). Ahora bien, de que tal derecho no exista, no se sigue que una democracia pueda desentenderse sin más de una demanda separatista apelando a una Constitución que simplemente no deja espacio para esa demanda. Por supuesto, el hecho de que la Constitución no contemple la posibilidad de procesar dicha demanda no justifica ni legitima en absoluto el uso de la violencia, como muy bien han entendido los separatistas catalanes, no así los vascos.

¿Qué puede y debe hacerse frente a una demanda separatista? Ante todo, encauzarla y regularla según procedimientos democráticos aceptables. Resulta muy instructiva la sentencia del Tribunal Supremo canadiense ante las pretensiones separatistas de Quebec. Y no porque sean estrictamente comparables sin más las situaciones española y canadiense, sino por los principios generales que utilizaron los jueces en su razonamiento. En esencia, lo que dijeron es que a los habitantes de Quebec no les asiste derecho unilateral alguno a la secesión, pero que si hay un apoyo claro en favor de la misma, reflejado por ejemplo en un referéndum, Canadá no puede ignorarlo; en ese caso, deben abrirse conversaciones multilaterales con todas las partes afectadas para llegar a un acuerdo aceptable. El tribunal admitía así que si en una región de un Estado una mayoría clara no quiere permanecer en dicho Estado, no cabe obligar sin más a sus habitantes a vivir dentro de ese Estado en contra de su voluntad.

Es evidente que se trata de un asunto muy complicado, pues la ruptura de un Estado tiene consecuencias económicas y políticas para mucha gente. Por eso, el tribunal canadiense insistió en que la demanda de separación ha de ser clara y ampliamente mayoritaria, y que cualquier decisión al respecto debe tomarse tras una negociación entre todas las partes implicadas. A raíz de la sentencia del Supremo de Canadá, el Gobierno de aquel país trató de dar contenido a las recomendaciones generales sobre cómo abordar el conflicto mediante la llamada Ley de Claridad. Con todas las salvedades necesarias, algo similar podría ensayarse en nuestro país.

En primer lugar, debería especificarse que sólo podrá celebrarse un referéndum en ausencia de toda violencia. De este modo, si los vascos desean en algún momento realizar una consulta popular, deberán antes haber resuelto el problema del terrorismo de ETA. Esto no sólo me parece impecable desde el punto de vista democrático, sino que además constituye un acicate para que los nacionalistas vascos moderados se impliquen hasta el final, sin vacilaciones, en la estrategia de eliminación total del terrorismo.

En segundo lugar, un referéndum de separación no puede realizarse alegremente. Su propuesta debería requerir una mayoría clara y relativamente estable de las fuerzas políticas que lo propugnan. Además, debería consensuarse el texto de la pregunta y la mayoría a partir de la cual se dé por ganadora la respuesta a favor de la separación. Debería también especificarse cuánto tiempo ha de pasar entre la celebración de un referéndum y el siguiente, en caso de que los separatistas pierdan en la primera consulta.

El paso del tiempo no ha dado signos de que el problema territorial en España vaya a resolverse de una vez por todas. Es más, no parece disparatado afirmar que el problema ha ido agravándose y complicándose en los últimos años. Desde el Pacto de Lizarra en 1998 las cosas han ido a peor. A dicho pacto siguió un renacimiento orgulloso del nacionalismo español en la derecha y en buena parte de las élites intelectuales del país, coincidiendo, o provocando a su vez, una radicalización del nacionalismo catalán.

Estamos ante un asunto que consume muchísimas energías políticas y tiende a plantearse por ambas partes con retórica cerril e intransigente. Pero podría resultar conveniente atreverse a regular el asunto del separatismo de una vez por todas. Para que la democracia española tenga la conciencia bien limpia a la hora de negociar con los nacionalistas y para que los nacionalistas no puedan seguir jugando a amagar con planes rupturistas unilaterales.

En el momento en que haya unas reglas claras, todo el mundo sabrá a qué atenerse. Los poderes centrales, si quieren que España permanezca unida, tendrán que hacer los esfuerzos precisos para que la demanda separatista no aumente. Por su parte, los nacionalistas se cuidarán mucho antes de plantear a tontas y a locas la celebración de un referéndum. En definitiva, el debate se planteará con algo más de responsabilidad y atendiendo a unas reglas que respeten los principios básicos de un orden democrático.

viernes, 24 de octubre de 2008

Siempre negativa, nunca positiva

Por Fernando Savater en El País de 16 de octubre de 2008.

A mediados del pasado año, en la revista Esprit, un especialista en el tema comentaba que “las personas que hoy se identifican como religiosas son menos creyentes que antes y los sin religión son menos ateos que antaño”. Es muy probable que este diagnóstico sea globalmente certero, aunque a mí -por deformación ideológica, sin duda- lo que más me llama la atención sea su segunda parte. En efecto, ya no quedan ateos como los de antes o “increyentes”, como se denomina a sí mismo Francisco Fernández Buey en un curioso artículo escrito junto al teólogo González Faus (¿Dios en Barajas?, El País, 11-IX-08). En esa pieza escatológica se lamenta que los ideales ilustrados hayan desembocado en el relativismo posmoderno, dictamen papal ya conocido, y se recuerda que antaño, cuando se suponía que la muerte era paso a una vida mejor, accidentes trágicos como el de Spanair en Barajas causaban menos desolación. Supongo que por eso aún sigue siendo recomendable persignarse cuando el avión comienza a correr por la pista de despegue: por si fallan los alerones y hay que alcanzar el cielo por vía estrictamente sobrenatural…

Entre los nuevos increyentes (por no hablar de los creyentes “cultos”) la excepcional estatura intelectual de Benedicto XVI se ha convertido en un acrisolado dogma de fe. Su reciente visita oficial a Francia ha provocado rendidos ejercicios de admiración. El ex director de Le Monde, Jean-Marie Colombani, en su artículo La inteligencia política del Papa (El País, 16-IX-08) no sólo elogia su habilidad diplomática -que después de todo responde a una larga tradición vaticana- sino que le proclama “un intelectual de altura que disertó sobre la diferencia entre la teología monástica y la teología escolástica ante un auditorio de personalidades del mundo intelectual y cultural reunidas en París, muchas de las cuales fueron incapaces de seguirle”. Hombre, francamente, dado que estamos, si no me equivoco, en el siglo XXI, cierta incapacidad para seguir con interés y aplicación disquisiciones como la mencionada puede no demostrar inferioridad especulativa sino salud mental. Por lo demás el resto de las afirmaciones papales en su jornada galicana, sosteniendo que “la búsqueda de Dios y la disponibilidad para escucharle sigue siendo aún hoy el fundamento de toda verdadera cultura” y que “una cultura meramente positivista (…) sería la capitulación de la razón, la renuncia a sus posibilidades más elevadas y consiguientemente una ruina del humanismo, cuyas consecuencias no podrían ser más graves” no pasan de ser proclamas obligadas y conocidas de su oficio, aliñadas de vez en cuando sin duda con cierta pedantería parroquial. De igual modo, y a mi entender, con mejor fundamento otros pueden afirmar que la renuncia al soborno celestial es el comienzo del verdadero pensamiento moderno y que los humanistas recibieron su nombre precisamente cuando dejaron de ocuparse de la teología. Por no hablar de posteriores afirmaciones papales como las hechas en el sínodo de obispos sobre que las “naciones antes ricas en fe van perdiendo su identidad por culpa de la influencia nociva y destructiva de la cultura moderna”, o, respondiendo a la crisis económica, que “el dinero aparece y desaparece, pero Dios permanece” (supongo que por eso se muestra remiso a aparecer). Sin quitarle méritos a Benedicto XVI, en mi escala intelectual lo tengo decididamente más abajo que a Nietzsche, Freud, Bertrand Russell o Sartre, que mantenían sobre casi todo criterios diferentes a los suyos.

Sin embargo, para los laicos -creyentes o “increyentes”, tanto da- el verdadero problema no es el papa Ratzinger, que dice y hace aquello para lo que fue elegido, sino el presidente Sarkozy. Hace tiempo leí a un historiador que, hablando de los primeros cristianos, decía: “Esperaban la llegada inminente del Mesías y llegó la Iglesia”. Parafraseándole podríamos ahora afirmar que los partidarios del laicismo esperábamos desde mediados del pasado siglo la llegada de la auténtica libertad de conciencia institucional y lo que parece venir es la laicidad positiva. Aunque ese centauro ideológico no sea un invento del presidente francés, el bullicioso mandatario parece haberlo tomado en adopción. “Prescindir de las religiones es una locura, un ataque contra la cultura”, dijo ante el Papa, que asentía con la cabeza (y quizá sonreía para sus adentros, aunque menos que Carla Bruni). Pero… ¿qué es la “laicidad positiva”? Pues aquella fórmula institucional que respeta la libertad de creer o no creer (en dogmas religiosos, claro) porque ya no hay más remedio, pero considera que las creencias religiosas no sólo no son dañinas sino beneficiosas social y sobre todo moralmente. “La búsqueda de espiritualidad no es un peligro para la democracia”, asegura triunfal Sarkozy. ¡Claro que no! Pero ¿quién le ha dicho que la espiritualidad hay que buscarla prioritariamente en la fe o la religión? Más aún: ¿quién le ha ocultado que la crítica de los dogmas y la denuncia de las iglesias proviene de quienes buscaron -y buscan- realmente una espiritualidad que no se pare en barras… ni en reclinatorios?

Entre otros se lo recuerda Jean Baubérot, que es profesor emérito de historia y sociología de la laicidad en la Escuela Práctica de Altos Estudios (no, no es ateo sino protestante), en un libro interesante y divertido: La laicidad explicada al Sr. Sarkozy… y a quienes le escriben los discursos (ed. Albin Michel). Para Baubérot, la llamada “laicidad positiva” no es sino una forma de neoclericalismo, confesional pero no confeso. Y eso porque un Estado realmente laico no sólo no puede dejarse contaminar por ninguna religión, ni privilegiar ninguna de las existentes sobre las demás, sino que tampoco puede declarar preferible tener una religión a no tenerla. El lema que hoy trata de imponerse es: “crea en lo que quiera, pero tenga religión; siempre es mejor tener una religión que carecer de ella; a quien tiene religión no le sobra nada, mientras que a quien no tiene siempre le falta algo”. La tentación viene de antaño y ya fue entonces denunciada. A mediados del siglo XIX, el gran erudito y pensador liberal Wilhelm von Humboldt prevenía contra cualquier posición activa del Estado en materia religiosa, aunque no fuera más que apoyando los sentimientos religiosos en general: “siempre entraña hasta cierto punto la dirección y el encadenamiento de la libertad individual”. Tomo la cita de la imprescindible obra Difícil tolerancia (ed. Escolar y Mayo), de Yves-Charles Zarka, quien glosa así el pensamiento de Humboldt: “Toda acción del Estado en materia de religión, ya consista en dar protección a una religión determinada o a partidos religiosos o incluso a los sentimientos religiosos en general, transforma el Estado en una instancia más o menos opresiva. Evidentemente, la opresión es mayor en el caso de una religión determinada; pero incluso cuando pretende favorecer el sentimiento religioso en general, el Estado se interesa de hecho por una opinión determinada y se propone como meta asegurar la primacía de la creencia en Dios contra la incredulidad o el ateísmo”.

La laicidad (que en buen castellano se llama laicismo) no necesita apellidos que la desvirtúen: “laicidad positiva” pertenece a la misma escuela que “sindicatos verticales” o “democracia orgánica”. Pero su funcionamiento es siempre efectivamente negativo, porque rechaza cualquier injerencia de lo público en las creencias inverificables de cada cual… y de las creencias en las funciones públicas. Funciona en ambos sentidos: por ejemplo, el titular de El País calificando al juez Dívar de “muy religioso” nos hizo respingar a bastantes por su clericalismo, aunque fuera del convento de enfrente. Pero algo más que respingos tuvimos que dar al ver al cardenal Rouco en la inauguración del año judicial o saber que sigue habiendo en el Ejército generales que son a la vez obispos… Lo único positivamente claro sobre la laicidad de nuestra democracia es su insuficiencia.

martes, 21 de octubre de 2008

Guillermo solo

Por Fernando Savater en El País de 21 de octubre de 2008

Una compañera de desvelos filosóficos y querida amiga, Celia Amorós, acuñó hace años este apotegma irrefutable: si el amor no es fou, no es ni fu ni fa. Estoy seguro de que Guillermo Cabrera Infante lo hubiera suscrito sin dudar: es más, como dicen los franceses, "hubiera aplaudido con las dos manos"..., lo cual no deja de ser un exceso de entusiasmo, porque nadie puede aplaudir con una sola mano. ¡Ah, Guillermo, Guillermo el Travieso, Guillermo el Terrible, nuestro Guillermo! Con la más sublevada de las rebeldías -la que guardamos para nuestra propia muerte- sus amigos nos hacemos a la idea de su desaparición; sin embargo, en tanto lectores suyos, la resignación es sencillamente imposible. Por fortuna nunca faltan ni creo que lleguen a faltar los buenos escritores, digan lo que quieran los fastidiosos chantres de la decadencia universal: pero Guillermo el Insólito no era sólo un buen escritor sino una voz tan rabiosamente personal que ninguna otra puede sustituirla. Persona se llamó primero a la máscara, pero hoy lo personal es aquello imposible de enmascarar, la máscara sin disfraz. Guillermo el Insustituible es el Hombre Desenmascarado al que seguiremos buscando siempre, tras cada cosa y cada prosa: sub rosa.

De modo que esperábamos la novela póstuma de Guillermo con ansia y pánico: como la primera cita de amor. Su preparación editorial corrió a cargo de Miriam Gómez, así que por ese lado todos tranquilos porque no podía haber estado cuidada por mejores manos. Pero ¿y si el arte incompleto, inacabado por la zarpa de la fatalidad, se quedaba a medio camino y del encuentro con esas páginas sólo quedaba semisatisfecha la empalagosa nostalgia? Ahora ya hemos salido de dudas para entrar en éxtasis: La ninfa inconstante (ed. Galaxia Gutenberg) no es la ninfa decepcionante sino sencillamente Cabrera Infante puro y duro, entero y verdadero. No es algo que se añade a su corpus sino uno de los mejores frutos de su ánimus. El loco amor que nada sabe y todo lo busca de la primera juventud, con el retrato magistral de Estela, la adolescente diferente, indiferente, a la que Caín nunca vio reír ni sonreír, siempre seria "con una seriedad tan profunda como sólo la he visto en los niños cuando van a llorar".

Reencontrar a Guillermo, solo y verdadero, cuánto gozo. Y su Habana "que parece -aparece- indestructible en el recuerdo: eso la hace inmortal". Para algunos de nosotros, es la única Habana que hay, porque nunca quisimos ir a la otra sin Guillermo: no sin nuestro Guillermo. En cuanto a la dictadura castrista, para saber lo mala que es no hace falta viajar: basta con tratar a quienes entre nosotros simpatizan con ella. He terminado La ninfa inconstante en San Sebastián, en pleno festival de cine, como aquel que a veces compartimos con Guillermo y Miriam, con Néstor Almendros, con José Luis Guarner, con Ricardo Muñoz Suay, con tantos otros y otras. Las ninfas, por inconstantes que sean, nunca mueren pero los demás sí. Vuelvo una y otra vez a este dictamen terrible: "Virgilio se equivocó. El amor no lo conquista todo. El amor no conquista nada. Aún más, la nada lo conquista todo. La nada es omnipotente". Que no, carajo, que no.