Por Ignacio Sánchez-Cuenca en El País de 30 de octubre de 2008
Suele describirse la democracia como un procedimiento para resolver conflictos de manera no violenta, de acuerdo con reglas que permiten conjugar intereses diversos. Dichas reglas casi siempre derivan, de una forma más o menos directa, del principio de mayoría: si las partes no consiguen llegar a un acuerdo, se decide en función del apoyo popular que tienen las distintas posturas en litigio.
Uno de los conflictos más duraderos y enrevesados de la política española es el territorial. No hay un equilibrio institucional entre centro y periferia. De hecho, el Título VIII de la Constitución dejó este asunto sin cerrar y desde 1978 España se encuentra, por lo que respecta al asunto territorial, en una especie de fase constituyente permanente. En términos generales, esta naturaleza irresuelta del problema territorial no es sino un reflejo del tipo de Estado que tenemos, en el que ni el centro ni las regiones periféricas han tenido poder suficiente para imponer su punto de vista. Las regiones con demandas separatistas no han conseguido desmembrar el Estado, pero el Estado tampoco ha conseguido asimilar completamente a las minorías territoriales formadas por catalanes, vascos y gallegos, como lo prueba la supervivencia de lenguas propias, características diferenciales y demandas de mayor autogobierno o incluso de separación.
Dada esta inestabilidad institucional, creo que sería conveniente establecer un procedimiento que permitiera procesar ciertas demandas nacionalistas que, hoy por hoy, no caben en nuestra democracia. No me refiero a las reformas de los estatutos, a la financiación autonómica, o al reparto de competencias. Más bien, estoy pensando en la demanda última de ciertos nacionalistas, que no es sino el deseo de separarse de España. Dicha demanda no puede ser digerida por nuestro actual sistema democrático.
No vale de mucho alegar que todo es planteable y que la unidad de España puede discutirse de acuerdo con lo que establece la Constitución al respecto. Como bien se sabe, la Constitución de 1978, al igual que muchas otras del mundo, sanciona la indivisibilidad de la patria. Para poder dar cabida a una demanda separatista, sería necesario, por tanto, modificar el texto constitucional. Pero el procedimiento de reforma es tan exigente que no resulta un instrumento útil (ni aceptable) para resolver democráticamente la cuestión separatista en nuestro país.
Los nacionalistas, evidentemente, se aprovechan de este "punto ciego" de nuestra democracia y amagan con provocar una crisis institucional. Ahí están las dos ediciones del plan Ibarretxe, o los planes de ERC de convocar un referéndum de autodeterminación en 2014. Con objeto de ganar seguidores para su causa, se presentan como víctimas delcerrilismo u opresión política de España.
Tanto por razones democráticas como por la necesidad de desactivar ciertas coartadas que usan los nacionalistas para reforzar sus tesis, creo que es imprescindible plantear abiertamente la discusión sobre qué debe hacerse ante una demanda separatista que cuente con un cierto apoyo popular. A mi juicio, no vale de nada remitir a la Constitución, por las razones antes apuntadas: la Constitución impide plantear seriamente el asunto. Tampoco vale aducir que el separatismo es minoritario tanto en Cataluña como en el País Vasco, pues el grado de respaldo que tenga una demanda es algo contingente e históricamente variable.
No quiero sugerir con ello que las regiones tengan en España el derecho de autodeterminación. Los estudiosos del tema saben de sobra que tal derecho no existe, salvo en circunstancias muy especiales (situaciones de descolonización, invasiones bélicas, etcétera). Ahora bien, de que tal derecho no exista, no se sigue que una democracia pueda desentenderse sin más de una demanda separatista apelando a una Constitución que simplemente no deja espacio para esa demanda. Por supuesto, el hecho de que la Constitución no contemple la posibilidad de procesar dicha demanda no justifica ni legitima en absoluto el uso de la violencia, como muy bien han entendido los separatistas catalanes, no así los vascos.
¿Qué puede y debe hacerse frente a una demanda separatista? Ante todo, encauzarla y regularla según procedimientos democráticos aceptables. Resulta muy instructiva la sentencia del Tribunal Supremo canadiense ante las pretensiones separatistas de Quebec. Y no porque sean estrictamente comparables sin más las situaciones española y canadiense, sino por los principios generales que utilizaron los jueces en su razonamiento. En esencia, lo que dijeron es que a los habitantes de Quebec no les asiste derecho unilateral alguno a la secesión, pero que si hay un apoyo claro en favor de la misma, reflejado por ejemplo en un referéndum, Canadá no puede ignorarlo; en ese caso, deben abrirse conversaciones multilaterales con todas las partes afectadas para llegar a un acuerdo aceptable. El tribunal admitía así que si en una región de un Estado una mayoría clara no quiere permanecer en dicho Estado, no cabe obligar sin más a sus habitantes a vivir dentro de ese Estado en contra de su voluntad.
Es evidente que se trata de un asunto muy complicado, pues la ruptura de un Estado tiene consecuencias económicas y políticas para mucha gente. Por eso, el tribunal canadiense insistió en que la demanda de separación ha de ser clara y ampliamente mayoritaria, y que cualquier decisión al respecto debe tomarse tras una negociación entre todas las partes implicadas. A raíz de la sentencia del Supremo de Canadá, el Gobierno de aquel país trató de dar contenido a las recomendaciones generales sobre cómo abordar el conflicto mediante la llamada Ley de Claridad. Con todas las salvedades necesarias, algo similar podría ensayarse en nuestro país.
En primer lugar, debería especificarse que sólo podrá celebrarse un referéndum en ausencia de toda violencia. De este modo, si los vascos desean en algún momento realizar una consulta popular, deberán antes haber resuelto el problema del terrorismo de ETA. Esto no sólo me parece impecable desde el punto de vista democrático, sino que además constituye un acicate para que los nacionalistas vascos moderados se impliquen hasta el final, sin vacilaciones, en la estrategia de eliminación total del terrorismo.
En segundo lugar, un referéndum de separación no puede realizarse alegremente. Su propuesta debería requerir una mayoría clara y relativamente estable de las fuerzas políticas que lo propugnan. Además, debería consensuarse el texto de la pregunta y la mayoría a partir de la cual se dé por ganadora la respuesta a favor de la separación. Debería también especificarse cuánto tiempo ha de pasar entre la celebración de un referéndum y el siguiente, en caso de que los separatistas pierdan en la primera consulta.
El paso del tiempo no ha dado signos de que el problema territorial en España vaya a resolverse de una vez por todas. Es más, no parece disparatado afirmar que el problema ha ido agravándose y complicándose en los últimos años. Desde el Pacto de Lizarra en 1998 las cosas han ido a peor. A dicho pacto siguió un renacimiento orgulloso del nacionalismo español en la derecha y en buena parte de las élites intelectuales del país, coincidiendo, o provocando a su vez, una radicalización del nacionalismo catalán.
Estamos ante un asunto que consume muchísimas energías políticas y tiende a plantearse por ambas partes con retórica cerril e intransigente. Pero podría resultar conveniente atreverse a regular el asunto del separatismo de una vez por todas. Para que la democracia española tenga la conciencia bien limpia a la hora de negociar con los nacionalistas y para que los nacionalistas no puedan seguir jugando a amagar con planes rupturistas unilaterales.
En el momento en que haya unas reglas claras, todo el mundo sabrá a qué atenerse. Los poderes centrales, si quieren que España permanezca unida, tendrán que hacer los esfuerzos precisos para que la demanda separatista no aumente. Por su parte, los nacionalistas se cuidarán mucho antes de plantear a tontas y a locas la celebración de un referéndum. En definitiva, el debate se planteará con algo más de responsabilidad y atendiendo a unas reglas que respeten los principios básicos de un orden democrático.
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