Por Fernando Savater en El País de 16 de octubre de 2008.
A mediados del pasado año, en la revista Esprit, un especialista en el tema comentaba que “las personas que hoy se identifican como religiosas son menos creyentes que antes y los sin religión son menos ateos que antaño”. Es muy probable que este diagnóstico sea globalmente certero, aunque a mí -por deformación ideológica, sin duda- lo que más me llama la atención sea su segunda parte. En efecto, ya no quedan ateos como los de antes o “increyentes”, como se denomina a sí mismo Francisco Fernández Buey en un curioso artículo escrito junto al teólogo González Faus (¿Dios en Barajas?, El País, 11-IX-08). En esa pieza escatológica se lamenta que los ideales ilustrados hayan desembocado en el relativismo posmoderno, dictamen papal ya conocido, y se recuerda que antaño, cuando se suponía que la muerte era paso a una vida mejor, accidentes trágicos como el de Spanair en Barajas causaban menos desolación. Supongo que por eso aún sigue siendo recomendable persignarse cuando el avión comienza a correr por la pista de despegue: por si fallan los alerones y hay que alcanzar el cielo por vía estrictamente sobrenatural…
Entre los nuevos increyentes (por no hablar de los creyentes “cultos”) la excepcional estatura intelectual de Benedicto XVI se ha convertido en un acrisolado dogma de fe. Su reciente visita oficial a Francia ha provocado rendidos ejercicios de admiración. El ex director de Le Monde, Jean-Marie Colombani, en su artículo La inteligencia política del Papa (El País, 16-IX-08) no sólo elogia su habilidad diplomática -que después de todo responde a una larga tradición vaticana- sino que le proclama “un intelectual de altura que disertó sobre la diferencia entre la teología monástica y la teología escolástica ante un auditorio de personalidades del mundo intelectual y cultural reunidas en París, muchas de las cuales fueron incapaces de seguirle”. Hombre, francamente, dado que estamos, si no me equivoco, en el siglo XXI, cierta incapacidad para seguir con interés y aplicación disquisiciones como la mencionada puede no demostrar inferioridad especulativa sino salud mental. Por lo demás el resto de las afirmaciones papales en su jornada galicana, sosteniendo que “la búsqueda de Dios y la disponibilidad para escucharle sigue siendo aún hoy el fundamento de toda verdadera cultura” y que “una cultura meramente positivista (…) sería la capitulación de la razón, la renuncia a sus posibilidades más elevadas y consiguientemente una ruina del humanismo, cuyas consecuencias no podrían ser más graves” no pasan de ser proclamas obligadas y conocidas de su oficio, aliñadas de vez en cuando sin duda con cierta pedantería parroquial. De igual modo, y a mi entender, con mejor fundamento otros pueden afirmar que la renuncia al soborno celestial es el comienzo del verdadero pensamiento moderno y que los humanistas recibieron su nombre precisamente cuando dejaron de ocuparse de la teología. Por no hablar de posteriores afirmaciones papales como las hechas en el sínodo de obispos sobre que las “naciones antes ricas en fe van perdiendo su identidad por culpa de la influencia nociva y destructiva de la cultura moderna”, o, respondiendo a la crisis económica, que “el dinero aparece y desaparece, pero Dios permanece” (supongo que por eso se muestra remiso a aparecer). Sin quitarle méritos a Benedicto XVI, en mi escala intelectual lo tengo decididamente más abajo que a Nietzsche, Freud, Bertrand Russell o Sartre, que mantenían sobre casi todo criterios diferentes a los suyos.
Sin embargo, para los laicos -creyentes o “increyentes”, tanto da- el verdadero problema no es el papa Ratzinger, que dice y hace aquello para lo que fue elegido, sino el presidente Sarkozy. Hace tiempo leí a un historiador que, hablando de los primeros cristianos, decía: “Esperaban la llegada inminente del Mesías y llegó la Iglesia”. Parafraseándole podríamos ahora afirmar que los partidarios del laicismo esperábamos desde mediados del pasado siglo la llegada de la auténtica libertad de conciencia institucional y lo que parece venir es la laicidad positiva. Aunque ese centauro ideológico no sea un invento del presidente francés, el bullicioso mandatario parece haberlo tomado en adopción. “Prescindir de las religiones es una locura, un ataque contra la cultura”, dijo ante el Papa, que asentía con la cabeza (y quizá sonreía para sus adentros, aunque menos que Carla Bruni). Pero… ¿qué es la “laicidad positiva”? Pues aquella fórmula institucional que respeta la libertad de creer o no creer (en dogmas religiosos, claro) porque ya no hay más remedio, pero considera que las creencias religiosas no sólo no son dañinas sino beneficiosas social y sobre todo moralmente. “La búsqueda de espiritualidad no es un peligro para la democracia”, asegura triunfal Sarkozy. ¡Claro que no! Pero ¿quién le ha dicho que la espiritualidad hay que buscarla prioritariamente en la fe o la religión? Más aún: ¿quién le ha ocultado que la crítica de los dogmas y la denuncia de las iglesias proviene de quienes buscaron -y buscan- realmente una espiritualidad que no se pare en barras… ni en reclinatorios?
Entre otros se lo recuerda Jean Baubérot, que es profesor emérito de historia y sociología de la laicidad en la Escuela Práctica de Altos Estudios (no, no es ateo sino protestante), en un libro interesante y divertido: La laicidad explicada al Sr. Sarkozy… y a quienes le escriben los discursos (ed. Albin Michel). Para Baubérot, la llamada “laicidad positiva” no es sino una forma de neoclericalismo, confesional pero no confeso. Y eso porque un Estado realmente laico no sólo no puede dejarse contaminar por ninguna religión, ni privilegiar ninguna de las existentes sobre las demás, sino que tampoco puede declarar preferible tener una religión a no tenerla. El lema que hoy trata de imponerse es: “crea en lo que quiera, pero tenga religión; siempre es mejor tener una religión que carecer de ella; a quien tiene religión no le sobra nada, mientras que a quien no tiene siempre le falta algo”. La tentación viene de antaño y ya fue entonces denunciada. A mediados del siglo XIX, el gran erudito y pensador liberal Wilhelm von Humboldt prevenía contra cualquier posición activa del Estado en materia religiosa, aunque no fuera más que apoyando los sentimientos religiosos en general: “siempre entraña hasta cierto punto la dirección y el encadenamiento de la libertad individual”. Tomo la cita de la imprescindible obra Difícil tolerancia (ed. Escolar y Mayo), de Yves-Charles Zarka, quien glosa así el pensamiento de Humboldt: “Toda acción del Estado en materia de religión, ya consista en dar protección a una religión determinada o a partidos religiosos o incluso a los sentimientos religiosos en general, transforma el Estado en una instancia más o menos opresiva. Evidentemente, la opresión es mayor en el caso de una religión determinada; pero incluso cuando pretende favorecer el sentimiento religioso en general, el Estado se interesa de hecho por una opinión determinada y se propone como meta asegurar la primacía de la creencia en Dios contra la incredulidad o el ateísmo”.
La laicidad (que en buen castellano se llama laicismo) no necesita apellidos que la desvirtúen: “laicidad positiva” pertenece a la misma escuela que “sindicatos verticales” o “democracia orgánica”. Pero su funcionamiento es siempre efectivamente negativo, porque rechaza cualquier injerencia de lo público en las creencias inverificables de cada cual… y de las creencias en las funciones públicas. Funciona en ambos sentidos: por ejemplo, el titular de El País calificando al juez Dívar de “muy religioso” nos hizo respingar a bastantes por su clericalismo, aunque fuera del convento de enfrente. Pero algo más que respingos tuvimos que dar al ver al cardenal Rouco en la inauguración del año judicial o saber que sigue habiendo en el Ejército generales que son a la vez obispos… Lo único positivamente claro sobre la laicidad de nuestra democracia es su insuficiencia.
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