Por Roberto Saviano
en El País de 11 de febrero de 2009Como italiano, siento la necesidad de esperar que mi país pida perdón a Beppino Englaro. Perdón porque a los ojos del mundo ha demostrado ser un país cruel, incapaz de comprender el sufrimiento de un hombre y de una mujer enferma. Y que se ha puesto a gritar, y a acusar, animando a uno y otro bando. Pero no había bandos. No se trata de apostar por la vida o la muerte. No es así.
Beppino Englaro no era partidario de la muerte de su hija, y hasta su mirada muestra las huellas del dolor de un padre que ha perdido toda esperanza y felicidad, e incluso belleza, a través del sufrimiento de su hija. Beppino debía ser respetado como hombre y como ciudadano independientemente de lo que cada uno piense. También, y sobre todo, si no pensaba como Beppino. Porque ha sido un ciudadano que se ha dirigido a las instituciones, y porque luchando dentro de las instituciones y con las instituciones sólo ha pedido que se respetase la sentencia del Tribunal Supremo.
Sin duda, quienes no comparten la postura de Beppino (y la que Eluana había transmitido a su padre) tenían el derecho y el deber, impuesto por su propia conciencia, de manifestar su oposición a que se interrumpiesen la alimentación mediante sonda y la hidratación. Pero la batalla debía hacerse siguiendo la conciencia de cada uno, y no intentando intervenir poniendo trabas al Tribunal Supremo. Beppino ha preguntado a la ley y la ley le ha confirmado que tenía derecho. ¿Ha bastado esto para desencadenar la rabia y el odio contra él? ¿Es la caridad cristiana la que hace que le llamen asesino? Hace que un grupo de personas que no saben nada del dolor de una hija inmóvil en una cama le increpen como a un conde Ugolino que, igual que en el Infierno de Dante, devora a sus hijos por el hambre. Y dicen estas idioteces en nombre de un credo religioso.
Pero no es así. Yo conozco una iglesia que en mi pueblo es la única que se encuentra en territorios más complejos, junto a las situaciones más desesperadas, la única que ofrece dignidad de vida a los inmigrantes, a quienes son ignorados por las instituciones, a quienes no consiguen salir a flote en esta crisis. La única que proporciona alimento y que está presente entre aquellos que no encontrarían a nadie que les escuchara. Los padres combonianos, igual que la comunidad de San Egidio, el cardenal Sepe, y también el cardenal Martini, son órdenes, asociaciones y personalidades cristianas fundamentales para la supervivencia de la dignidad de mi país.
Conozco esta historia cristiana. No la de la acusación a un padre indefenso y solo y con la fuerza del derecho. Beppino, por respeto a su hija, ha difundido fotos de Eluana sonriente y bellísima, precisamente para recordarla en vida, pero podría mostrar el rostro hinchado y deformado de los últimos años que ha pasado tumbada en una cama, sin expresión y sin pelo. Pero no quería vencer con la fuerza del chantaje de la imagen, sino sólo con la fuerza del derecho que hace que una persona decida su propio destino. A quienes pretenden hacer méritos con la Iglesia fingiendo a menudo afecto hacia la pobre Eluana les pregunto: ¿dónde estaba la Iglesia cuando atronaba la guerra contra Irak? ¿Dónde están los políticos cuando la Iglesia pide humanidad y respeto para los inmigrantes apiñados entre Lampedusa y los abismos del Mediterráneo? ¿Dónde están estos políticos cuando la Iglesia, a menudo en ciertos territorios la única voz de resistencia, solicita una intervención decisiva en el sur y contra las mafias? Sería bonito poder pedir a los cristianos de mi país que no crean en quienes sólo se sienten con ánimos para especular sobre debates en los que no hay que demostrar nada con hechos, sino sólo tomar partido.
Lo que ha faltado estos días, como siempre, ha sido la capacidad de percibir el dolor. El dolor de un padre. El dolor de una familia. El dolor de una mujer inmóvil desde hace años y en una situación irreversible y que había expresado a su padre una voluntad. Y que personas que ni siquiera la conocían y que no conocen a Beppino ahora pongan en duda esa voluntad. Y que demuestran poco o ningún respeto al derecho. Incluso cuando se considera que no es posible compaginar este derecho con la moral de uno, y precisamente porque es un derecho se puede ejercer o no. Ésta es la maravilla de la democracia. Comprendo la voluntad de empujar a las personas a no disfrutar de este derecho. Pero no a negar el derecho en sí. El espectáculo que en España, igual que en Europa, ha dado Italia de un país que ha especulado por enésima vez. Muchos políticos han vuelto a utilizar el
caso Englaro para tratar de crear consenso y distraer a la opinión pública, en un país al que la crisis ha puesto de rodillas, y en el que la crisis está permitiendo a los capitales criminales devorar a los bancos, donde los sueldos están congelados y no parece que haya solución.
Pero ésta es otra historia. Precisamente en un momento de crisis, de frases hechas, de poco respeto, Beppino Englaro ha dado fuerza y sentido a las instituciones italianas y a la posibilidad de que un ciudadano de nuestro país aún pueda tener esperanza en las leyes y en la justicia. Creo que esto debe ser evidente también para quienes no aceptan que se quiera suspender un estado vegetativo permanente y consideran que cualquier forma de vida, incluso la más inerte, debe ser tutelada. Quizá el error de Beppino haya sido la ingenuidad y la corrección de creer en las posibilidades de justicia en Italia. Y en cambio, debía emigrar, igual que emigran todos los que quieren una vida mejor y distinta. Desde Italia ya no se emigra sólo para encontrar trabajo, sino también para nacer y para morir. Y para obtener justicia.
Me he preguntado por qué Beppino Englaro, como, por otra parte, alguien le había sugerido, no consideró oportuno resolverlo todo
a la italiana. En los hospitales muchos susurraban: "¿Por qué convertirlo en una batalla simbólica? Se la lleva a Holanda y asunto concluido". Otros aconsejaban el acostumbrado método silencioso, dos billetes de 100 euros a una enfermera experta y todo se habría resuelto enseguida y en silencio. Eutanasia clandestina.
Como en la película
Las invasiones bárbaras [Denys Arcand], en la que un profesor canadiense con una enfermedad terminal y presa de horribles dolores se reúne con sus amigos y familiares en una casa junto a un lago y, gracias al apoyo económico de su hijo y de una enfermera competente, practica la eutanasia de forma clandestina.
Y quizá sólo en estas circunstancias consigues explicarte la historia de Sócrates y sólo ahora entiendes, después de haberla escuchado miles de veces, por qué bebió la cicuta en lugar de escapar. Todo esto se vuelve actual y resulta evidente que ese querer permanecer, esa vía de escape ignorada, y de hecho aborrecida, es mucho más que una campaña a favor de una muerte digna individual; es una batalla en defensa de la vida de todos.
Beppino Englaro, con su batalla, ha abierto un nuevo camino, ha demostrado que en Italia no existe nada más revolucionario que la certeza del derecho. Si en mi tierra fuera posible dirigirse a un tribunal para ver reconocido, en un plazo de tiempo adecuado, la base del propio derecho, no sentiríamos la necesidad de recurrir a otras soluciones.
Y a él le corresponde el mérito de habernos enseñado a allanar el camino de las instituciones, y a recurrir a la magistratura para ver afirmados los derechos de uno en un momento de profunda y tangible desconfianza. Y a pesar de todas las peripecias burocráticas, al final ha demostrado que en el derecho tiene que existir la posibilidad de encontrar una solución.
Por una vez en Italia la conciencia y el derecho no emigran. Por una vez no hay que salir fuera para obtener algo, o solamente para pedirlo. Por una vez no buscamos que nos escuchen en otro lugar; es imposible que un ciudadano italiano, independientemente de su forma de pensar, no considere a Beppino Englaro un hombre que está devolviendo a nuestro país esa dignidad que a menudo nosotros mismos le quitamos.
Imagino que Beppino Englaro, al mirar a su Eluana, sabía que el dolor que ha sentido su hija es el dolor de cualquier individuo que lucha por la afirmación de sus derechos. Ha hecho que se descubra de nuevo una de las maravillas olvidadas del principio democrático, la empatía, cuando el dolor de uno es el dolor de todos. Y así, el derecho de uno se convierte en el derecho de todos.
Estas palabras mías terminan dando las gracias a Englaro, porque si mañana en Italia cualquiera puede decidir si en caso de encontrarse en estado neurovegetativo quiere ser mantenido en vida por las máquinas durante décadas o elegir su final sin emigrar, como siempre, se lo deberemos a él. Es esta Italia del derecho y de la empatía la que permite respetar y comprender también elecciones distintas en las que sería hermoso reconocerse.