Por José María Ruiz Soroa en El Correo de 24 de enero de 2009
El discurso de Obama en el Capitolio [Edito: aquí en versión interactiva del New York Times], un discurso que es más para ser leído que escuchado, trae al recuerdo uno de los más famosos discursos de la historia, la llamada 'oración fúnebre' de Pericles, pronunciada en Atenas en el año 431 a.C. Aunque quizás no sea conocido por el gran público, es objeto de estudio apasionado en las facultades de ciencias políticas. Baste señalar que nuestra tristemente no nacida Constitución europea comenzaba citando como pórtico un fragmento de esa oración.
Pericles era el jefe ateniense en la recién comenzada guerra entre Atenas y Esparta (aunque su cargo fuera sólo el de 'estrategos'), una guerra en la que poco después moriría. Aquel primer invierno de la guerra se celebraba un epitafio por los ciudadanos caídos en combate. Los ánimos estaban bajos en la polis, pues la táctica militar de Atenas era encerrarse en sus murallas y dejar a los espartanos devastar sus campos, aguantando y confiando a la larga en su poder marítimo. Pericles pronunció un discurso que su contemporáneo Tucídides (el primer historiador en nuestra cultura occidental) anotó con esmero para la posteridad, pues le admiraba profundamente a pesar de que no fiaba demasiado en la democracia ateniense.
Pericles y Obama son políticos que perciben que su gente está decaída, que corren tiempos de crisis, que hablan «entre nubes y tormentas». Y pronuncian un discurso para elevar la moral común, para incentivar a su pueblo. Esta es la primera coincidencia. La segunda, más significativa, es que ambos recurren a los mismos registros oratorios para conseguir el efecto que buscan, que utilizan similares argumentos y recursos para reilusionar a los ciudadanos.
En primer lugar, desde luego, no engañan al público acerca de las dificultades del momento: son sinceros y descarnadamente claros: estamos en una crisis profunda dice Obama, la guerra será larga y dura, dice Pericles. Pero lo declaran sin rubor: la superaremos y saldremos fortalecidos. ¿Cómo? En primer lugar, con autoestima colectiva como país: «No imitamos a nadie, sino que somos la escuela de la Hélade», proclama orgulloso Pericles. «No pediremos perdón por nuestra forma de vida, seguimos siendo el país más próspero y poderoso de la Tierra», ha dicho Obama. Pero esa autoestima no se funda sólo, ni principalmente, en el poderío material alcanzado por Atenas o Estados Unidos, sino en la convicción de que los valores que sustentan su convivencia son los mejores: «El poderío de la ciudad lo hemos logrado con esta forma de ser».
Cuando Pericles va describiendo esa forma de ser peculiar de los atenienses que les convierte en una sociedad preferible a cualquier otra su discurso se convierte en una hábil enumeración de antinomias que consigue concordar. En efecto, va citando los valores contrarios que en toda sociedad coexisten, pero los va concordando en una síntesis armoniosa: riqueza/pobreza, público/privado, reflexión/valor. Exactamente el mismo recurso que utilizó Obama, que huyó cuidadosamente de focalizar su proclama en cualquiera de los lados de los problemas: mercado/Estado, fuerza/negociar, individualismo/solidaridad, convencer/luchar, justicia/seguridad. Es un recurso que está al alcance de muy pocos, pues es muy difícil hacer creíble esa asunción de los cuernos de un dilema y su superación por el único arte de la ilusión y el entusiasmo. Pero puede hacerlo quien tiene claro cuál es el valor final potente que la sociedad debe perseguir: «La felicidad se basa en la libertad y la libertad en el atrevimiento», según el ático. «La promesa hecha por Dios es que todos somos iguales, todos somos libres y todos merecemos una oportunidad de buscar la felicidad posible», dice el estadounidense.
Pericles destacaba de los atenienses una diferencia de carácter: que eran inquietos, que eran unos aficionados a quienes el interés por crecer no les permitía estarse quietos sino que les exigía cambiar el mundo en su derredor. Obama lo llama «curiosidad» en el caso americano, pero también lo destaca. Es la disposición anímica de quienes creen que, a pesar de los males y desilusiones que muestra la experiencia humana, hay espacio todavía para entusiasmarse. Lo contrario tanto del tradicionalismo como del escepticismo. Es una postura deliberadamente ingenua, que resulta presa fácil para la crítica posmoderna que disfruta desmontando y deconstruyendo el relato de progreso humano sobre el que se funda. Tiene una textura que linda con el buenismo bobalicón y que se arriesga a ser silbada por el público como impostación ridícula del orador. Por eso muy pocos, y en muy pocos momentos, son capaces de hacerla creíble. Pericles lo hizo hace veinticuatro siglos, Obama lo ha hecho hoy.
El discurso de hace unos días repite unas cincuenta veces las palabras 'nosotros' o 'nuestro', el plural colectivo. La oración fúnebre más aún. Pero no es grupalismo en bruto, sino apelación a la nación cívica, al patriotismo republicano. Obama lo dijo claro hace unos meses: «Nunca hemos sido simplemente una colección de individuos, ni una colección de Estados rojos y azules. Somos, y siempre seremos, Estados Unidos de América». Orgullo de país, pero fundado en valores cívicos heredados y compartidos, no en pasados míticos ni en superioridades étnicas. «Tenemos un sistema político que no imita las leyes de otros; en cuanto a su nombre, al no ser objetivo del gobierno los intereses de unos pocos, sino los de la mayoría, le llamamos democracia» (la frase de Pericles que los europeos quisimos poner de pórtico a la Constitución).
Y, sobre todo, lo que más llama la atención (y la envidia) del europeo escéptico y descreído: esa capacidad de invocar el pasado, desde los padres fundadores en adelante, como una historia de todos. Durante siglos los europeos miramos con negligente superioridad a los norteamericanos y les acusamos de no tener historia, de ser un país tan joven que no tenía pasado. Resulta que era al revés: ellos tienen una historia en la que son capaces de sentirse unidos, a pesar de la Guerra Civil, del racismo separador, de la opulencia insultante de unos pocos y de tantos y tantos desencuentros. Obama puede citar Gettysburg, pero también Khe Sahn en Vietnam, pues lo asume como pasado común. Entre nosotros, sin embargo, ¿quién se atrevería a invocar ese campo de minas que llamamos nuestro pasado y al que sólo proyectamos desgarro y desunión? ¿Quién de entre nuestros conciudadanos es capaz de contarse una historia coherente del país de que formamos parte?
Tucídides anotaba en su libro: «Con Pericles, Atenas era de nombre una democracia, pero era de hecho el gobierno del mejor hombre» ('protos aner'). Porque él, influyente por su prestigio e inteligencia y manifiestamente insobornable, «contenía a la multitud aunque le daba libertad, y no se dejaba guiar por ella sino que la guiaba él, no hablaba para agradar sino para oponerse a sus pasiones, como podía hacer gracias a su reputación». Tucídides estaba describiendo, sin saberlo, el modelo de lo que hoy llamamos liderazgo democrático. Algo que los meses y días pasados hemos contemplado con envidia en Estados Unidos: cómo se construye una ilusión común simplemente con valor y razón retórica. Cómo se impulsa el cambio sin desgarro, cómo se supera lo mal hecho sin herir a nadie. Por una vez (y seguramente por un corto plazo) hemos sido llamados a ver un doble fenómeno: cómo un líder construye un pueblo, y cómo un pueblo construye un líder. Quizás sea a la larga uno de los que Stefan Zweig llamaba «momentos estelares de la Humanidad»; quizás quede en nada a la postre y haya sido un fogonazo pasajero; pero ha merecido la pena vivirlo.
El discurso de Obama en el Capitolio [Edito: aquí en versión interactiva del New York Times], un discurso que es más para ser leído que escuchado, trae al recuerdo uno de los más famosos discursos de la historia, la llamada 'oración fúnebre' de Pericles, pronunciada en Atenas en el año 431 a.C. Aunque quizás no sea conocido por el gran público, es objeto de estudio apasionado en las facultades de ciencias políticas. Baste señalar que nuestra tristemente no nacida Constitución europea comenzaba citando como pórtico un fragmento de esa oración.
Pericles era el jefe ateniense en la recién comenzada guerra entre Atenas y Esparta (aunque su cargo fuera sólo el de 'estrategos'), una guerra en la que poco después moriría. Aquel primer invierno de la guerra se celebraba un epitafio por los ciudadanos caídos en combate. Los ánimos estaban bajos en la polis, pues la táctica militar de Atenas era encerrarse en sus murallas y dejar a los espartanos devastar sus campos, aguantando y confiando a la larga en su poder marítimo. Pericles pronunció un discurso que su contemporáneo Tucídides (el primer historiador en nuestra cultura occidental) anotó con esmero para la posteridad, pues le admiraba profundamente a pesar de que no fiaba demasiado en la democracia ateniense.
Pericles y Obama son políticos que perciben que su gente está decaída, que corren tiempos de crisis, que hablan «entre nubes y tormentas». Y pronuncian un discurso para elevar la moral común, para incentivar a su pueblo. Esta es la primera coincidencia. La segunda, más significativa, es que ambos recurren a los mismos registros oratorios para conseguir el efecto que buscan, que utilizan similares argumentos y recursos para reilusionar a los ciudadanos.
En primer lugar, desde luego, no engañan al público acerca de las dificultades del momento: son sinceros y descarnadamente claros: estamos en una crisis profunda dice Obama, la guerra será larga y dura, dice Pericles. Pero lo declaran sin rubor: la superaremos y saldremos fortalecidos. ¿Cómo? En primer lugar, con autoestima colectiva como país: «No imitamos a nadie, sino que somos la escuela de la Hélade», proclama orgulloso Pericles. «No pediremos perdón por nuestra forma de vida, seguimos siendo el país más próspero y poderoso de la Tierra», ha dicho Obama. Pero esa autoestima no se funda sólo, ni principalmente, en el poderío material alcanzado por Atenas o Estados Unidos, sino en la convicción de que los valores que sustentan su convivencia son los mejores: «El poderío de la ciudad lo hemos logrado con esta forma de ser».
Cuando Pericles va describiendo esa forma de ser peculiar de los atenienses que les convierte en una sociedad preferible a cualquier otra su discurso se convierte en una hábil enumeración de antinomias que consigue concordar. En efecto, va citando los valores contrarios que en toda sociedad coexisten, pero los va concordando en una síntesis armoniosa: riqueza/pobreza, público/privado, reflexión/valor. Exactamente el mismo recurso que utilizó Obama, que huyó cuidadosamente de focalizar su proclama en cualquiera de los lados de los problemas: mercado/Estado, fuerza/negociar, individualismo/solidaridad, convencer/luchar, justicia/seguridad. Es un recurso que está al alcance de muy pocos, pues es muy difícil hacer creíble esa asunción de los cuernos de un dilema y su superación por el único arte de la ilusión y el entusiasmo. Pero puede hacerlo quien tiene claro cuál es el valor final potente que la sociedad debe perseguir: «La felicidad se basa en la libertad y la libertad en el atrevimiento», según el ático. «La promesa hecha por Dios es que todos somos iguales, todos somos libres y todos merecemos una oportunidad de buscar la felicidad posible», dice el estadounidense.
Pericles destacaba de los atenienses una diferencia de carácter: que eran inquietos, que eran unos aficionados a quienes el interés por crecer no les permitía estarse quietos sino que les exigía cambiar el mundo en su derredor. Obama lo llama «curiosidad» en el caso americano, pero también lo destaca. Es la disposición anímica de quienes creen que, a pesar de los males y desilusiones que muestra la experiencia humana, hay espacio todavía para entusiasmarse. Lo contrario tanto del tradicionalismo como del escepticismo. Es una postura deliberadamente ingenua, que resulta presa fácil para la crítica posmoderna que disfruta desmontando y deconstruyendo el relato de progreso humano sobre el que se funda. Tiene una textura que linda con el buenismo bobalicón y que se arriesga a ser silbada por el público como impostación ridícula del orador. Por eso muy pocos, y en muy pocos momentos, son capaces de hacerla creíble. Pericles lo hizo hace veinticuatro siglos, Obama lo ha hecho hoy.
El discurso de hace unos días repite unas cincuenta veces las palabras 'nosotros' o 'nuestro', el plural colectivo. La oración fúnebre más aún. Pero no es grupalismo en bruto, sino apelación a la nación cívica, al patriotismo republicano. Obama lo dijo claro hace unos meses: «Nunca hemos sido simplemente una colección de individuos, ni una colección de Estados rojos y azules. Somos, y siempre seremos, Estados Unidos de América». Orgullo de país, pero fundado en valores cívicos heredados y compartidos, no en pasados míticos ni en superioridades étnicas. «Tenemos un sistema político que no imita las leyes de otros; en cuanto a su nombre, al no ser objetivo del gobierno los intereses de unos pocos, sino los de la mayoría, le llamamos democracia» (la frase de Pericles que los europeos quisimos poner de pórtico a la Constitución).
Y, sobre todo, lo que más llama la atención (y la envidia) del europeo escéptico y descreído: esa capacidad de invocar el pasado, desde los padres fundadores en adelante, como una historia de todos. Durante siglos los europeos miramos con negligente superioridad a los norteamericanos y les acusamos de no tener historia, de ser un país tan joven que no tenía pasado. Resulta que era al revés: ellos tienen una historia en la que son capaces de sentirse unidos, a pesar de la Guerra Civil, del racismo separador, de la opulencia insultante de unos pocos y de tantos y tantos desencuentros. Obama puede citar Gettysburg, pero también Khe Sahn en Vietnam, pues lo asume como pasado común. Entre nosotros, sin embargo, ¿quién se atrevería a invocar ese campo de minas que llamamos nuestro pasado y al que sólo proyectamos desgarro y desunión? ¿Quién de entre nuestros conciudadanos es capaz de contarse una historia coherente del país de que formamos parte?
Tucídides anotaba en su libro: «Con Pericles, Atenas era de nombre una democracia, pero era de hecho el gobierno del mejor hombre» ('protos aner'). Porque él, influyente por su prestigio e inteligencia y manifiestamente insobornable, «contenía a la multitud aunque le daba libertad, y no se dejaba guiar por ella sino que la guiaba él, no hablaba para agradar sino para oponerse a sus pasiones, como podía hacer gracias a su reputación». Tucídides estaba describiendo, sin saberlo, el modelo de lo que hoy llamamos liderazgo democrático. Algo que los meses y días pasados hemos contemplado con envidia en Estados Unidos: cómo se construye una ilusión común simplemente con valor y razón retórica. Cómo se impulsa el cambio sin desgarro, cómo se supera lo mal hecho sin herir a nadie. Por una vez (y seguramente por un corto plazo) hemos sido llamados a ver un doble fenómeno: cómo un líder construye un pueblo, y cómo un pueblo construye un líder. Quizás sea a la larga uno de los que Stefan Zweig llamaba «momentos estelares de la Humanidad»; quizás quede en nada a la postre y haya sido un fogonazo pasajero; pero ha merecido la pena vivirlo.
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