jueves, 12 de febrero de 2009

¿Cuándo comienza la vida humana?

Por José María Ruiz Soroa en El Correo de 5 de febrero de 2009

En ocasiones es preciso distinguir entre una causa justa, como lo es la de establecer una regulación del aborto que garantice razonablemente la libertad y la seguridad jurídica de la mujer, y las razones que se dan para sostenerla, como la de que es sólo la mujer la que puede decidir sobre su cuerpo y su vida. Porque bien puede suceder, y creo que éste es uno de los casos en que eso ocurre, que una cierta manera de defender una causa justa sea total y absolutamente inaceptable. No la causa, pero sí la manera.

Un difundido criterio, sedicentemente progresista, sostiene que la mujer es la única titular de derechos en relación a su embarazo, puesto que el feto no puede ser considerado como persona humana y, por ello, carece de derecho alguno. Para este radical planteamiento, existe una vida humana y no dos en la problemática situación que plantea el aborto y, por ello, no hay ningún conflicto serio a resolver. Se trata sólo de respetar el más amplio derecho de la mujer a decidir sobre su cuerpo y su vida, exactamente igual que el que poseemos el resto de los seres humanos sobre nuestro soporte biológico. De seguirse fielmente el razonamiento hasta su final, la ley no tendría por qué regular el aborto, igual que no se inmiscuye en el derecho de las personas a ser intervenidas, a cortarse el pelo o a modificar su cuerpo.

Es curioso señalar que este mismo pensamiento, que defiende que el 'nasciturus' carece de derecho alguno, no tiene reparo lógico alguno para admitir que las futuras generaciones son titulares de derechos efectivos sobre o en contra de nosotros los actuales vivientes, en materias tales como la conservación del medio ambiente o el equilibrio sostenible. Lo cual resulta una contradicción insostenible: ¿Cómo sería que las generaciones humanas ni siquiera concebidas pudieran ser titulares de derechos actuales mientras que el ya concebido pero todavía no nacido carecería de derecho alguno?

Hay algo que intuitivamente se nos impone sin necesidad de mayor argumentación y es que el aborto es una situación que afecta directamente a algo o alguien más que a la mujer que lo sufre. Todos intuimos que el feto que se destruye en un aborto tiene algo que ver con la vida humana, que no es lo mismo amputarse una oreja que amputarse un feto. Y que, precisamente por ello, la regulación del aborto debe tomar en consideración la existencia del feto como factor limitativo de la voluntad absoluta de la mujer.

¿Está usted insinuando que el feto es una persona humana y que, por tanto, el aborto es un asesinato? ¿Defiende usted, como la doctrina católica oficial, que existe vida humana desde el momento mismo de la fecundación del óvulo? Pues no, ni mucho menos. Lo que afirmo es sólo que el feto tiene que ver con la vida humana y que este particular 'tener que ver' debe ser examinado con cuidado cuando se discute sobre la regulación del aborto.

Verán, y por decirlo directamente, es un error plantear la cuestión como un dilema binario, el de si el feto es o no persona. Porque así planteada, la cuestión lleva indefectiblemente a respuestas arbitrarias y apriorísticas. Unos dicen que lo es ya desde la concepción, otros desde que es viable, otros desde que puede vivir independientemente, otros sólo desde que nace. Todos tienen una respuesta tajante para una cuestión que sin embargo, y éste es el meollo del asunto, es imposible de contestar. Esto es lo que afirmo: que no existe forma de responder a la pregunta de cuándo exactamente, en qué concreto momento, comienza a existir la vida humana. Porque es una pregunta falaz en su mismo planteamiento. Y que la religión, la ciencia, o la medicina, cuando ponen aquí o allí, en algún concreto momento, ese comienzo de la vida humana, están siendo arbitrarias en grado sumo.

Los griegos llamaban 'sorites' a un tipo de planteamientos falaces que conviene recordar ahora: si de un montón de trigo quitamos un grano, ¿sigue existiendo el montón? Obvio que sí. ¿Y si quitamos mil, o cien mil, o un millón? ¿Cuántos granos hay que quitar (o poner) para que un montón deje de ser (o llegue a ser) un montón? O planteado de otra forma, ¿cuánto es un montón de trigo, o cuánto es una pizca de sal? Pues bien, si sustituimos cantidad por tiempo, observaremos que intentar fijar el comienzo de la vida humana en un momento exacto lleva a incurrir en una falacia similar. La formación de la vida humana no es un momento sino un proceso, y cualquiera que pretenda fijar un punto exacto de ese proceso como comienzo de ella se encuentra con la misma dificultad lógica: el segundo, el minuto, el día antes de ese momento que elija, ¿no era persona el feto? ¿Y al siguiente sí? ¿No era persona en el preciso segundo anterior al parto pero sí en el segundo posterior? ¿No había vida humana hasta las doce semanas pero sí a partir de ellas? ¿Y qué pasaba a las once semanas, seis días y veintitrés horas y media?

El problema, de esto sabe mucho la filosofía, está en la forma en que usamos la cópula verbal 'es' cuando hablamos de cuestiones como ésta. Es decir, cuando discutimos acerca de cuándo el feto 'es' una persona. Porque sucede que, como estableció Aristóteles, el ser se dice de muchas maneras y no de una sola; y, sin embargo, nosotros utilizamos la copulativa 'es' en nuestras discusiones como si sólo significara una cosa, como si fuera unívoca. Y no es así. Un óvulo fecundado en el seno materno 'es una persona humana' en cierto sentido puesto que ese germen tiende a constituirse finalmente como tal. Pero 'no lo es' en otro sentido, puesto que carece de casi todos los requisitos que consideramos como constituyentes del ser humano (no es un individuo dotado de reflexividad consciente). Una semilla es un árbol en cierto sentido, pero no lo es en otro. Lo es en potencia, pero no en acto, por usar los clásicos términos escolásticos que designan las dos categorías del ser. Un feto es un ser humano en potencia, como lo es todavía un niño recién nacido o uno de seis meses. Pero ninguno de ellos es un ser humano en acto, como lo es ya un niño de cinco años.

Pues bien, la pregunta que se frustra a sí misma es la cuestión del momento exacto en que la potencia se transforma en acto, la de establecer un momento cronológico para ese paso de la una al otro. No hay respuesta para esa pregunta, como tampoco la hay para preguntas de similar índole tales como: ¿Cuándo, que día y hora, aprendí a hablar? ¿Cuándo exactamente empecé a amar? ¿Cuándo en concreto empecé a ser viejo? Nuestro lenguaje, que es nuestro pensamiento, no puede responder a preguntas así. El principio de contradicción, que es el que articula el uso de nuestra razón, establece sí que una cosa no puede 'ser y no ser' pero esa imposibilidad sólo se da cuando se pretende ser y no ser 'a la vez': 'ser blanca y negra a la vez', 'ser persona y no serlo a la vez'. Pero la pregunta que obviamente sigue a esa afirmación es: ¿Y cuánto es 'la vez'? Y no hay respuesta, porque esa vez no es un momento, ni un instante, ni una parte exacta del tiempo. La búsqueda del momento exacto en que el ser en potencia se transforma en ser en acto está condenada al fracaso, pues es tanto como intentar aplicar el tiempo de la cronología a un proceso que no es cronológico sino dialéctico.

Y, sin embargo, no podemos huir del problema porque la realidad sufriente nos exige atenderlo y darle soluciones, provisionales y tentativas, pero soluciones claras. Debemos regular en qué momento el aborto es lícito y desde qué momento deja de serlo por chocar con el interés del 'nasciturus'. La política no consiste en quedarnos hablando de los problemas, sino en encauzarlos mediante decisiones.

Lo importante a mi modo de ver (y de ahí este comentario quizás excesivamente abstruso) es tener muy en cuenta que, como escribió John Dewey, la cuestión no es tanto qué hacer sino cómo decidir qué hacer. Y ese cómo implica en este caso ser conscientes de que nos movemos en un terreno misterioso, que sólo Dios -si existiera- podría zanjar con clarividencia. Que no existen en esta materia 'verdades previas' (sean la de que el feto es persona desde la concepción, o que no lo es hasta nacer, o cualquiera intermedia) que puedan ponerse sobre la mesa de discusión como argumentos ganadores 'a priori'. Que un poco de respeto por los propios límites del ser humano, esos que lindan con el misterio, es altamente recomendable para tratar con la cuestión.

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