Maruja Torres en El País Semanal de 8 de febrero de 2009
Es bueno comprobar, conforme pasa el tiempo, que hay personas que permanecen. Audrey Hepburn cumpliría ochenta años en mayo -¿se lo pueden creer?-, y una nutrida población de seguidores -pues con nosotros se podría fundar un pequeño Estado bastante hermoso- la seguimos recordando y seguimos emocionándonos a causa de las lecciones de belleza, bondad y gran clase que de ella recibimos. Audrey cuenta con un récord único en el mundo del cine: no tuvo que morir a los veinte para que el suyo fuera un cadáver -cómo odio esta palabra relacionada con ella- hermoso. Fue lo que siempre fue hasta que murió, por enfermedad y serenamente, a una edad ya avanzada aunque no la suficiente. Ojalá estuviera viva.
Pero lo está. Con motivo de la exposición de parte de su vestuario en ese estupendo espacio de cine que tiene lugar en Granada -hasta el 31 de marzo: merece una peregrinación-, en el programa de la SER La ventana, Gemma Nierga y Jaume Figueras le hicieron una entrevista a su hijo mayor, Sean Hepburn Ferrer, encargado de preservar y compartir el patrimonio-memoria de su madre. Me la pasé, la entrevista, llorando. No de pena ni de nostalgia. Llorando de Audrey, que es una preciosa forma de llorar, como se llora leyendo un poema o escuchando una música, o recordando a los que amamos cuando su evocación ya no nos duele.
Contó Sean Hepburn Ferrer una anécdota preciosa. Y es que, cuando los encargados de casting (la palabra inglesa me gusta mucho más que la española reparto, que parece ir en camión) de la película Always, de Steven Spielberg, se reunieron para determinar quién haría el papel de Ser del Otro Mundo, alguien planteó la siguiente pregunta: "¿Y si Dios fuera mujer?". Y todos a una respondieron: "¡Audrey Hepburn!". Y así fue como la eligieron. Por Dios, no por Santurrona. Ella, que hizo dos veces de monja, nunca nos dejó esa imagen de intocada o de pureza. Lo suyo era otra cosa. Humanidad. En Historia de una monja era una mujer con dudas y dilemas que acaba dejando el convento. Y en Robin y Marian era una malcasada con el Señor que aguardaba el regreso -o lo añoraba- de aquel truhán que la dejó por Ricardo Corazón de Sabandija y la Cruzada de los Necios.
Billy Wilder, que la dirigió en Sabrina y Ariane, era un hombre sumamente ingenioso que a veces se perdía por una buena frase. Solía decir que a Audrey no se le podía poner a hacer el amor en una película, que nadie lo creería o no lo soportarían. Se equivocaba. Stanley Donen la convirtió en adúltera en Dos en la carretera, y en amarga esposa a ratos, después de haberla metido en la cama en memorables escenas, llenas de romanticismo unas, y de doloroso cinismo otras, con Albert Finney. Donen lo hizo con tanta maestría que sólo nos quedó para la memoria un filme que es real como la vida y maduro como el arte, y una protagonista que trascendía la banalidad de las convenciones para transmitir, con la intensidad de su rostro anguloso, el peso de la experiencia. Dos en la carretera es una de sus mejores películas y quizá la más dura (aunque Ariane tampoco sea una comedia, pese a sus apariencias), y, según su hijo, hoy día se estudia el vestuario que Audrey luce porque determina las épocas en que transcurren los diferentes flash-backs. Junto con los modelos de automóviles, añadiría yo.
En la entrevista mencionada se abrió el micrófono y compareció una niña de diez años, creo recordar que se llamaba Victoria, que, emocionada, contó que quería ser como Audrey Hepburn (Sean le prometió recibirla en Granada y contarle cosas exclusivas de su madre), y otra oyente explicó que había crecido viendo Guerra y paz. ¡Aquella Natasha!
Quizá fue por su experiencia de hambre y bombardeos en la Europa de la II Guerra Mundial, de aquella infancia tan dura, que Audrey Hepburn obtuvo el don de emocionarnos desde que su sonrisa y su capacidad para entender la desdicha iluminaron la pantalla en Vacaciones en Roma.
Sí, llorar de Audrey es una de las mejores terapias que pueden ocurrirnos.
lunes, 9 de febrero de 2009
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