Por José María Ruiz Soroa en El Correo de 21 de noviembre de 2007
Sucede que la pasada semana la consejera de Cultura del Gobierno vasco intervino en el Consejo de Ministros de la Unión Europea, en representación de España, designada previamente por consenso de las diecisiete comunidades autónomas. Y lo hizo en euskera, cosa que se ha celebrado como un triunfo de 'lo natural'. La propia consejera deploró que fuera noticiable algo que «debería ser normal» en el ámbito europeo. A pesar de este entusiasmo gubernamental, hay razones más que fundadas para desear que lo sucedido no se convierta en normal, sino que quede ahí como un simple hito simbólico.
Razones de pura lógica, en primer lugar. Porque, si no me equivoco, resulta que la consejera habló en representación de cuarenta millones de personas. Pero habló en un idioma que no permitía que la entendieran exactamente el 97,50% de sus representados. No digo que no la entendieran los demás países europeos, como es lógico, es que no la podía entender más que el 2,5% de aquéllos en cuyo nombre hablaba. ¿Realmente les parece a ustedes que tal cosa debe convertirse en normal? A mí me parece de lo más anormal que el portavoz de unos ciudadanos hable un idioma que es incomprensible para el 97,50% de ellos. Me resulta estrambótico que para entender lo que dice precisen un traductor, no sólo los demás europeos a quienes habla, sino también los españoles en cuyo nombre habla.
Razones económicas en segundo lugar. Porque sucede que el uso de las lenguas autóctonas en las instituciones europeas está condicionado a que sea Madrid la que proporcione, a su exclusiva costa, traducción previa de las peticiones e intervenciones a todas las lenguas oficiales de la Unión. Decir que el euskera es ya oficial en la Unión no es sino una costosa pantomima.
Más extravagante aún me resulta que, como colofón a su intervención pública, la consejera declare que «es lamentable que los representantes vascos en el Congreso y Senado españoles no puedan hablar allí en vascuence». ¿Por qué lo digo? Pues porque, en primer lugar, resulta que la mayoría de esos representantes no pueden hablar en euskera ni en Madrid, ni en Bilbao, ni en su casa del País Vasco, ni en ninguna parte, porque sencillamente no lo hablan. Sería verdaderamente milagroso que Anasagasti, Rojo o Benegas prorrumpieran a hablar en euskera en Madrid. Pero, en segundo lugar, lo que resulta anormal es el empecinamiento que demuestran continuamente los nacionalistas del tipo de la consejera en desconocer la clase de plurilingüismo que existe en España. Porque es verdad, como es obvio, que España es un país con un multilingüismo vivo, al igual que Euskal Herria es un país bilingüe. Pero no todos los países bilingües o plurilingües son iguales, como los especialistas saben. España no es como otros países plurilingües tales como Suiza, Bélgica o India, y basta reflexionar un poco para percibir la diferencia esencial con ellos: que en nuestro país existe una lengua común hablada por todos, una lengua que nos permite entendernos con independencia de cuál sea nuestra lengua 'propia' (como llaman aquí a las lenguas autóctonas). La situación de un país plurilingüe que posee una lengua común es total y absolutamente diferente de la de los países que carecen de ella, aquéllos cuyos ciudadanos no pueden entenderse sino en una tercera como el inglés. Diferente es el tratamiento administrativo de esa situación y diferente es la política sobre el uso de las diferentes lenguas en las instituciones.
El castellano es la lengua común de todos los españoles, la que nos permite entendernos entre nosotros (por cierto, también es la lengua común de todos los vascos peninsulares que nos permite entendernos, pero ésa sería otra historia). En puridad, al decir de muchos lingüistas, el castellano ha sido desde su nacimiento una lengua koinética, es decir, una lengua puente utilizada para entenderse por los hablantes de los diversos idiomas que confluían en el norte peninsular, la mayoría de ellos desaparecidos casi por completo hoy (los romances riojano, bajoaragonés, navarro, asturiano, leonés, mozárabe y el idioma vascón). Una fonética muy accesible y una sintaxis muy simple propiciaron que aquel latín deformado por los vascoparlantes de las tierras alavesas de Valpuesta se convirtiera en la 'segunda lengua' de aquel hervidero humano medieval. Y el futuro pertenece siempre a las 'segundas lenguas', como sucede hoy con el inglés.
Cuando se posee una lengua común es literalmente absurdo escenificar una situación de incomprensión, es extravagante la estampa de unos senadores o congresistas españoles con cascos de traducción simultánea para oírse entre ellos. Y, además de esperpéntico, carece de la más mínima justificación en términos políticos, pues en un Estado federal como el nuestro los órganos centrales son expresión, precisamente, de lo que nos une, no de lo que nos diferencia. Y si hay algo que nos une es la lengua común. Salvo actuaciones puramente simbólicas, la diferencia debe expresarse allí donde corresponde, en los órganos rectores o representativos de las autonomías. Y la unión en los centrales. Lo contrario es pervertir la relación típica entre unidad y diferencia que es propia de un Estado federal.
Los nacionalistas opinan lo contrario, opinan que ante todo y sobre todo debe exhibirse la diferencia, aunque sea una diferencia artificiosa e hipostasiada. Que cada uno debe hablar en 'su' idioma, aunque así no se entiendan los ciudadanos. No ven la lengua como un medio, como un herramienta, sino como un depósito sagrado de identidad. Pero que piensen así, e incluso que ese pensamiento se vaya convirtiendo en políticamente correcto en la España actual, no lo hace normal. Es una perversión enfermiza del valor de uso de las lenguas.
Lo más lógico y 'normal' sería concentrar progresivamente el lenguaje de las instituciones europeas en un solo un idioma, probablemente el inglés. Me parece que sería más práctico y sencillo para los ciudadanos europeos y ahorraría una enorme cantidad de costes de transacción entre ellos, que es de lo que se trata. ¿Qué con ello el castellano podría llegar a perder peso y atractivo en Europa? No es algo que me preocupe en absoluto. ¿Cuántas lenguas se han perdido para que usted y yo podamos llegar a entendernos, amigo lector? Pues más aún se perderán para que lo consigan los tataranietos de los actuales pobladores del mundo. ¿Saben ustedes que el 25% de las lenguas vivas en el mundo cuentan con menos de mil (1.000) hablantes? ¿Y que el 50% cuentan con menos de diez mil seres humanos que las hablan? Que hay países como Indonesia que poseen 694 lenguas, o Papúa-Nueva Guinea que tiene 673, o India 337. ¿Maravilloso o pavoroso?
Les facilito unos sencillos datos del censo actual de lenguas en el mundo: sólo el 3,4% de ellas (unas 230) corresponde al continente europeo entero (UE o no); en cambio, el 14,9% (1.013) corresponde a América, el 30,2% (2.058) a África, el 32,3% (2.197) a Asia y el 19,3% (1,311) al Pacífico. Lo curioso de estos datos es observar la enorme capacidad reductora de la multiplicidad lingüística que ha tenido Europa en comparación con otras regiones del mundo. Y la pregunta obvia es: ¿Tendrá ello algo que ver con su temprano éxito?
Las lenguas, aunque a algunos les cueste entender esa simple verdad, están hechas para que los seres humanos se entiendan, no para que se frustren entre sí, ni para que se las convierta en el reducto del narcisismo de la diferencia. Su único valor es su capacidad comunicativa, nada más.
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