Gregorio Morán escribía en las páginas de La Vanguardia del pasado sábado que “las campañas electorales parecen pensadas para retrasados mentales“. Ciertamente, es una extendida y creciente sensación, en aumento a cada campaña que pasa.
A estos asesores en comunicación política, que hoy día tanto proliferan, ¿por qué no se les denomina asesores en publicidad electoral que, en definitiva, es lo que son? Cambiar el nombre para disimular la realidad de las cosas es una de las aficiones preferidas de los que practican el lenguaje políticamente correcto, una forma de expresión que comenzó con aquella manera tan cursi de llamar a los negros, a los muy dignos negros, hombres de color, como si los blancos, tan dignos como los negros, carecieran de él, fueran incoloros.
Pero no carguemos sobre las espaldas de estos asesores toda la responsabilidad sobre estas desquiciadas campañas ya que la cuota más importante está en los políticos: no sólo aceptan al asesor, sino que se prestan a interpretar el papel que les asigna. ¿Tenían asesores de este género Churchill y De Gaulle, Togliatti o Adenauer? ¿Seguro que Nixon perdió su debate televisivo frente a Kennedy porque se había afeitado por la mañana en lugar de poco antes de enfrentarse a su rival, como sostiene esta llamada ciencia de la comunicación política? “Del buen rasurado como factor decisivo de éxito político”. Parece una broma.
Pero Gregorio Morán alude también en su artículo a una cuestión más grave y de fondo, a un factor que influye desde hace años, muy negativamente, en la política española. “¿Cuándo votamos a favor por última vez?“, se pregunta Morán. Y prosigue: “Hubo un momento en que la gente, en España, dejó de votar a favor para votar en contra“. Efectivamente, desde hace ya un tiempo cunde la sensación de que la propaganda electoral consiste mucho más en denunciar unas supuestas maldades del contrario que en destacar las virtudes y propuestas propias, la propaganda se hace en negativo más que en positivo. Es la apelación al voto del miedo.
Añadamos un matiz. Hay una forma de atacar al contrario, al adversario, que es legítima y natural: consiste en rebatir sus argumentos, expresar tus propias preferencias como mejores que las suyas, razonar porqué son más convenientes tus propuestas que las de los demás y advertir de los perjuicios que ocasionaría la victoria del adversario. Son actitudes que forman parte del arte de polemizar y, por tanto, son un componente esencial del debate político democrático. No me refiero a esto con el voto en negativo, el voto del miedo. Me refiero a otra cosa: a ofrecer una imagen tenebrosa de los contrarios, absolutamente distorsionada respecto a la realidad, dejando entrever, sutilmente o de forma descarada, que su triunfo constituiría un peligro para el sistema democrático, una irreversible vuelta atrás que nos sumiría en el más negro de los destinos. En definitiva, que los adversarios no son tales sino que son enemigos, no basta con vencerlos en las urnas, sino que hay que eliminarlos, son enemigos del sistema y no adversarios dentro del sistema. No se busca el voto a favor por los méritos propios, sino que se pide el voto en contra para evitar que venza el enemigo que tanto miedo nos debe inspirar.
¿Cuándo empezó esta visión cainita de la política en la reciente historia democrática española? Situaría su inicio en la primera mitad de los años noventa, hace unos quince años, más o menos allá por las elecciones de 1993. En aquella época, se habían comenzado a descubrir algunos indicios de corrupción en el Gobierno socialista, especialmente la lamentable historia de los GAL, el asunto Amedo, seguro que recuerdan. Nuevos descubrimientos sucesivos aumentarían la gravedad de los hechos: el caso Roldán, los sobresueldos de los altos mandos del Ministerio del Interior y la información privilegiada utilizada en beneficio propio por el entonces gobernador del Banco de España. Fueron un conjunto de asuntos graves que acabaron dilucidándose, de forma ejemplar, ante los tribunales de justicia. Todo ello fue tergiversado por el PP al sacar una conclusión manifiestamente falsa: todos los socialistas, empezando por Felipe González, son unos ladrones, unos completos chorizos. Demencial.
Por su parte, el PSOE contraatacó también con malas artes: en la campaña electoral de 1993 exhibió un doberman, ese perro asesino, como imagen del Partido Popular y acusó a sus dirigentes de franquistas. Ahí se empezó a resquebrajar la reconciliación democrática de la transición y de nuevo, poco a poco, fue asomando el guerracivilismo, la mitificación pseudohistórica de un pasado nefasto, en el que las culpas se repartían por todos los bandos. En los años siguientes, la equiparación de PP con fascismo y de Aznar con Franco, hizo el resto. Las agresiones, algo natural.
De aquellos polvos, estos lodos. Porque ahí estamos, ahí seguimos. Peligrosamente. Señores Zapatero y Rajoy: no hagan caso a sus asesores, bajen el tono los próximos días, hagan propuestas en positivo, lleguen a algunos acuerdos, que no pasa nada. Quizás, si es eso lo que les importa, incluso pueden ganar algunos votos, evitar algunas abstenciones.
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