Por Gregorio Morán en La Vanguardia de 23 de febrero de 2008 (leído en Reggio)
Llevamos treinta años votando y hoy, recién inaugurado el festival del idiota -las campañas electorales parecen pensadas para retrasados mentales-, me gustaría hacerles una pregunta personal, íntima, sin exigencia de respuesta rápida. ¿Cuándo fue la última vez que usted votó a favor de algo? Aclaro que no estoy preguntando cuándo votó por última vez, sino cuándo votó en positivo. ¿Acaso fue la primera vez que metió la papeleta en las urnas, mientras le temblaban las manos, mitad por emoción mitad por inexperiencia, como me ocurrió a mí mismo?
Aquel 15 de junio del 77 ¿fue la primera y última vez que usted votó en conciencia por lo que quería, por lo que le ilusionaba, en fin por todo aquello que se le había acumulado en la vida y que tenía la intención de expresarlo metiendo una papeleta por la ranura de una caja de plástico transparente?
¿O sucedió luego, en el esperanzado octubre de 1982, cuando los socialistas barrieron con el club del misal y la cursilería en el que se había convertido la UCD de Landelino Lavilla? ¿No se acuerdan ustedes de aquella imagen buñuelesca de Landelino bailando con su señora, en plena campaña electoral? Antes, cuando lo recordaba, lloraba de risa, ahora, si la evoco, siento vergüenza ajena.
¿Cuándo votamos a favor por última vez? En esencia hubo un momento en que la gente, en España, dejó de votar a favor para votar en contra.
¿Cuántas elecciones se lleva votando a unos para que no ganen los otros? Desde hace mucho tiempo, demasiado para los treinta años de experiencia democrática. Las elecciones en España, no sólo las generales sino las autonómicas, se han convertido en auténticos ejercicios colectivos de vudú. Se mete la papeleta en la urna para castigar al adversario. La invención del Partido Popular como gravoso peligro para la convivencia, por ejemplo, ha tenido notable éxito en el País Vasco y Catalunya; es al tiempo que un hallazgo mediático, un lujo para cualquiera de los otros partidos nacionalistas, tan conservadores o más que el propio Partido Popular. Por ejemplo, tengo yo serias dudas sobre quién es más conservador, si Mariano Rajoy o Duran Lleida; me bastaría contrastar los lemas de campaña sobre la emigración de uno y otro, para encontrarme con gemelos univitelinos.
Yo no podría votar por Zapatero, sencillamente porque me avergüenza. Yo siempre pensé que la política era un asunto serio para gente curtida y voluntariosa. El combate Hillary-Obama, por ejemplo. Un personal que se lo curra, que tiene a los medios de comunicación mirándoles el dobladillo de la ropa interior, donde cometer un error no se permite impunemente. Es verdad que la democracia norteamericana puede dar productos caducados, auténticos desechos de tienta, pero eso le pasa a cualquiera en un momento torpe de la historia. No soy un experto en política norteamericana, pero si a alguien en algún lugar de nuestro entorno se le ocurriera la genialidad etílica del dedito en forma de garfio sobre la ceja izquierda, lo más probable es que le nombraran ejecutivo en los casinos de Las Vegas.
A mí con Zapatero, lo confieso, me ocurre como con Maragall o el lehendakari Ibarretxe. No entiendo cómo unos personajes así han llegado a ser considerados referentes de algo. No creo que nadie haya descrito este tipo de individuo con la minuciosidad con que lo hizo un buen conocedor del paño, y notable impostor, que fue Jercy Kosinski en su magistral relato En el jardín; sirvió para el filme inquietante que protagonizaba Peter Sellers, ¡Bienvenido, Mr. Chance! No es nada personal, es una cuestión de Estado. Esa gente la considero un peligro. Yo aún estoy esperando, perplejo y desolado, una explicación sobre un montón de cosas que se ha ido dejando caer esa especie de Trío de los Panchos, llenos de ideas de bombero; con permiso del benemérito cuerpo. La llamada y caducada negociación con ETA no es agua pasada, sino una prueba de irresponsabilidad, en la que me la bufa lo que pueda pensar el Partido Popular; otros genios que se fueron a Suiza a charlar, hasta que se dieron cuenta de que les estaban tomando el pelo. Porque el problema capital de la clase política española respecto a ETA, y en esa clase incluyo a partidos veteranos como el PNV y a gregarios de menor cuantía como Carod-Rovira, está en determinar el tiempo que tardan en detectar que les están tomando el pelo, un pelo carísimo en sangre y alternativas.
Yo no puedo votar a Zapatero, porque no soy artista, ni me gusta la poesía de Benedetti -¡manda cojones sacar ahora a Benedetti del armario!-. Zapatero tiene un aroma a Artur Mas, todo huele a retórica, no se cree una puta palabra de todo lo que dice, o se lo cree mientras lo dice, pero ni un minuto más. Hoy juran, mañana van al notario, al otro día hacen declaraciones volcánicas que si alguien se las tomara en serio darían un vuelco al país. Tampoco puedo votar a Rajoy ni al PP, no sólo por trayectoria sino porque me basta verle en ese calvario, crucificado entre dos delincuentes políticos como Acebes y Zaplana -un delincuente político es aquel tipo que después de haber burlado todas las leyes de la decencia, no ha encontrado aún el juez social que le encause por estafa ciudadana-, junto a un espécimen como Pizarro, cuya única preocupación en su vida, hasta el día de hoy, ha sido forrarse.
Y ahí estamos, discutiendo contra quién se debe votar. El macizo de la raza hispana duda de Rajoy -¡ay esos gallegos indecisos, si volviera Aznar, el sin dudas!-, pero votará contra Zapatero. Los votantes zapateriles -¡cuánto dinero se ha distribuido entre la inteligencia hispana; sólo Esquerra Republicana alcanzó tan altas cotas en el aplec de Frankfurt!- dudan del fuste de ese chico, al que le falta un hervor, pero votarán contra el PP. ¿Y el mundo fantástico del tripartito catalán, qué hará? Los muchachos y muchachas de Esquerra, unidos sobre todo por el erario público, se decidirán contra la gran meada española, última aportación del fino teórico Carod-Rovira el caganer, famoso por su arrojo. Iniciativa per Catalunya i els Verds, en su aspiración por convertirse en un club vacacional, rutes a peu i en bicicleta, se paseará en vehículo ecológico. Cada vez que contemplo el aspecto de seminarista rebotado de ese chico de la bicicleta, me viene a la memoria lo que fue el PSUC en este país y me cuesta creerlo.
Opciones. Puede usted votar contra Rajoy, puede usted votar contra Zapatero, puede usted votar algo del tripartito y darle una patada a Mas en el culo de Duran Lleida. Puede usted votar contra todos un poco y seguir siendo constitucional. Incluso regalarle el voto a Llamazares, un médico en cuyas manos no pondría mi salud ni loco. Si vota en blanco, ya sabe que es la opción defendida por dos talentos estratégicos de larga trayectoria, Maragall y Barrera. Yo le sugiero algo muy sencillo y sin ningún futuro. El efecto le durará apenas una noche, la que sigue a los resultados electorales. No vaya a votar. Ni siquiera se mueva.
Castígueles con su desprecio. Le puedo asegurar que como ciudadano no va a variar en nada su vida si gana uno o gana otro, todo lo más sufrirá viendo la cara de Zaplana, no muy diferente de la de Blanco, o al revés, y como ninguno conseguirá la mayoría absoluta, podrá gozar de una escena memorable: cómo, al día siguiente del voto, todos se mostrarán dialogantes, integradores y comprensivos con sus adversarios. España se está haciendo italiana. La casta, hay quien la llama la costra, domina la situación y usted ha de asumir que, además de tocarle sus partes íntimas durante los días que quedan hasta el próximo 9, además, digo, creerán que le gusta. Porque si no protesta, se entiende que es porque le place. Por eso, el desprecio debería ir tomando carácter de derecho político. Nos faltan aún formas de manifestarlo, pero esta ocasión viene como regalada, porque nada es tan obvio como explicar que los intereses que unen a Zapatero con Rajoy, y a Carod con Acebes, son un vínculo mucho más poderoso que sus obligaciones con nosotros.
miércoles, 27 de febrero de 2008
El derecho político al desprecio
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