Un argumentado artículo de Pedro Larrea examinaba recientemente la cuestión de si el vigente sistema de Concierto Económico de Euskadi (o Navarra) debe considerarse o no como un privilegio. Su conclusión neta era la negativa: no es en absoluto un privilegio, decía, sino un derecho especial o particular, un ‘hecho diferencial’ que se funda en la historia específica del País Vasco, en virtud de la famosa «fuerza normativa de la facticidad» de Jellinek que Herrero de Miñón ha puesto últimamente de moda por estos lares.
Desde luego, discutir si el Concierto Económico es un ‘privilegio’ o un ‘derecho particular’ sería puro nominalismo, puesto que la palabra ‘privilegium’ (de ‘privus’ y ‘lex’) designa precisamente el derecho particular de uno sólo o de una sola clase de personas, con lo que ambos términos significan lo mismo. Lo que sucede es que el término ‘privilegio’, que durante siglos fue exhibido con orgullo por sus detentadores (y por eso nuestro Señorío de Vizcaya alardeaba de sus ‘fueros y privilegios’, como cualquier otra institución estamental), se ha vuelto una ‘palabra fea’ en la sociedad igualitarista moderna, y parece necesario sustituirla por otras más políticamente correctas: tales como derecho diferencial, particular, especial. Pero lo trascendente no es el ‘nomen’ que le demos, sino el efecto real del Concierto Económico, es decir, si procura o no un trato de favor a los recursos del País Vasco.
Se quejaba Pedro Larrea de que la cuestión se suele abordar desde la «palabrería política» y no desde la «ramplona contabilidad», como a él le parecería más adecuado. Aunque no soy precisamente un experto economista, parece que existen datos avalados por solventes intérpretes que pueden ponerse en la mesa de debate. Me remito, por ejemplo, a las palabras del catedrático de la UPV Ignacio Zubiri, que ha dedicado mucho tiempo al análisis de los efectos fiscales del Concierto Económico: «Gracias al Concierto Económico Euskadi ha dispuesto de seis puntos más del PIB de gasto público para financiar las mismas competencias que comunidades como Madrid o Cataluña»; «Es un sistema que aporta un 60% más de recursos ‘per capita’ para financiar las mismas competencias» (’El País’ 14/05/06). O los datos de la Fundación de Cajas de Ahorro sobre flujos de capital público entre comunidades que aportaba Ignacio Marco Gardoqui: «Euskadi y Navarra son las únicas comunidades que tienen un saldo positivo en su balanza fiscal, a pesar de disponer de una renta ‘per capita’ superior a la media; cada vasco recibe al año 229 euros del saco común; compárese con Cataluña que tiene un saldo negativo de 624 euros, o Madrid con 1.403 euros» (EL CORREO 17/02/05).
Tales datos nos llevan a una conclusión inevitable: el Concierto Económico podrá o no ser un privilegio en abstracto como sistema de participación fiscal en un Estado federalizado; pero tal como actúa aquí y ahora, en la realidad fiscal de España, no puede discutirse que, ciertamente, procura un trato de favor a los vascos. Con toda seguridad, Pedro Larrea conoce mejor que yo las razones por las que se produce esa distorsión en su operatividad real, pero lo que es palmario es que existe.
¿Y en abstracto? ¿Es universalizable a todas las comunidades el sistema, de forma que pueda afirmarse que no es un privilegio, sino una norma kantianamente legítima? Escuché plantear esta pregunta hace unos pocos días en la UIMP de Santander al catedrático de Hacienda Publica C. Monasterio Escudero, y me interesó sobremanera su respuesta. En principio sí es generalizable, nos dijo, como cualquier otro sistema de financiación de un Estado federalizado que quiera diseñarse, aunque llevaría bastante tiempo hacerlo en una forma razonablemente equilibrada. Ahora bien, lo que no sería posible es su generalización tal y como ahora existe y funciona para Euskadi y Navarra, pues generaría un déficit de por lo menos el 3% del PIB. La razón es clara: si todos reciben más de lo que aportan, el saco común estalla. Pero es que hay más: incluso ajustado y calculado correctamente, el sistema de Concierto Económico como método generalizado de financiación de un sistema federal tiene una consecuencia muy concreta: favorece a las comunidades ricas y perjudica a las pobres, pues carece de elementos redistributivos. Es decir, quien pagaría el coste de la universalización del sistema de Concierto sería la solidaridad. Este es un término que a Pedro Larrea le resulta pura «palabrería política», pero que a otros muchos nos parece precisamente el nervio esencial del Estado democrático social actual: la solidaridad (interpersonal, interclasista e interautonómica) no es una palabra bonita más, no es una virtud graciable, sino que es el valor más característico de nuestras sociedades democráticas. Es el criterio jurídico constitucional inspirador del Estado social. Y el Estado autonómico es parte del Estado social de Derecho, no algo al margen de él.
Dicho lo anterior desde la perspectiva ‘contable’ del asunto, conviene también precisar algo sobre la filosofía política y jurídica que trasluce el artículo que comento cuando apela a la historia, a la realidad, a «la fuerza normativa de la facticidad», para justificar sin más la diferencia de trato que entraña el Concierto Económico. Se trataría de una manifestación más de ese derecho histórico del ‘pueblo vasco’ que se impone al legislador actual por el hecho de su simple existencia. La realidad histórica encarnada en las normas consuetudinarias de un pueblo vence al racionalismo geométrico y dogmático de quienes diseñan Estados federales simétricos, defiende Pedro Larrea. ¿Qué decir de esta toma de postura? Bueno, la verdad es que la contraposición entre historia y razón, entre realidad social y racionalismo dogmático, es una vieja cantinela que empezó a pergeñar Edmund Burke en su furibunda crítica a los revolucionarios franceses que pretendían, según él, nada menos que ahormar en una construcción racional y jacobina una realidad histórica francesa viva y compleja. Y ha seguido siendo desde entonces un rasgo característico del pensamiento conservador, tanto en filosofía política (Michael Oakhesott) como jurídica (desde el segundo Ihering). Pero dejando de lado excesos ocasionales, se basa en una falsa contraposición, en una descripción de los términos en contraste que no es ajustada sino desfigurada. El racionalismo político es el de una razón histórica, una razón situada, que conoce muy bien las constricciones que impone la historia y el azar a los diseños intelectuales. Lo reconoció Aristoteles (criticando a su muy racionalista utópico maestro): «No basta imaginar un gobierno perfecto; se necesita sobre todo un gobierno practicable». Pero no por ello renunció a la razón, sino que siguió manteniendo que «la humanidad en general debe ir en busca, no de lo que es antiguo, sino de lo que es bueno».
Pretender justificar cualquier institución en su sola historia, en el simple hecho de que ha existido durante largo tiempo, es tanto como incurrir en el tipo de falacia que inolvidablemente definió David Hume: de un hecho no se puede derivar un derecho, de una situación fáctica no se puede deducir un valor. Determinados derechos particulares o concretas instituciones jurídicas pueden haber existido como normas de una sociedad durante mucho tiempo, y cualquier juicio que se haga sobre ellas deberá tener en consideración esa realidad, máxime cuando pretenda alterarlas. Pero nunca podrá admitirse que su existencia es criterio de justificación suficiente para su pervivencia.
En el ‘revival’ de los derechos históricos a que asistimos hoy entre nosotros late el mismo espíritu profundamente conservador que animaba a los moderados españoles del siglo XIX cuando invocaban la Constitución interna o histórica de España como valladar contra cualquier constitución racional liberal moderna. Cuando el PNV afirma que los derechos históricos son nuestra verdadera Constitución está incurriendo (aunque probablemente lo ignore) en el mismo desafuero intelectual que cuando Cánovas del Castillo afirmaba que la monarquía católica era la constitución interna de España. Está conectando con un historicismo ramplón que ignora el fruto más valioso de la modernidad: el de que toda institución social es criticable y revisable por los ciudadanos a que afecta. Pues si hay algo de universal en el ser humano es precisamente eso, su capacidad de criticar y modificar las normas de la sociedad en que vive. Desde su razón, precisamente.
Durante muchos siglos, por paccionada carta de privilegio, los vecinos del concellu de Leitariegos estuvieron exentos total y absolutamente de cualesquiera pechos, alcabalas o impuestos. A cambio, se obligaban a tañer las campanas y poner estacas en la senda los días de boira o nieve ¿Hubiera sido razonable mantener ese sistema de financiación, por muy antiguo, propio y paccionado que fuera? Pues eso.
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