La Constitución de 1978 se comprometió a respetar el autogobierno vasco en materia fiscal. El Estatuto de Gernika señaló el Concierto alavés de 1976 como imaginario foral de referencia. Y el 13 de mayo de 1981 el Parlamento español aprobó un modelo de tributación y financiación que reconoce a los territorios forales de Álava, Gipuzkoa y Bizkaia la capacidad de establecer y recaudar tributos, cuyo producto ha de financiar no sólo el gasto de las instituciones vascas, sino también una parte alícuota de las competencias no recibidas, determinada básicamente en proporción al peso relativo de la renta de Euskadi sobre el conjunto estatal. El resultado fue un régimen fiscal propio, paccionado y armonizado; es decir, un sistema normativo distinto formal y a veces materialmente del de territorio común; acordado bilateralmente en el origen y en sus eventuales modificaciones; y obligado a no distorsionar el mercado único español y europeo; régimen, en fin, dotado de autonomía institucional, procedimental y económica, empleando las categorías del abogado general de la Unión Europea señor Geelhoed, lo que significa normativa propia, emanada de órgano que decide en virtud de título jurídico-político propio, y generadora de consecuencias financieras íntegramente asumidas por las administraciones vascas.
Hoy todavía, tras veinticinco años de andadura, continúan escuchándose voces hostiles al Concierto. Al coro de desafectos se ha sumado recientemente el presidente Maragall, que ve en aquél un sistema de financiación «discriminatorio e insolidario», un privilegio de imposible generalización al resto de comunidades autónomas. ‘Privilegio’: he aquí el término ominoso, palabrota malsonante de enorme impacto dialéctico, que libera al que la profiere del siempre penoso esfuerzo de argumentar o demostrar. Así que ‘privilegio’ se ha convertido en el dardo acusatorio predilecto de quienes, por una razón u otra, sienten repugnancia por la foralidad fiscal.
Explican los manuales que las normas jurídicas se clasifican, atendiendo a su ámbito territorial de aplicación, en comunes y particulares; por el contrario, el privilegio, como el llamado derecho singular o excepcional, se caracteriza por que sus principios informadores son contrarios a los de derecho común. Es claro que ni el derecho foral catalán ni el derecho tributario vasco, de naturaleza civil y político-administrativa respectivamente, son privilegios en sentido técnico, sino derecho particular vigente en un territorio determinado, en el que gozan de los atributos de abstracción y generalidad. Son, como afirma el legislador balear, derecho general en un territorio particular, o derecho distinto y no de excepción. Derecho foral significa, en suma, derecho propio.
Pero no son los tecnicismos jurídicos los que preocupan a los detractores del Concierto. ¿Será el dinero? Parece razonable rechazar un sistema que provoca un exceso de recursos para unos en detrimento de otros, en el marco de un juego de suma cero. Pero, ¿quién conoce las cifras territorializadas de gastos e ingresos, inversiones y deuda, superavits y déficits? Sorprende que el debate se lleve por los caminos celestiales de la palabrería política (la solidaridad como paradigma) y no por los de la ramplona contabilidad. ¿Para cuándo unos balances de flujos fiscales integrales por autonomías que muestren cuáles son aportadoras y cuáles receptoras netas? A partir de ellos se podría poner cara y ojos a la solidaridad, aterrizando en cifras los principios políticos convenidos. Las instituciones vascas aducen que, además de contribuir a los fondos explícitos de solidaridad, realizan una ingente aportación implícita, derivada de la desigual y opaca distribución territorial del gasto público de titularidad estatal. Se trata de una suma anual de 80.000 millones de euros, de los que Euskadi paga el 6,24%, es decir, 5.000. ¿Dónde están?
No necesita el derecho cobijarse en ninguna ideología metafísico-historicista, del signo que sea, para excusar su vulnerabilidad ante la fuerza de lo real. Un derecho que reúne pacientemente los datos que la historia ofrece y los integra razonablemente es más sólido que las ingenierías que diseñan ‘more geométrico’. En el derecho público internacional, el respeto al ‘estatu quo’ es uno de los principios angulares. Pero también el derecho privado reconoce la vigencia normativa de la facticidad, con instituciones como la costumbre, los usos mercantiles o los regímenes de familia y sucesiones del derecho foral. (A destacar, por cierto, el repentino entusiasmo historicista con que las autonomías con derecho foral propio, y especialmente Cataluña, han acogido la tarea de mantenerlo, actualizarlo e incluso recuperarlo). En derecho constitucional resulta imposible definir el perímetro del ‘demos’ soberano fuera de su contextualización histórica. Y la Constitución española de 1978, para finalizar, ofrece diversos ejemplos de situaciones históricas singulares, a las que se vinculan efectos normativos propios. El más sobresaliente es la institución de la Corona. ¿Se puede explicar, al margen de la historia, por qué el ciudadano Juan Carlos de Borbón ostenta a perpetuidad la posición de Jefe del Estado?
Y llegamos al verdadero núcleo de la cuestión: si el Concierto no es un privilegio en sentido jurídico, si el debate financiero no se quiere hacer con las cifras boca arriba, si la invocación a la historia no es extraña al derecho, ¿cuál es el problema? Sin duda la inviabilidad de la extensión del régimen de autogobierno fiscal a otras autonomías. Y no se trata de una imposibilidad técnica, ni en lo tributario ni en lo financiero: su arquitectura es teóricamente generalizable (o universalizable, si se prefiere dar un sesgo moralizante-kantiano al argumento, lo que, de paso, merece una cualificación positiva desde el punto de vista de la equidad). Las dificultades son operativas y, por tanto, políticas, ya que políticamente poderosas habrían de ser las razones que aborden tal complejidad; y porque políticas fueron también las razones por las que la Constitución prestó una tutela especial a los derechos históricos. Fue un desliz imperdonable, piensa el racionalista cuyo concepto de igualdad repele toda asimetría y diferencia. Federalismo, tal vez; pero simétrico. El ‘café para todos’ es así la versión actualizada del viejo centralismo igualitario, en la nueva era de la descentralización. Por tanto, la gran cuestión del privilegio termina formulada en términos muy elementales: ¿Por qué los vascos sí y los demás no? Y puesto que el Concierto es el aparato más visible de un autogobierno que la Constitución quiso asimétrico y diferencial, se entiende que sea el blanco predilecto de un titánico esfuerzo nivelador que los tres poderes del Estado, que no han soltado el lastre jacobino, despliegan desde 1981.
No existe un privilegio, sino un hecho diferencial, configurado a lo largo de la historia, y que la Constitución dice proteger. Un país como España, patria de uno de los filósofos que más ha reflexionado sobre la razón histórica, Ortega, tendría que entender con facilidad que la razón no es geometría ni diseño de patrones estándares incapaces de dar cuenta de las singularidades históricas. Las asimetrías no son un ataque a la razón, sino que pueden -y deben- estar integradas en ella. ¿Y si, en el fondo, en esto del privilegio estuviese la pasión tanto o más involucrada que la razón? ¿No sería divertido que un profesor de literatura como Fernando Díaz Plaja, al describir los pecados capitales de los españoles, hubiese dado con la clave de un asunto fiscal?
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