Por J. M. Ruiz Soroa en El Correo de 26 de enero de 2008
La política se está judicializando cada vez más, esto es un hecho constatado en toda Europa. Y, como consecuencia de ello, surgen por doquier legítimas voces críticas hacia la actuación de los tribunales, puesto que en definitiva éstos afectan con sus decisiones a intereses partidistas. En ocasiones, sin embargo, la crítica va más allá del concreto contenido de una decisión y llega a cuestionar no tanto su actuación puntual como la misma legitimación democrática de los jueces. O, por lo menos, a compararla desfavorablemente con la legitimación de los representantes elegidos por el pueblo. Se dice que éstos obtienen su legitimidad en un proceso democrático de elección, directa en el caso de los parlamentarios, indirecta en el de los gobiernos. Los jueces, en cambio, no son electos por nadie sino seleccionados mediante una oposición que garantiza como mucho sus méritos y capacidad técnicos, pero que nunca podrá crear legitimidad. De esta afirmación, objetivamente correcta, se transita con suma rapidez a la acusación de elitismo, corporativismo o casticismo como notas peyorativas características de los magistrados.
En todo esto late un gigantesco equívoco, probablemente derivado de nuestra escasa educación democrática (no nos engañemos, somos unos recién llegados a este particular mundo): el de creer que la única fuente de legitimidad en democracia es la elección pública y competitiva efectuada por los ciudadanos. De forma que los jueces, funcionarios seleccionados por la Administración sobre la base de unos obscuros procesos burocráticos, carecerían de legitimación propia como actores del proceso democrático. Sólo en aquellos raros casos en que los jueces son electos por los ciudadanos (la justicia norteamericana en sus circuitos más bajos) o designados por los parlamentos representativos (caso de las cortes supremas de algunos países iberoamericanos) poseerían una legitimación de origen. Pero el juez europeo, funcionario preparado pero no electo, adolecería de un incurable déficit de ella.
Pues bien, esta visión de la fuente de legitimación en democracia es equivocada por insuficiente: porque resulta que, junto a la elección, existe otro proveedor de legitimación en un Estado constitucional: la ley. Los jueces, ese «poder terrible» de que habló Montesquieu, se limitan a aplicar la ley elaborada por el parlamento que es por definición expresión de la voluntad popular. En la estricta sujeción a la ley encuentran los jueces su legitimación democrática, una legitimación que no es de origen, pero sí de ejercicio (Ignacio de Otto): al aplicar la ley no hacen sino aplicar la voluntad democrática de los ciudadanos. Por eso, es la sujeción a la ley y la exigencia de utilizar un razonamiento tipo que excluya cualquier criterio personal en su aplicación lo que garantiza la legitimidad de sus decisiones y las hace vinculantes en democracia.
Naturalmente, los jueces no son máquinas ni computadoras, son personas situadas en una concreta vivencia, social e ideológica: descubren la ley desde su subjetividad e, inevitablemente, a pesar de estar vacunados contra esa posibilidad, pueden sesgarla en el proceso de interpretación que conlleva su aplicación. Este es un riesgo que debe aceptarse en aras de la necesaria independencia judicial, y que puede mantenerse controlado mediante la multiplicación de las instancias revisoras que garantizan al final un grado importante de objetividad. Pero lo que nunca debe hacerse es fomentar desde instancias políticas o intelectuales el 'creacionismo judicial', el 'uso libre del derecho' o cualquier otro nombre que quiera darse a una práctica judicial en que los magistrados pueden interpretar la ley según las circunstancias del momento, o teniendo en cuenta ante todo las necesidades de la política. Porque a mayor libertad interpretativa del juez, menor legitimidad democrática de su función.
En estos últimos años, se está jugando en España con enorme inconsciencia a fomentar un uso políticamente correcto del derecho. Se está pidiendo a los jueces que apliquen o no las normas jurídicas según las conveniencias de la más pedestre y momentánea política: ahora sí, ahora no, ayer era delito, hoy debe ser permitido, pero mañana castigado. En lugar de modificar las leyes, adecuándolas a los legítimos deseos de las mayorías en el poder, se espera de los jueces que 'administren' sus contenidos y sus tiempos con arreglo a criterios extrajurídicos. Flaco favor hacen a la legitimidad de las instituciones judiciales quienes alientan estos comportamientos.
Pero junto a este que podríamos llamar 'mal común', preciso es reconocer que en el País Vasco tenemos uno particular. Aquí se ha convertido ya en uso y costumbre que las instituciones políticas dominadas por los nacionalistas encajen cualquier decisión judicial que no les gusta como un ataque a las instituciones mismas y, por elevación, al autogobierno, a la autonomía y, en definitiva, al pueblo vasco entero. Quien enjuicia (¿y no digamos quien condena!) a Atutxa o Ibarretxe está atacando a todos los vascos, por mucho que se trate de comportamientos personales, concretos e intransferibles de esas personas. La acusación, es obvio, no se tiene de pie, pero es preocupante la actitud política de fondo que revela.
Durante un tiempo he creído, como muchos otros, que el problema estaba en que el nacionalismo vasco veía a los jueces como 'un poder exterior', más en concreto, como 'un poder español'. Y que lo que perseguía al criticarlo con furiosas tarascadas era deslegitimar la democracia española ante la sociedad vasca. Que se trataba de un caso más de esa lucha soterrada y contumaz por malquistar el ánimo de los vascos contra todo lo que llega 'de Madrid'. Pero hoy me temo que hay algo más general y más grave: y es una concepción política global teñida de populismo y democratismo radical que no alcanza a comprender el papel de los jueces en una democracia, que los rechaza con indignación cuando intentan limitar al poder público o sancionarlo por sus excesos. Porque la cosa viene de lejos, ya desde que el actual diputado general vizcaino arremetía furibundo contra la Sala del Tribunal Superior (¿vasco!) que osaba corregirle su política de personal. O desde que las condenas del Tribunal de las Comunidades (¿europeo!) ponían coto a un uso abusivo del Concierto Económico. Y desde entonces no ha hecho sino empeorar: cualquier corrección judicial se interpreta como un ataque a la libertad de 'este pueblo'. Así es como se llega al sinsentido de un Gobierno que propone «dar respuesta a los jueces acudiendo a la consulta al pueblo mismo». O se replica a una decisión judicial convocando una manifestación.
En un alarde de lo que el nacionalismo entiende por independencia judicial, las Juntas Generales (23.01.08) se permiten «exigir» al Tribunal Superior de Justicia que sobresea de inmediato el 'caso Ibarretxe'. Es decir, hacen exactamente lo mismo que reprochan tan acerbamente al Tribunal Supremo en el 'caso Atutxa'. O bien un comentarista nos descubre que la justicia nunca puede contradecir al sentimiento jurídico del pueblo, idea brillante que (¿oh casualidad!) fue la doctrina jurídica oficial del Estado nacionalsocialista alemán.
Es probable que el origen de esta perversa concepción de lo que debe ser un régimen constitucional moderno se encuentre en los orígenes ideológicos del mismo nacionalismo vasco, un origen sabiniano que nunca ha querido revisar. Porque Sabino Arana era demócrata, quién lo duda, pero nunca fue liberal. Es más, consideró al liberalismo como un extravío, y al constitucionalismo francés de 1789 como el más nefasto suceso de la historia europea. En su doctrina el pueblo es soberano, sí, pero no hay lugar para las limitaciones a la voluntad democrática y los 'checks and balances' que introdujo precisamente el constitucionalismo liberal. Y esa carencia se nota hoy en sus seguidores, que contraponen estúpidamente la voluntad del pueblo con la decisión de unos jueces, sin apercibirse siquiera de que se trata de planos distintos, de cuestiones profundamente diversas. Sin darse cuenta de que, en la modernidad, una sociedad sólo es libre cuando existen unas leyes y unos jueces capaces de limitar sus excesos. Pues la peor tiranía es la de la mayoría de un pueblo que se cree omnipotente (la 'oclocracia' de que hablaban los clásicos).
Hoy el nacionalismo sacará a las calles al pueblo a reclamar libertad. Y tendrá éxito, sin duda. Pero muchos ciudadanos sentiremos que nuestra libertad no la garantiza ese pueblo que se manifiesta exultante, sino la existencia de unas leyes y de unos anónimos jueces que lo limitan, que no le dejan hacer su voluntad libérrima. Y que así siga siendo.
sábado, 26 de enero de 2008
La legitimación democrática de los jueces
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