Por Kwame Anthony Appiah en El País de 10 de enero de 2008
Mi madre nació en el oeste de Inglaterra, al pie de las colinas Costwolds, en el seno de una familia que, en 80 kilómetros a la redonda, podía rastrear su árbol genealógico remontándose a los primeros tiempos del periodo normando, es decir, a casi mil años antes. Mi padre nació en la capital de la región ashanti de Ghana, en una localidad que sus antepasados habían habitado desde los inicios del reino asante, cuando despuntaba el siglo XVIII. De manera que cuando estas dos personas, nacidas en lugares tan distantes, se casaron en la Inglaterra de la década de 1950, mucha gente les advirtió que sería difícil mantener un matrimonio mixto. Y mis padres estaban de acuerdo. Fíjense, mi padre pertenecía a la Iglesia metodista y mi madre a la anglicana. Y eso sí era un auténtico desafío.
En consecuencia, soy producto de un matrimonio mixto. Bautizado en el metodismo, fui a la escuela dominical en una iglesia de Ghana no adscrita a ninguna confesión concreta y a la que pertenecía mi madre. Aprendí de mi padre y de mi madre algo que ambos ejemplificaron cuando decidieron convertirse en marido y mujer: una cierta apertura hacia personas y culturas ajenas a aquéllas en las que se habían criado. Creo que mi madre lo aprendió de sus propios progenitores, que tenían amigos en muchos continentes. Me parece que mi padre lo aprendió en Kumasi, que es un lugar políglota, multicultural y abierto al mundo. Aunque él también lo aprendió a través de la educación. Porque, como muchos de los que tuvieron la oportunidad de asistir a la escuela secundaria en los más remotos rincones del Imperio Británico, tuvo una formación clásica. Le encantaba el latín y en la cabecera de la cama no sólo tenía su Biblia, sino las obras de Cicerón y Marco Aurelio. En el testamento espiritual que legó a sus hijos nos dijo que siempre debíamos recordar que éramos "ciudadanos del mundo". Utilizó esas palabras, las mismas que Marco Aurelio habría reconocido y hecho suyas. Después de todo Marco Aurelio escribió: "Qué estrecho es el parentesco que une a un hombre con toda la raza humana, porque se trata de una comunidad, no de la sangre o la simiente, sino del espíritu".
Ahora bien, la primera persona que sabemos que se consideró a sí mismo ciudadano del mundo -kosmou polites en griego, expresión de la que procede nuestro término "cosmopolita"- fue un hombre llamado Diógenes, nacido en algún momento de finales del siglo V en la localidad de Sinope, que, situada en la costa meridional del Mar Negro, pertenece ahora a Turquía. Diógenes, según la tradición, vivía en un gran tonel de terracota. Y se le llamaba cínico -kyneios en griego significa "perro"-, porque vivía como tal. De manera que le echaron a patadas de Sinope. Fue Diógenes el primero en proclamar que era "ciudadano del mundo". Se trataba de una metáfora, porque los ciudadanos comparten un Estado y Diógenes no tenía un Estado mundial al que pertenecer. De manera que él, como cualquiera que haga suya esa metáfora, tuvo que decidir qué quería decir con ella.
Diógenes no quería decir que fuera partidario del establecimiento de un único poder mundial. En una ocasión se encontró a alguien que sí lo era: Alejandro Magno. El aspirante a conquistador del mundo, que, como discípulo de Aristóteles, se había educado en el respeto a los filósofos, le preguntó a Diógenes si había algo que pudiera hacer por él. "Claro", contestó éste, "¿serías tan amable de apartarte? Es que me estás tapando el sol". Y esto es lo primero que me gustaría tomar de Diógenes al interpretar la metáfora de la ciudadanía global: no hace falta ningún Gobierno mundial, ni siquiera el de un discípulo de Aristóteles. Lo que Diógenes quería decir es que podemos pensar en nosotros como conciudadanos, aunque no seamos -y no queramos ser- miembros de una única comunidad política, sometida al mismo Gobierno.
Una segunda idea que podemos tomar de Diógenes es que debemos preocuparnos de la suerte de todos nuestros congéneres, no sólo de los de nuestra misma comunidad política.
Además, y ésta es una tercera enseñanza de Diógenes, podemos sacar buenas ideas de todas las partes del mundo, no sólo de nuestra propia sociedad. Merece la pena escuchar a los demás, porque quizá tengan algo que enseñarnos; merece la pena que ellos nos escuchen, porque quizá tengan algo que aprender.
Hay una última cosa que quiero tomar de Diógenes: el valor del diálogo, de la conversación como forma fundamental de comunicación humana. En consecuencia, ésas son las ideas que yo, ciudadano estadounidense del siglo XXI de origen anglo-ghanés quiero tomar de un ciudadano de Sinope que soñó con una ciudadanía global hace veinticuatro siglos.
El cosmopolitismo es universalista: cree que todos los seres humanos importan y que compartimos la obligación de preocuparnos por los demás. Pero también acepta que la diversidad humana constituye un amplio y legítimo abanico. Y ese respeto a la diversidad surge de algo que también se remonta a Diógenes: la tolerancia hacia las opciones vitales que toman los demás y la humildad respecto a las nuestras.
La globalización ha hecho relevante este antiguo ideal, cuando ni siquiera lo era en la época de Diógenes o de Marco Aurelio. Diógenes no sabía de la mayoría de los pueblos -de China, Japón, Suramérica, el África Ecuatorial; ni tan siquiera de Europa Occidental o del Norte- y nada de lo que hiciera podía tener tampoco mucho impacto sobre ellos. Sin embargo, hoy no vivimos en el mundo de Diógenes. Sólo en los últimos siglos, cuando todas las comunidades humanas han ido imbricándose en un único entramado comercial y en una misma red informativa, hemos llegado al punto en el que es realista imaginarse que todos y cada uno de nosotros podemos entrar en contacto con alguno de los seis mil millones de otros seres humanos y enviarle algo que merezca la pena tener: una radio, un antibiótico, una buena idea. Por desgracia, ahora también podemos enviar, por negligencia tanto como por mala intención, cosas dañinas: un virus, un contaminante que se transmite por el aire, una mala idea.
Y las posibilidades de hacer el bien y el mal se multiplican de modo absolutamente inconmensurable cuando se trata de las políticas que los Gobiernos aplican en nuestro nombre. Juntos podemos arruinar la vida de los campesinos pobres inundando sus mercados de cereales subvencionados; paralizar sectores industriales aplicando aranceles excesivos; proporcionar armas que maten a miles y miles de personas. Juntos podemos mejorar los niveles de vida, adoptando nuevas políticas comerciales y de ayuda; impedir o tratar enfermedades mediante vacunas o medicamentos; tomar medidas contra el cambio climático global; fomentar la resistencia a la tiranía y el interés por el valor de cada vida humana.
Además, es evidente que la red mundial de difusión de la información -a través de la radio, la televisión, los teléfonos, Internet- no sólo significa que podemos influir en vidas de cualquier parte, sino que también podemos aprender de ellas. Todas aquellas personas de las que tenemos noticia y en las que podemos influir son seres humanos con los que tenemos responsabilidades: decir esto es proclamar simplemente la propia concepción de moralidad.
En consecuencia, el desafío radica en tomar mentalidades y sentimientos constituidos a lo largo de milenios de vida en el marco de grupos locales y dotarlos de ideas y de instituciones que nos permitan vivir juntos como la tribu global que ahora somos. Porque ahora lo que realmente necesitamos es un espíritu cosmopolita que no sólo nos vea a todos ligados por una conversación del conjunto de la especie, sino que acepte que tomemos opciones diferentes -dentro de cada nación y en las relaciones entre ellas- sobre nuestra forma de vivir.
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