Al concluir esa corografía para titanes, esa bellísima y brutal batalla reglamentada que es un partido de rugby, los jugadores se saludan cordialmente en el campo y, luego de pasar por los vestuarios, se reencuentran con sus oponentes en un terreno neutral, sin disputas. Un espacio en el que se reconoce el coraje, el talento y la nobleza del adversario, pero también se aceptan errores o se liman asperezas que hubieran podido surgir en el fervor de la lucha. Ese territorio sagrado donde se cierra la parte competitiva y se abre la posibilidad de encontrar a la persona que hay detrás del jugador se llama tercer tiempo.
Con la jornada que inauguró el 2008, la Liga italiana vio a los jugadores de los distintos equipos agruparse en el centro del campo al final de cada partido para darse un apretón de manos, una propuesta de la Lega nazionale professionisti, que de esta forma institucionaliza y ordena una manifestación que previamente se efectuaba de manera espontánea pero desordenada y siguiendo los ánimos individuales. Como sucede siempre que las iniciativas vienen acompañadas de nuevas formalidades de las que previamente se estaba absuelto (antes nadie notaba cuando un jugador no quería saludar a su adversario y se marchaba sin más al vestuario), la propuesta fue acusada de superflua, de generar una situación poco espontánea e incluso de estar creando un momento de hipocresía. En realidad nadie está obligado a asistir a este ritual de despedida y camaradería, ya que no están previstas sanciones de ningún tipo en caso de no presentarse, más allá de la mediatización del malhumor o los malos modos de quien realiza el desplante. La intención que se adivina detrás de la iniciativa es edificante en estos tiempos en que la violencia no cesa de girar alrededor del fútbol. Como esas bacterias que flotan en el aire esperando algún síntoma de debilidad para meterse en el organismo y atacarlo, éste devuelve una señal de valores, de caballerosidad, de educación. El futbol devuelve un antibiótico.
La imagen es poderosa: vencedores y vencidos aparcan el juego y los combatientes se saludan en senal de respeto mutuo. El espectador, sensible, percibe el sentido del ritual y lo hace propio, lo incorpora en su lenguaje emocional, entiende que la contienda fue puramente deportiva y que terminó allí, sin rencores, como en el abrazo de los boxeadores tras la dura pelea.
Diariamente utilizamos cientos de convenciones sociales a las que nadie está obligado, pero que son básicas para convivir en armonía; una de ellas es el saludo. Que carezca o no de espontaneidad es poco importante cuando se trata de enviar una señal o un ejemplo, cuando se intenta contagiar valores opuestos al resentimiento o la agresividad. El saludo es un gesto ancestral de respeto, y negarlo por cuestiones futbolísticas sería elevar el fútbol a una categoría a la que no pertenece, o no comprender que lo que sucede en un partido difícilmente deja de ser parte de un juego.
La decisión de la Lega de llamar tercer tiempo a esta nueva despedida consensuada es una exageración nominativa, pero está llena de buenas intenciones. En el rugby este ritual significa mucho más que un saludo cordial. Allí, entre tragos y charlas, los deportistas se permiten conocerse sin máscara ni armadura, y despojados de la camiseta y los colores del equipo hay un acercamiento distinto, la posibilidad de relacionarse con el oponente en términos amistosos. Al fútbol todavía le queda mucho por aprender de otras disciplinas y esta pequeña apropiación del tercer tiempo del rugby es un paso más en el intento de transmitir a los aficionados los verdaderos valores del deporte.
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