Por Félix Ovejero Lucas en El País de 10 de marzo de 2008
Se ha repetido estos días. Con pequeñas variaciones, se dio también hace unos meses, a propósito de "la manifestación de los obispos" o cuando el Papa, en su encíclica Spe salvi, la emprendió contra la democracia por sus vecindades con el nihilismo. La misma reacción: discutir a los que trafican con las almas el derecho a terciar en los asuntos del mundo. La religión sería algo privado, cosa de cada cual, como la digestión. Mejor, como "ser del Barça".
Una comparación con problemas. Salvo para iluminados, como el actual presidente del club, "ser del Barça" no requiere participar de una concepción del mundo. Por el contrario, una religión, mal que bien, supone un sistema conceptual con el que abordar el mundo y situar al ser humano en él. Entre otras cosas, conlleva un conjunto de ideas acerca de cómo una vida debe ser vivida. Con esas herramientas, sus practicantes transitan por sus días y, para que su tránsito sea más fluido, aspiran a modelar el mundo, esto es, la vida de todos. No sólo eso. Por lo general, las religiones tienen pretensiones de validez y universalidad. No hay que dramatizar demasiado: al cabo, conozco a muy pocas personas que sostengan que sus propias creencias son incorrectas, que no tienen razones para defender lo que defienden.
Ahora bien, las religiones también aspiran a la infalibilidad. Y esa es ya otra liga. Sobre todo si cuaja en cosas como "el texto de las Sagradas Escrituras es inalterable, su traducción oficial en otra forma de lenguaje, sin el consentimiento previo de la Iglesia autocéfala de Constantinopla, está prohibida", según reza en la Constitución griega y me entero leyendo un reciente libro de Francisco Laporta.
En realidad, los que lamentan que los obispos se metan en asuntos mundanos, lo que lamentan es que se metan con ellos. Sucede algo parecido con los actores y futbolistas. Cuando opinan igual que nosotros, estamos encantados de su "compromiso". Cuando no, les recordamos lo de "zapatero a tus zapatos". Y eso no procede. Si se está dispuesto a alabar al Papa cuando critica la guerra del Golfo, no es de ley remitirlo al departamento de intimidades cuando arremete contra la democracia.
Quien defiende la teología de la liberación por su "compromiso", tiene que apechugar con las proclamas conservadoras del Vaticano, no menos comprometidas. La acostumbrada trampa de vincular compromiso con tesis progresistas confunde el contenido de las ideas con la disposición a defenderlas. En el mejor de los casos, una confusión conceptual. Otras veces, otra cosa, menos digna. El silencio de los actores "comprometidos" en el festival de San Sebastián sobre lo que pasa en San Sebastián, por ejemplo, es otra cosa.
Pero hay otros dos modos de reexpedir la religión a la intimidad que incluso cuentan con la aquiescencia de religiosos más o menos apocados. Uno consiste en reducir la religión a la sensibilidad moral. Una idea poco clara que, cuando se desbroza, nos deja en las puertas de unas cuantas intuiciones compartidas acerca de lo que está bien y lo queno. Algo la mar de interesante, pero que no cae bajo el negociado de las religiones. Si acaso, bajo el de la biología, según muestran investigaciones que parecen confirmar que los humanos compartimos un conjunto de opiniones morales. Las disposiciones morales, aunque menos divertidas, serían como las sexuales, simple instinto.
Por cierto que, para desconsuelo de filósofos y racionalistas en general, parece que el acuerdo en las prácticas morales no se extiende a los procedimientos que utilizamos para fundamentarlas. Estamos de acuerdo en lo que está bien, pero no en su porqué. En todo caso, no está de más añadir que la religión no parece favorecer el músculo moral. La proporción de criminales con convicciones religiosas se corresponde con la que se da en el conjunto de la población.
El otro modo de remitir la religión a la intimidad apuesta por sustituir la claridad doctrinal de la religión por una vaga "experiencia religiosa" común a todas las religiones. En realidad, los contornos se difuminan tanto, que habría que incluir en el lote desde las ansiedades hipocondríacas de algún personaje de Woody Allen hasta cualquier experiencia psicotrópica medianamente decente. Un mal negocio para quienes gestionan las religiones, sin duda. Pero también un mal negocio intelectual. Siempre es posible, limando aquí y allá, encontrar semejanzas entre las religiones. Prácticamente todas comparten algunas tesis, aunque sólo sean negativas; por ejemplo, que la bondad de una vida no consiste en acumular dinero. Y, por supuesto, siempre cabe atribuirles parejas funciones, empezando por la de dotar de sentido a la vida. Pero eso constituye una magra cosecha, al alcance incluso de los boy scouts.
Las religiones serán insensatas, pero son precisas. Cada una de ellas se perfila según particulares ideas acerca del origen del mal y sobre las terapéuticas para encararlo. Las diferencias no son menudencias. Los cristianos lidian con el pecado, el perdón divino y la reparación; los hinduistas, con la ignorancia y el conocimiento del Brahman; los jainitas, con la dependencia y su liberación; los budistas, con las esencias que perduran y el reconocimiento de la transitoriedad de los estados. Hay que pasar muchas veces la batidora de conceptos si se quiere sostener que todo eso es lo mismo.
Así que nada de circunscribir a quienes mercadean con el más allá a la gestión de la intimidad. Pueden decir lo que quieran. Ahora bien, con todas las consecuencias. Lo que no cabe es que, después de recomendarnos cómo tenemos que vivir, de opinar sobre esto y aquello, cuando se les replica, echen mano del "¡casa!" de los juegos infantiles para sentirse agredidos y reclamar "respeto a sus creencias".
Si juegan, y, por lo que acabo de decir, no pueden dejar de jugar, han de aceptar el reglamento, incluidas las burlas de buen o mal gusto, como todos, sin que importe que sus practicantes sean uno o un millón. No valen los vetos.
Por supuesto, lo primero es impedir las malas maneras, las coacciones de quienes exigen a los otros que compartan la fe propia para conceder su respeto. No es lo común por aquí, en donde a lo más que se llega es al "soborno del cielo", del que Borges dijo liberarse, pero conviene avisar. Pero, sobre todo, hay que recordarles que, aunque ellos cimenten sus puntos de vista sobre "valores religiosos", las únicas razones que pueden hacer circular con los demás han de ser seculares, atendibles por todos. Y en serio, esto es, que si no las encuentran, han de revisar sus juicios, al menos en la arena política, y no invocar un salvoconducto especial para rehuir las demandas de la razón pública. Entonces, sí, a la intimidad, para siempre. Y a no abrir boca.
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