Por José María Ruiz Soroa en El Correo de 1 de marzo de 2008
Lo más asombroso del asunto es que hayan conseguido convencernos a todos de que los debates en televisión son una exigencia democrática, que constituyen un derecho de los ciudadanos llamados a las urnas al que no podemos renunciar. Es difícil de creer que la opinión pública haya llegado a aceptar como verdad inconcusa lo que no es sino una manipulación de sus pasiones, una manipulación que responde sólo al interés de los propios medios en reafirmar su particular poder político.
Veamos: resulta que nuestros políticos llevan cuatro años debatiendo en público, en vivo y en directo, tanto en los foros institucionales pertinentes como directamente ante el público. Y, además, lo han hecho 'en tiempo real', cuando surgían y se agitaban los problemas ante los que tenían que tomar decisiones. Más aún: además de debatir, los políticos 'han hecho cosas' a lo largo de estos cuatro años, han dejado huellas indelebles de su comportamiento y sus valores. Pues nada, resulta que eso no vale nada comparado con el debate final ante las cámaras. Que lo importante en democracia es que un buen día se sienten cara a cara en televisión y expongan su escala de valores y sus proyectos. Si no lo hacen, se hurta a la ciudadanía su derecho a conocerles y compararles, nos dicen. Parece una broma, pero eso nos dicen con toda seriedad.
Desde un punto de vista práctico todos saben y reconocen que los debates electorales televisivos no sirven para nada. Que la percepción de los electores televidentes está tan sesgada por su previa simpatía y partidismo que ven lo que quieren ver, de forma que lo único que se consigue es reforzar su previa decisión. Que el encorsetamiento del debate convierte a los candidatos en grotescos muñecos de guiñol, que se limitan a balbucear como pueden en un tiempo limitado las consignas prediseñadas por sus expertos. Que la imagen que ofrecen es mucho más pobre que la de su real humanidad y profesionalidad. Que, además, el debate de ideas, valores e intereses se transforma por culpa del formato en una discusión sobre personas, y que discutir sobre personas es el nivel más degradado de debate posible (por eso es el más explotado en la programación de éxito). Todos lo saben, sí, pero ¿qué importa eso? Porque en realidad no se trata del debate, no se trata de las buenas prácticas democráticas, de lo que se trata es del poder. Y el poder consiste, al final, en la capacidad para imponer el marco de presentación de la realidad. El poder, en este caso, consiste en presentar la política como un espectáculo. Y es el poder de los medios. No el de los ciudadanos, ni el de los políticos. De lo que hablamos es del poder de los medios.
Obviamente nos dirán que no es así, que el medio es neutral o inocente, que se limita a reflejar como un espejo las imágenes que los políticos libremente emiten. Pero es falso. El medio crea la realidad sólo por presentarla en un determinado formato. La crea al convertir los hechos brutos en una historia, porque la historia posee siempre un sentido que no tenía la realidad misma. En el presente caso, ¿en qué tipo de historia convierten los medios la política? Pues en uno de los que les es más rentable y garantiza el éxito seguro en ventas: la convierten en un partido de fútbol, una competición limitada en el tiempo entre dos personajes que se lo juegan todo al resultado. Es un diseño de probada rentabilidad, de enorme productividad mediática. Hay noticia aprovechable en la preparación, los prolegómenos, el desarrollo, el análisis de moviola, la discusión sobre las reglas, la corrección de las jugadas, la tertulia sobre el vencedor/perdedor. El partido alcanza el nivel óptimo de difusión, consistente en poder convertirse en conversación de café o ascensor. Es como el cerdo, un filón del que se aprovecha todo. Incluso hay revancha, tiempo muerto y posibilidad de remontar el resultado.
Bueno, pero no olvide usted que gracias a este formato la política entra en su casa y en la de todos, se hace accesible al gran público. Gracias al debate usted puede juzgar cómodamente y desde su sillón a los candidatos ¿Cabe mayor democratización de la política? Un bonito cuento que calla algo esencial: que al entrar de esta forma en mi casa, con ese formato, la política entra, sí, pero lo hace deformada, degradada a su expresión más banal. Entra, pero a cambio de convertirse en un partido de fútbol más. Hay una verdad que siempre se quiere olvidar: más información no es más conocimiento; más datos no son más criterio; puede ser al revés.
No se trata de acusar a los medios de manipulación intencionada (no hay un 'gran hermano' oculto). Ellos están sometidos a las constricciones sistémicas derivadas de su propia existencia. Una vez que están ahí no pueden, probablemente, sino responder a la lógica de su audiencia. Hacen lo que saben. Pero la resultante, y esto es lo trascendente para la ciudadanía, es la de dar un paso más en la degeneración de la democracia. La actual se ha definido autorizadamente como una 'democracia de audiencia'. Audiencia en dos sentidos: primero, porque los líderes políticos actúan y gobiernan en una actitud permanente de auscultación de la opinión pública, pendientes en todo momento de su más mínima variación o inflexión. No deciden, sino que responden a la opinión que los medios les presentan, aunque lo cierto es que esta opinión está en gran manera creada por los propios medios, por su misma acción sobre la sociedad. Son unos líderes demediados, condicionados en todo momento por unas encuestas de opinión instantáneas que les sirven como giroscopio para fijar su rumbo y altura. Nos extrañamos de que no existan hoy líderes políticos como los de antaño, con personalidad y peso propios, capaces de hacer políticas impopulares cuando eran necesarias para su proyecto final. Pero ¿es que podrían existir tales líderes en el ambiente que hemos creado?
Pues bien, la práctica de los debates preelectorales lleva al paroxismo este rasgo degenerativo: los políticos en liza se la juegan en dos horas, en función de su actuación ante los medios. Saben que en el fondo no es así, pero deben hacer 'como si fuera así', con lo que el juego acaba por imponer sus reglas. El político asume su papel como simple objeto que se oferta al mercado de la opinión. Y el ciudadano, el suyo de audiencia consumidora: le traemos la política a casa, le convertimos la realidad problemática en espectáculo, juzgue usted sin moverse, en su tranquila intimidad pasiva. No hay coste de participación, no hay esfuerzo de intelección ni de reflexión, todo es tan trivial como lo ve en la pantalla. Hasta un niño podría decidir después de este espectáculo. Pues eso.
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