domingo, 2 de noviembre de 2008

Más naciones

Por Antonio Muñoz Molina en Babelia de 4 de octubre de 2008

Un titular de ABC me llama la atención: "La Nación filmada". ¿Las naciones se filman, como se fotografiaban los ectoplasmas en aquellas sesiones de espiritismo científico en las que tenían tanta fe inteligencias de primera clase como W. B. Yeats o Arthur Conan Doyle? Yo imaginaba que las naciones, como los fantasmas, eran entidades inefables, dotadas de una existencia conjetural o metafórica, sólo indudable gracias a un acto de fe. Las naciones, ha observado el historiador José Álvarez Junco, tienen una naturaleza paradójica: por una parte, según sus adeptos, han persistido rocosamente idénticas a sí mismas desde tiempo inmemorial; por otra, han de ser construidas o forjadas mediante esfuerzos educativos colosales, que suelen incluir la exposición de las mentes más jóvenes a dosis alarmantes de historia embustera y mediocre literatura.

La nación se construye, se forja. La nación se filma. A lo que se refiere el titular de ABC es a una película de José Luis Garci a punto de estrenarse, Sangre de mayo, que al parecer se inspira en uno o dos Episodios de Galdós para fantasear sobre la sublevación del 2 de Mayo en Madrid, con gran lujo de extras vestidos de manolos y chisperos y de protervos soldados franceses montados a caballo, exhibiendo corazas y penachos, esgrimiendo sables ensangrentados, cayendo abatidos por las navajas y los garrotazos del pueblo noble y heroico, de la Nación con su mayúscula de fervor colectivo y existencia indudable. La cultura española, me dijo hace poco melancólicamente un alto cargo del ramo, se extiende entre el principio del Paseo del Prado y el final de Recoletos, desde el Reina Sofía hasta la Biblioteca Nacional. La nación española, reverdecida por esta sangre cinematográfica de Garci -las naciones, por algún motivo, se robustecen gracias a los derramamientos de sangre- comprende el territorio modesto de la Comunidad de Madrid, en el que este segundo centenario del 2 de Mayo ha despertado un curioso fervor de celebraciones patrióticas. Si todo el mundo tiene su nación, ¿por qué nosotros íbamos a ser menos? Y no una nación cualquiera, una nación tibia, basada en esos principios de concordia constitucional que no entusiasman a nadie, y que tienen la antipatía de un matrimonio arreglado: una nación como Dios manda, con un pueblo primigenio y bravío, con retumbar de cañonazos, con vivas y mueras en las gargantas roncas, una nación con testosterona.

Hace un siglo los gobiernos todavía encargaban pinturas de historia de extensión panorámica para celebrar las glorias de la patria. Ahora se ve que encargan películas. También grandes exposiciones y montajes de mucho aparato teatral, en los que nunca falta la tradicional provocación vanguardista aportada por La Fura del Baus. En ABC José Luis Garci le da las gracias a Esperanza Aguirre y a su opulento mecenazgo oficial, como el artista que besaba con reverencia la mano de su patrón aristocrático en el Antiguo Régimen. La parte más leída de la derecha española invoca a veces el universalismo ilustrado para llevar la contra a los nacionalistas de la periferia, pero en este centenario del 2 de Mayo se ha lanzado desatadamente, al menos en Madrid, a un nacionalismo que copia sin reparo el de sus adversarios y al mismo tiempo recupera los decorados más arcaicos de cartón piedra, los trajes de época más apolillados de la patriotería hispana. De pronto es como volver a las ilustraciones de las enciclopedias escolares, a las películas grandilocuentes de los años cuarenta, a Daoíz y Velarde, a Agustina de Aragón. Individuos con patillas largas y pañuelos a la cabeza llaman gabachos a los franceses y disparan trabucos. Las divisiones de clase se disuelven en el fiero entusiasmo unánime contra el invasor. ¿Quién va a negar la existencia de la nación española, si se alzó victoriosamente contra Napoleón, si hasta puede ser filmada?

Contra los delirios de la política y de la ideología el mejor antídoto es el trabajo de los historiadores. Espantado por el regreso de la épica del 2 de Mayo -la épica es siempre el envoltorio palabrero de la carnicería- voy a buscar refugio en el historiador Álvarez Junco, en un libro literalmente imprescindible, Mater Dolorosa: la idea de España en el siglo XIX, que trata del modo en que hechos históricos y puras ficciones se mezclan para crear la leyenda de un pasado nacional que legitime los sueños o los desvaríos políticos del presente, que dé algo de solidez al terreno movedizo en el que suele asentarse cualquier tentativa de comunidad civil. A lo largo del siglo XIX, el 2 de mayo de 1808 dejó de ser un acontecimiento confuso y ambiguo, fácilmente desfigurado por el recuerdo, sometido al escrutinio de la historia, para convertirse en el día sagrado de la fundación nacional. Fundación de lo nuevo y también despertar de lo antiguo: el problema es que ese espejismo de unanimidad encubría explicaciones de los hechos opuestas entre sí, relatos que tenían en común poco más que los detalles escenográficos. Para los liberales, el pueblo sublevado era la encarnación de la soberanía nacional, y por tanto de las libertades constitucionales que habrían de barrer el Antiguo Régimen; para los reaccionarios, el pueblo era la noble masa oscurantista y católica alzada en rebeldía contra las ideas extranjeras y corruptoras de la Revolución Francesa; el pueblo, analfabeto y primigenio, desbordó a las élites ilustradas que se hicieron cómplices del invasor y preparó el terreno para el regreso triunfal del rey absoluto, don Fernando VII. Muchos años después, cuando la guerra casi había desaparecido de la memoria viva, en los tiempos de frágil esperanza liberal de la Revolución de 1868, Benito Pérez Galdós fijó la épica liberal y popular del 2 de Mayo, en la primera serie de los Episodios Nacionales.

Pero muy pronto, en la 'Segunda serie', la cándida ensoñación progresista de los primeros episodios se contamina de desaliento y oscuridad, como si de las litografías patrióticas en colores chillones Galdós hubiera pasado a las tinieblas siniestras de los Desastres de la guerra, donde Goya no dejó ni un resquicio para las mentiras de la épica. En la primera serie Gabriel Araceli empieza siendo un pícaro y llega a ser un héroe; en la segunda, su protagonista, Salvador Monsalud, tiene la pesadumbre de quien se encuentra atrapado por los espectros de un país fratricida. Lo que hay en Goya y en el Galdós desengañado es una forma de lucidez incompatible con los entusiasmos baratos del patriotismo y con la complacencia que debe de sentir quien se imagina miembro de una colectividad sagrada, limpia de culpa y de mancha, separada de los extranjeros y de los enemigos por una línea indudable. La Guerra de la Independencia, que según Álvarez Junco tardó mucho en llamarse así, fue sobre todo, como cualquier guerra, un vendaval de destrucción y de envilecimiento, de crueldad sin motivo y sacrificio de inocentes; también una guerra civil cuyas heridas, en lugar de curarse, se agravaron a lo largo del siglo, con una persistencia en la discordia y el desastre de la que nadie, ni el patriota más obtuso, puede estar orgulloso. Como Luis Cernuda en el destierro, la única patria en la que uno se siente acogido es el país ancho y generoso que inventó Galdós

No hay comentarios: