Por José María Ruiz Soroa en El Correo de 7 de junio de 2008
Se han planteado alguna vez el por qué todos llamamos «negro» a Barack Obama? Puede parecer una pregunta estúpida de respuesta obvia («le llamo negro porque es negro»), pero contestarla es más complejo de lo que parece y, sobre todo, nos enseña mucho sobre la asunción inconsciente de ideologías.
Convenga conmigo, amigo lector, que a Barack Obama se le podría denominar con la misma corrección y propiedad tanto «negro» como «blanco», puesto su ascendencia biológica hace que en su genotipo se mezclen a partes iguales las características físicas que supuestamente configuran los grupos humanos así denominados. Y, a pesar de ello, a nadie se le ocurre llamarle blanco, ni siquiera mestizo o mulato, sino que todos le calificamos de negro ¿Cómo es ello?
La cuestión no tiene respuesta lógica ninguna a no ser que aceptemos que la raza no es una categoría biológica, sino una realidad socialmente construida. Es una convención a través de la cual los grupos humanos establecen arbitrariamente distinciones categoriales entre las personas en base a algunos de sus rasgos fenotípicos manifiestos, siendo el grado de claridad u oscuridad de la piel uno de los más utilizados.
Pues bien, en Estados Unidos ha tenido vigencia desde antiguo una regla muy particular en la construcción social de la raza. Es la regla de la hipofiliación, en virtud de la cual cualquier persona que poseyera un antepasado (incluso un bisabuelo) de una de las razas consideradas inferiores, quedaba automáticamente adscrito a ella. Se colocaba a las personas en el estatus inferior de todos los que teóricamente le pudieran corresponder por su filiación biológica, o dicho de otra forma, la parte de sangre de calidad inferior contaminaba a todas las demás. Esta regla sigue siendo socialmente asumida en los Estados Unidos, e incluso está legalmente sancionada en muchos Estados de la Unión a la hora de clasificar racialmente a las personas.
La regla estadounidense de la hipofiliación se aplica a todas las categorías raciales que los blancos dominantes han considerado inferiores, tales como afroamericanos, hispanos, asiáticos o aborígenes americanos. Es típica de una sociedad en la que se ha utilizado el constructo «raza» para garantizar a un grupo determinado una posición de superioridad incontestable. En esa sociedad, la frontera entre el grupo superior y los inferiores debe estar rígida y terminantemente trazada para asegurar el estatus privilegiado del primero. No caben situaciones raciales fluidas, ambiguas o mezcladas, sino que el grupo dominante expele fuera de sí a cualquier persona de rasgos impuros.
Así las cosas, sucede que cuando calificamos de «negro» al candidato americano estamos asumiendo inconscientemente toda una ideología particular del grupo dominante estadounidense, estamos haciendo nuestra, aún sin saberlo, una muy particular regla para clasificar a las personas por el fenotipo más bajo de sus antepasados. Y es que las palabras, que en principio creemos que son neutras y objetivas, están marcadas por significados profundos que no se dejan ver, pero que nos fuerzan a ver el mundo de una determinada forma.
Si alguien dijera que Barack Obama es blanco, le miraríamos con extrañeza y asombro, hasta tal punto hemos asumido el pensamiento hegemónico. En cierto sentido, puede decirse que no somos nosotros los que pensamos, sino que las palabras y las metáforas ampliamente generalizadas terminan por «pensarnos ellas a nosotros».
¿Y a qué viene todo esto? Probablemente a nada importante. Sólo intentaba poner de manifiesto con un ejemplo vívido cómo el uso de ciertas palabras puede no ser inocente, sino que determina la asunción inconsciente de valores ocultos. En nuestra realidad vasca, un buen ejemplo de ello es el empleo sistemático de la palabra «paz» para denominar el estado ideal en que nos gustaría se hallase una Vasconia sin terrorismo. Si no hay «guerra» alguna, ¿por qué pedimos «paz»? ¿Por qué no usamos otras palabras más exactas, tales como «justicia», «ley», «libertad» o «castigo» para decir lo que queremos, que desaparezca el terrorismo y que los delincuentes sean castigados?
Si se mira ‘detrás’ de la palabra, se observará que el uso de «paz» no es casual en absoluto, que incorpora exactamente la visión del nacionalismo sobre el «conflicto» así como su solución preferida. La palabra «paz» para el futuro deseado lleva a pensar la situación actual como «violencia». Es decir, como una situación impersonal cuya responsabilidad está en la historia. No como una situación de delitos individuales, concretos y continuados.
«Paz» y «violencia» son palabras que absuelven a los culpables y transforman los delitos en manifestaciones de un problema político difuso. Nadie utiliza el término «paz» para imaginar y reclamar una sociedad sin violencia de género, o sin pederastia, o sin robos y atracos. Pero sí para describir el futuro sin ETA. Piénsenlo, porque no es casual ni inocente.
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