Por Manuel Rodríguez Rivero en El País de 26 de noviembre de 2008
Si tuviera que escribir una guía literaria de París empezaría por la rue de Seine. Y no precisamente porque allí hubiera vivido George Sand, sino porque la antigua calle de Saint Germain se halla vinculada a dos importantes hitos de mi educación sentimental inextricablemente unidos en el recuerdo. En el número 72, y haciendo esquina con la diminuta rue Clément, se encontraba la Librairie Espagnole, fundada por los exilados Antonio Soriano y su mujer, Dulcinea Domenech. Fue en ella donde, a finales de los sesenta, adquirí Rayuela, la novela de Cortázar en la que constaté que existía un modo diferente de contar historias en mi lengua, un primer descubrimiento de aquella estimulante literatura procedente de América Latina que mi generación devoró con el mismo apetito de quien se ha visto obligado a seguir una estricta dieta durante demasiado tiempo. Que la primera calle que se menciona en la novela sea precisamente la rue de Seine -aquella en la que Oliveira espera encontrar a la Maga- forma parte, casi como letra pequeña, de esos felices encuentros -magia cotidiana- que tanto estimularon la imaginación de los surrealistas.
Sin embargo, lo habitual no era que los españolitos de entonces, exiliados o visitantes, acudieran al humilde santuario de Antonio Soriano para enterarse de las novedades literarias. La Librairie Espagnole era, antes que nada, uno de los escasos lugares en los que podía imaginarse la atmósfera cultural que se respiraría en una España democrática que la gente de mi edad no había conocido. Para empezar, era un lugar de encuentro abierto a todos nuestros exilios posibles: tanto de los de 1939, como de los que se habían visto obligados a marcharse en el masivo éxodo de los cincuenta y sesenta, o de quienes se sentían expatriados en su propio país y aprovechaban el privilegio del viaje para "tocar" un poco de libertad ilusoria en cualquiera de las lenguas que (aunque fuera en voz baja) todavía se hablaban en el país usurpado y con mordaza.
Antonio Soriano Mor (1913-2005), segorbino, antiguo miembro de las juventudes socialistas, combatiente en el frente de Aragón, fue uno de tantos emigrantes forzosos que se lo tuvieron que montar en un exilio en el que la segunda frontera era la de la lengua. A diferencia de los "transterrados" en América, los que se exiliaron en el Hexágono tuvieron que fabricarse sus propios aglutinantes, tanto más fuertes cuanto que la derrota había recrudecido sus discrepancias políticas. Antonio Soriano fue un aglutinador que logró convertir su librería en un cálido refugio (y a la vez foro de discusión política y dazibao viviente de noticias procedentes "del interior") en él podían hallarse libros de autores que hablaban de nosotros -de Espriu a Tuñón de Lara, de Vallejo a Goytisolo o Zambrano, de Max Aub a Neruda o Azaña- y que estaban prohibidos en España. Libros que publicaban (en América o en Francia) sellos editoriales que dirigían o en los que trabajaban otros españoles de aquella inmensa diáspora forzada de talentos: Grijalbo, Era, Losada, Joaquín Mortiz, Fondo de Cultura, Sudamericana, Emecé, Biblioteca Catalana, Ruedo Ibérico o la propia editorial de la Librería Española, cuyo logotipo, por cierto, era la cabeza de un toro que hacía un guiño a la cabra austral de la célebre colección de Espasa Calpe.
Sin nostalgia, pero con agradecimiento, y a iniciativa de la Oficina Cultural de la Embajada de España en París, mañana se colocará una placa de homenaje a Antonio Soriano en el lugar donde estuvo su legendaria librería, hoy todavía activa en la rue Littré (en Montparnasse) gracias a los desvelos de Sonia y Jérôme, hija y colaborador de los fundadores. Quedará así memoria pública de un importante monumento cultural de aquella peregrina España que nunca debió ser. Pero que no por ello hay que olvidar. Nunca.
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